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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (51 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Al cabo de pocos meses, había adelantado tanto que, cuando llegó un nuevo alumno que no sabía leer procedente del África Occidental, se ofreció a enseñarle los secretos de la lectura.

La especial conexión que se estableció entre Pamela y Maeva constituye un vehículo extraordinario para alentar la capacidad de aprender de los niños. La reciente investigación ha puesto de relieve que los alumnos que sienten una especial conexión —ya sea con los maestros, con los demás estudiantes o con la misma escuela— obtienen un mejor rendimiento y se enfrentan mejor a los peligros que acosan al adolescente moderno. En este sentido, los estudiantes emocionalmente conectados presentan tasas inferiores de violencia, acoso escolar, vandalismo, ansiedad, depresión, abuso de drogas, suicidio, absentismo y abandono escolar.

La “conexión” de la que estamos hablando no es un dato ambiguo, sino el vínculo emocional entre los alumnos y el resto de las personas que se mueven en el ámbito escolar, desde los demás niños hasta los maestros y el personal. Un modo muy poderoso de alentar este vínculo consiste simplemente en establecer el tipo de relación entre alumno y adulto que brinda a los alumnos el fundamento seguro que Maeva necesitaba para seguir adelante.

Veamos ahora lo que todo esto puede significar para los alumnos cuyo rendimiento se halla en el 10 por ciento inferior que, como Maeva, corren el riesgo de fracasar. En una investigación realizada con una muestra representativa de novecientos diez alumnos de primer grado de todo nuestro país, observadores entrenados evaluaron el efecto del estilo de enseñanza de los profesores y el aprendizaje de los niños que más peligro corrían de fracaso escolar. Los mejores resultados tienen lugar cuando los maestros:

Conectan con el niño y responden a sus necesidades, estados de ánimo, intereses y capacidades, lo que permite que guíen sus interacciones.

Establecen un clima positivo en el aula con conversaciones agradables y estimulantes y muchas risas.

Son amables con sus discípulos y mantienen una “consideración positiva” hacia ellos.

Gestionan adecuadamente el aula, conexpectativas y rutinas claras, pero lo suficientemente flexibles para que los alumnos no tengan problema alguno en seguirlas.

Los peores resultados, por el contrario, tienen lugar cuando el maestro asume una postura del tipo “yo-ello” e impone su propia agenda sobre sus alumnos sin conectar con ellos o permaneciendo emocionalmente distante y desconectado. Este tipo de maestro se enfada más a menudo y recurre a métodos más punitivos para restablecer el orden.

Los buenos alumnos siguen siéndolo independientemente del entorno. Pero, cuando el alumno que corre peligro de fracaso escolar tiene un maestro frío y controlador, su rendimiento académico empieza a vacilar, aun cuando aquél se atenga a las mejores directrices pedagógicas. La investigación también hapuesto de relieve que los maestros amables y sensibles promueven el aprendizaje de los alumnos más problemáticos.

Pero la influencia de los maestros emocionalmente conectados no concluye en el primer grado. Así, por ejemplo, cuando los alumnos de sexto grado tienen un maestro de ese tipo, sus calificaciones no sólo son mejores ese año, sino también al año siguiente. Los buenos maestros son como los buenos padres porque, al proporcionar un fundamento seguro, establecen un entorno que posibilita el mejor funcionamiento del cerebro de sus alumnos. Ese fundamento constituye un refugio seguro, una zona protegida desde la que el alumno puede aventurarse a explorar y conseguir dominar algo nuevo.

La interiorización de ese fundamento seguro tiene lugar cuando el alumno aprende a gestionar más adecuadamente su ansiedad y a centrar mejor su atención, lo que alienta su capacidad para adentrarse en su zona óptima de aprendizaje. En la actualidad, ya existen cientos de programas de “aprendizaje emocional y social” que se ocupan de esto. Los mejores de ellos se adaptan perfectamente al programa escolar para niños de cualquier edad, inculcándole habilidades como la conciencia de uno mismo, la gestión de las emociones negativas, la empatía y la adecuada gestión de las relaciones. Un metaanálisis definitivo de más de un centenar de estos programas ha demostrado que los alumnos no sólo acaban dominando habilidades como tranquilizarse y portarse bien, sino que también aprenden más, mejoran sus calificaciones y presentan puntuaciones en los tests de rendimiento académico que se hallan un doce por ciento por encima de aquellos estudiantes similares que no han seguido tales programas.

Estos programas funcionan mejor cuando el alumno siente que su maestro se interesa por ellos. Pero, independientemente de que una escuela ofrezca o no a sus alumnos estos programas, cuando los maestros crean un entorno empático y sensible, no sólo mejoran las calificaciones de sus discípulos, sino que también estimulan sus ganas de aprender. Es muy importante, en este sentido, que el alumno cuente con un adulto que le apoye. Cada Maeva, en suma, necesita una Pamela.

