Son varios los rasgos que aumentan la probabilidad del estallido de la violencia como, por ejemplo, cuando el grupo agredido no puede hablar y defenderse y cuando los países vecinos —que podrían manifestar su condena— no dicen ni hacen nada para impedirlo. «Cuando los espectadores contemplan pasivamente la violencia, los agresores interpretan ese silencio como una aprobación —señala Staub—. Y una vez que la violencia se desata, las víctimas quedan excluidas del área moral. Entonces ya no hay nada que pueda detenerles.»
Éstas —y los antídotos del odio como expresar abiertamente la oposición— son las nociones que Staub ha enseñado, en colaboración con la psicóloga Laurie Anne Pearlman, a grupos de políticos, periodistas y líderes comunitarios ruandeses. «Les pedimos que apliquen estas comprensiones a su propia experiencia y debo decir que los efectos son muy poderosos. De este modo, promovemos la curación de la comunidad y desarrollamos las herramientas que puedan contribuir a resistir las fuerzas de la violencia.»
Su investigación demuestra que los hutus y los tutsis que ha pasado por ese entrenamiento se sienten menos traumatizados por lo que les sucedió y aceptan más al otro grupo. Pero, para superar la división existente entre “nosotros” y “ellos”, se requiere algo más que amistad y una fuerte conexión emocional. No basta con el perdón, según Staub, cuando los grupos enfrentados siguen viviendo juntos y los agresores no reconocen lo que han hecho ni muestran arrepentimiento ni empatía por los supervivientes. Es como si, cuando el perdón es unilateral, el desequilibrio se amplificase.
Staub distingue el perdón de la reconciliación, que consiste en la revisión honesta de la opresión y en llevar a cabo el esfuerzo de corregir las cosas, como el realizado por la Truth and Reconciliation Comission de Sudáfrica después del final del apartheid. En el caso de Ruanda, la reconciliación supone el reconocimiento de los agresores de lo que hicieron y que los miembros de ambos bandos puedan verse de un modo más realista. Así es como se abre la puerta a la convivencia.
«Los tutsis le dirán —señala Staub— que algunos hutus trataron de salvarles la vida y que, por el bien de sus hijos, están dispuestos a colaborar con ellos. “Si ellos se disculpan, nosotros podemos perdonarles”».
LO QUE REALMENTE IMPORTA
En cierta ocasión conocí a un hombre que había sido invitado a un crucero de una semana en yate por las islas griegas. Pero no se trataba, según me dijo, de un yate cualquiera, sino de un auténtico “superyate” que —como yo mismo pude corroborar en un grueso volumen profusamente ilustrado que se hallaba expuesto sobre una mesa cercana— figuró durante mucho tiempo en un libro que dedicaba un par de páginas a los pormenores de cada uno de esos lujosos barcos.
La decena aproximada de invitados estaba emocionada por la magnitud, comodidad e impecable factura del yate ... hasta el día en que junto a ellos ancló otro todavía mayor. Entonces consultaron el libro y descubrieron que su nuevo vecino náutico pertenecía a un príncipe saudita y destacaba entre los cinco yates de recreo más grandes del mundo. Pero lo más sorprendente de todo era que ese yate iba escoltado de otro —tan grande como el suyo— encargado del abastecimiento de cuya proa salía un enorme trampolín que colgaba sobre el océano.
¿Cabe pensar en la existencia de algo así como una “envidia de yate’? Eso es, al menos, lo que opina Daniel Kahneman, psicólogo de la Princeton University, según el cual, ese caso extremo de la envidia es un ejemplo de lo que él denomina “la rueda del molino hedónica”. Kahneman, que recibió un premio Nobel en economía, utiliza la imagen de la rueda de molino para explicar la escasa correlación que existe entre la satisfacción con la vida y las circunstancias vitales (como la riqueza, por ejemplo).
Según Kahneman, las personas más ricas no son las más felices porque, cuanto más dinero tenemos, más elevadas son nuestras expectativas, lo que nos lleva a aspirar a placeres más y más caros. Así pues, esa rueda de molino jamás se detiene, ni aun en el caso de las personas más ricas de la tierra. Como dice el mismo Kahneman: «Es cierto que los ricos pueden experimentar más placeres que los pobres, pero no lo es menos que, para quedar igualmente satisfechos, requieren también de más placer».
Pero la investigación realizada por Kahneman también sugiere una posible vía de escape de la rueda de molino hedónica, el establecimiento de relaciones más gratificantes. Una investigación realizada por Kahneman y su equipo en la que pidieron a más de mil mujeres de nuestro país que evaluasen todas las actividades que realizaban determinado día (lo que hacían, con quién estaban y cómo se sentían) puso de relieve que la felicidad no depende tanto del nivel de ingresos, de las presiones laborales ni del estado civil, como de las personas con las que se relacionaban.
No debería sorprendernos que las dos actividades que la investigación reveló más placenteras fuesen hacer el amor y relacionarse con los demás. Menos agradables demostraron ser el trabajo y los viajes. Quizá lo más sorprendente resultó ser el orden de factores determinantes de la felicidad que, de mayor a menor, fueron los siguientes:
De hecho, Kahneman nos invita a reconsiderar nuestras relaciones y el placer que nos proporcionan y a “aprovechar” (en la medida en que nos lo permitan nuestra agenda y nuestro dinero) el tiempo de un modo más gratificante. Más allá de esas soluciones logísticas evidentes todos tenemos, sin embargo, la posibilidad de recrear nuestras relaciones y tornarlas más enriquecedoras.
Gran parte de lo que hace que nuestra vida merezca la pena se deriva de de nuestras sensaciones de plenitud y felicidad. Y la calidad de nuestras relaciones es una de las fuentes principales de esos sentimientos. Tampoco debemos olvidar que muchos de nuestros estados de ánimo son fruto del contagio emocional, es decir, de las relaciones que mantenemos con los demás. En cierto sentido, las relaciones resonantes son como vitaminas emocionales que nos alimentan y nos ayudan a superar los momentos más difíciles.
Todo el mundo está de acuerdo en que las relaciones constituyen el signo universalmente más representativo de una buena vida. Aunque los pormenores concretos varíen de una cultura a otra, todos coinciden en que las relaciones afectuosas constituyen el rasgo distintivo de “la existencia humana óptima”.
Como ya hemos visto en el Capítulo 15, el investigador conyugal John Gottman descubrió que la proporción aproximada de interacciones positivas y negativas en los matrimonios estables y felices es de cinco a una. Quizá esta ratio sea una especie de proporción áurea que afecte a cualquier relación. Siempre podemos, al menos teóricamente, llevar a cabo un inventario y ponderar la importancia “nutricia” de cada una de nuestras relaciones.
Una proporción de cinco interacciones negativas por cada interacción positiva pondría, en este sentido, de relieve una necesidad urgente.
Tengamos en cuenta que una ratio negativa no necesariamente significa que, por el hecho de estar atravesando un momento (o una temporada) difícil, debamos poner fin a esa relación. La solución no consiste en alejarnos de esa persona, sino en hacer lo que esté en nuestra mano para modificar la situación. Son muchas las soluciones que para ello proponen los expertos. Las hay que sólo funcionan si los demás también están dispuestos a intentarlo pero, en caso contrario, siempre podemos aumentar nuestra resiliencia e inteligencia social y modificar, de ese modo, nuestra participación en ese tango social.
Obviamente, también debemos ponderar el modo en que nosotros influimos en la vida de quienes nos rodean, lo que significa revisar el modo en que cumplimos con nuestras responsabilidades como esposos, parientes, amigos y miembros respetuosos de la comunidad.
El enfoque “yo-tú” permite que la empatía acabe conduciendo a su siguiente paso natural, la acción comprometida. Entonces es cuando el cerebro social opera como un sistema integrado que nos orienta hacia el altruismo, las buenas obras y los actos compasivos. Y, dadas las crudas realidades sociales y económicas de nuestro tiempo, la cuidadosa sensibilidad de la inteligencia social tiene sus propios beneficios.
La ingeniería social
Martin Buber creía que la preponderancia cada vez mayor de las relaciones “yo-ello” característica de las sociedades modernas amenaza el bienestar del ser humano. Él fue quien nos advirtió contra la “cosificación “de las personas, es decir, la despersonalización de las relaciones que corroe la calidad de nuestra vida y hasta el mismo espíritu del ser humano.
Una voz profética que se anticipó a la de Buber fue la de George Herbert Mead, filósofo americano de comienzos del siglo XX y creador de la idea del “yo social”, es decir, la sensación de identidad cuando nos contemplamos en el espejo de las relaciones. Según Mead, la meta del progreso social consiste en “una inteligencia social perfeccionada” con un mayor rapport y una mayor comprensión mutua.