CAPÍTULO 20

EL CORRECCIONAL CONECTADO

Veamos ahora la lista con la que Martin, de tan sólo quince años, enumera las cicatrices que la vida ha dejado en su cuerpo.

A los once años se rompió las piernas y a los doce volvió a rompérselas. Sus manos están llenas de las cicatrices causadas por las peleas y las “manchas” que han dejado en ellas las drogas, los robos y las “relaciones sexuales impropias”. En un brazo tiene la huella de una quemadura que se hizo fumando marihuana y en el otro la cicatriz de un cuchillazo.

Desde los once años sufre de insomnio a causa de los traumas emocionales provocados por el maltrato, los abusos sexuales a los que, desde los siete años, se vio sometido (a manos de su propio padre) y las lesiones cerebrales que le quedaron como secuela de un intento de suicidio a los once.

Cuando sólo tenía ocho años —según dice— “frió” su cerebro a base de “pastillas, anfetaminas, marihuana, alcohol, hongos y opio”.

Esta letanía de horrores es común a muchos adolescentes recluidos en correccionales, que han acabado convirtiéndose en el único modo de atajar una vida conflictiva en la que el maltrato infantil se entremezcla con el abuso de substancias y la predación social.

Países con sistemas sociales más humanitarios que el nuestro no castigan a esos adolescentes, sino que les proporcionan “tratamiento”. pero en los Estados Unidos se les trata del peor modo posible, encerrándoles en un correccional, que no es sino una especie de prisión. Y es que los correccionales no sólo son el entorno más adecuado para abandonar el crimen sino, en la mayoría de los casos, la mejor garantía de reincidencia.

Pero Martin puede considerarse muy afortunado, porque vive en Missouri, un estado que, desde hace tiempo, no se preocupa tanto por castigar a los delincuentes juveniles como por brindarles un tratamiento más adecuado. Años atrás, un tribunal federal calificó a su principal institución correccional como “una cárcel militar” y la sancionó por desterrar a los internos revoltosos a una oscura celda de castigo conocida como “el agujero”. «No eran pocos — confesaba el anterior alcaide— los niños que tenían los ojos amoratados, la nariz rota y el rostro lleno de cardenales. Tampoco era infrecuente que los carceleros —muchos de ellos auténticos sádicos— tumbasen al suelo a los niños de un puñetazo y les patearan la entrepierna.»

Me parece lamentable que haya tantos correccionales a los que pueda seguir aplicándose esta descripción. Pero, desde de que el estado de Missouri decidiera dar un paso hacia adelante y cambiar de estrategia, Martin dispone de una ventana abierta a la esperanza. Hoy en día, vive en un casa que forma parte de una red compuesta por viejas escuelas, antiguos caserones y algún que otro convento abandonado que fue fundada en 1983 para alojar a adolescentes problemáticos.

Cada una de esos hogares alberga unas tres docenas de adolescentes a cargo unos pocos adultos. De este modo, no son engranajes anónimos de una gran institución, sino que se conocen por su nombre y viven en una “familia” en la que tienen la posibilidad de establecer una relación personal con los adultos que los cuidan.

No hay celdas ni barrotes, sino tan sólo alguna que otra puerta cerrada y un pequeño equipo de vídeo que se encarga de la seguridad. El clima emocional del lugar se asemeja más al de una casa que al de una cárcel. Los adolescentes se agrupan en equipos de unas diez personas y los responsables se ocupan de que nadie se salte las reglas. De este modo, los distintos equipos comen, duermen, estudian y se duchan juntos bajo la supervisión de un par de cuidadores.

Tampoco hay esposas ni celdas de castigo y, si alguno de los internos crea problemas, todo el mundo sabe sujetarle para garantizar la seguridad de los demás, cogiéndole de brazos y piernas y derribándole al suelo, donde le mantienen hasta que se calma y recupera la compostura. Según el director del programa, las peleas son casi inexistentes y, en las contadas ocasiones en que se ha desencadenado un incidente, esa estrategia jamás ha provocado una lesión seria.

Los miembros de cada grupo se sientan en círculo una media docena de veces al día para comentar cómo se sienten. Cualquiera puede solicitar, en esas ocasiones, la presencia de una persona ajena al grupo para exponer un problema o elevar una queja, la mayor parte de las veces sobre cuestiones de seguridad y respeto. Así es como la atención puede ir desde las cuestiones académicas o de limpieza hasta las corrientes emocionales subterráneas que, en el caso de ser ignoradas, acaban provocando un estallido. Cada tarde se reúnen para llevar a cabo actividades destinadas a alentar la camaradería, la cooperación, la empatía y la percepción exacta de los demás y desarrollar así la confianza y la comunicación interpersonal.

Todo eso acaba proporcionándoles un fundamento seguro y permitiendo el desarrollo de las habilidades sociales que tan desesperadamente necesitan. Este clima de confianza es esencial para que los adolescentes se abran a su turbulento pasado. En la medida en que expresan su historia de negligencia, violencia doméstica, maltrato físico y abuso sexual, van cobrando conciencia de las fechorías y delitos que acabaron provocando su reclusión.

Pero el tratamiento no concluye el día en que abandonan la institución. En lugar de verse arbitrariamente asignados a la tutela de un funcionario sobrecargado de trabajo —práctica habitual en la mayoría de los estados— los jóvenes de Missouri conocen a la persona que supervisará su caso desde el mismo instante en que cruzan la puerta del reformatorio. Es por ello que, cuando son liberados, ya tienen una relación con la persona encargada de encauzar su proceso de reinserción.

El cuidado posterior es uno de los factores clave de la fórmula empleada en Missouri. Cada uno de los adolescentes excarcelados se reúne a menudo con su coordinador y, más frecuentemente, con un supervisor, habitualmente de su misma ciudad o un estudiante de la universidad local, que se encarga de controlar su progreso y le ayuda a encontrar trabajo.

¿Cuáles son los beneficios de este tipo de tratamiento? Son muy pocos los estudios de seguimiento de los adolescentes que han salido de un correccional, pero cierta investigación realizada en 1999 puso de relieve que la tasa de reincidencia del programa de Missouri era, al cabo de los tres años de haberlo abandonado, de un 8 por ciento, una cantidad ínfima si la comparamos con el 30 por ciento de reincidencia de los que habían pasado por Maryland, por ejemplo. Otro estudio que comparó los que volvían a un tribunal de menores, a la prisión o que perdían la libertad condicional durante el año posterior a la excarcelación descubrió que la de Missouri era tan sólo del 9 por ciento, muy inferior, por cierto, a la del 28 por ciento de Florida.

Tampoco hay que olvidar, por último, el coste humano que supone encerrar a los jóvenes en lugares tan espantosos. En los últimos cuatro años, ciento diez adolescentes se suicidaron en los reformatorios de nuestro país mientras que, en los veinte años que lleva en marcha el programa de Missouri, no ha habido un solo intento de suicidio.

El modelo del Kalamazoo

La pequeña ciudad de Kalamazoo (Michigan) estaba muy agitada y todo el mundo parecía tener algo que decir sobre la decisión de incrementar hasta ciento cuarenta millones de dólares el presupuesto destinado a la nueva prisión. Porque, si bien todos coincidían en que la vieja estaba ya atestada y en que sus condiciones eran infrahumanas, no acababan de ponerse de acuerdo en lo que debían hacer.

Algunos consideraban necesario ampliar el viejo recinto reformando las alambradas, las celdas y los cerrojos mientras que, según otros, el objetivo prioritario de la comunidad consistía en evitar la delincuencia y, en caso de no lograrlo, impedir que volviera a repetirse.

Es por ello que todos los implicados —líderes religiosos, abogados de los reclusos, el jefe de la policía, los jueces, los directores de las escuelas locales, los trabajadores de la salud mental, los liberales demócratas y los conservadores republicanos— aceptaron de buen grado la sugerencia de uno de los jueces de la localidad para tratar de esas cuestiones durante un día de retiro en el cercano Fetzer Institute.

En ese encuentro se puso de manifiesto un movimiento que está recorriendo nuestro país, en la medida en que los ciudadanos preocupados van asumiendo el fracaso del régimen penitenciario para protegerles de los delincuentes, que no hacen más que repetir lo único que saben hacer, cometer crímenes. Es por ello que todo el mundo parece estar cuestionando hoy en día el significado mismo del término “correccional”.

Una de las filosofías dominantes en los círculos penitenciarios es la idea de que los presos deben ser castigados por haber transgredido los límites de lo permitido. A decir verdad, los prisioneros se ven condenados a diferentes tipos de castigo en función del crimen cometido pero, para muchos, la prisión es un entorno infernal en el que los internos se ven obligados a luchar con uñas y dientes y en el que sólo sobreviven los más duros. De este modo, la cárcel se convierte en una jungla sometida al dominio de las reglas impuestas por los más poderosos, el paraíso del psicópata en el que reina la crueldad.

¿Pero se les ocurren peores lecciones neuronales que las que aprendemos en un universo dominado por la relación “yo-ello”? Para sobrevivir en ese entorno se requiere de una amígdala tendente a la hipervigilancia paranoica y de una desconfianza y una distancia emocional que nos proteja y nos mantenga siempre dispuestos a emprender una pelea. Difícilmente podríamos crear un entorno más adecuado para alentar los instintos criminales.

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