Quizás estos ideales utópicos de la comunidad humana puedan parecer ajenos a las tragedias y fricciones que asolan al siglo XXI. La sensibilidad científica, en general —y no sólo dentro del ámbito de la psicología—, no se encuentra cómoda en la dimensión moral y son muchos los científicos que la relegan al campo de las humanidades, la filosofía o la teología. Pero la exquisita sensibilidad del cerebro social no sólo nos obliga a admitir que nuestras emociones y hasta nuestra misma biología dependen, para bien o para mal, de los demás y que, por ello mismo, debemos asumir la responsabilidad que nos compete por el modo en que influimos en los demás.
Buber nos advierte en contra cualquier visión que se muestre indiferente ante el sufrimiento de los demás, sólo emplea las habilidades sociales para fines exclusivamente egoístas y recomienda, en su lugar, una postura que tenga en cuenta la empatía y el respeto, una visión que asume la responsabilidad de los demás y de uno mismo.
Esa dicotomía tiene implicaciones para la misma neurociencia social. Como siempre, las comprensiones proporcionadas por la ciencia pueden ser bien o mal utilizadas. No resulta difícil imaginar el uso orwelliano de las conclusiones de las investigaciones realizadas con el RMNf por la neurociencia social en los ámbitos, pongamos por caso, de la publicidad y de la propaganda, para amplificar el impacto emocional de un determinado mensaje. De este modo, sin embargo, la ciencia acaba convirtiéndose en un mero vehículo para difundir el mensaje de la explotación.
Esto no es nada nuevo, porque las consecuencias imprevistas de los nuevos descubrimientos son el correlato inevitable del progreso tecnológico. Cada nueva generación tecnológica inunda el mercado antes de que conozcamos bien todos sus efectos, lo que convierte a toda innovación en un experimento social.
Por otra parte, los neurocientíficos sociales ya están planificando aplicaciones mucho más útiles. Una de ellos se centra en el uso de un logaritmo de la empatía —la conexión fisiológica que tiene lugar durante los momentos de rapport— para enseñar a los psicoterapeutas y a los médicos a establecer un mejor contacto con sus pacientes. Otra emplearía un ingenioso dispositivo inalámbrico que el paciente puede llevar consigo las veinticuatro horas del día y que monitoriza sus funciones fisiológicas, enviando automáticamente una señal cada vez que advierte, por ejemplo, que el sujeto está entrando en un episodio depresivo, una especie de psiquiatra virtual accesible las veinticuatro horas del día.
Las nuevas comprensiones proporcionadas por el cerebro social y el efecto que provocan las relaciones sociales en nuestra biología nos ayudan también a reorganizar más adecuadamente las instituciones sociales. Convendría reconsiderar pues, dada la importancia que tienen las relaciones sanas, el modo en que habitualmente tratamos a los enfermos, los ancianos y los presos.
En el caso de los enfermos crónicos o de los moribundos, por ejemplo, podríamos buscar también apoyo para las personas pertenecientes al círculo familiar y social del paciente que asumen el papel de acompañantes durante las interminables horas del día y de la noche. En el caso de los ancianos, que actualmente se ven relegados a residencias inhóspitas y aisladas, podríamos crear albergues en los que conviviesen personas de todas las edades, remedando así el mismo tipo de familia extendida que, durante la mayor parte de la humanidad, cobijó a los ancianos. Y como ya hemos visto, también podemos reorganizar el sistema penitenciario para que los presos sigan en contacto con vínculos humanos más beneficiosos.
También convendría reconsiderar el personal que trabaja en todas esas instituciones, desde las escuelas hasta los hospitales y las prisiones, sectores vulnerables, todos ellos, a una visión errónea que valora los objetivos sociales en función de intereses estrictamente económicos. Ésta es una mentalidad que, en última instancia, ignora las relaciones emocionales que movilizan nuestras mejores capacidades.
Los líderes deben reconocer su impacto en el clima emocional que impregna los pasillos de sus organizaciones y determina —independientemente de que lo valoremos en función de las puntuaciones de un test, la consecución de determinados objetivos o la conservación de las enfermeras más competentes— el logro de las metas colectivas.
Por todo ello necesitamos, como propuso Edward Thorndike en 1920, promover la sabiduría social, es decir, las competencias que alientan el crecimiento y desarrollo de las personas con las que nos relacionamos.
La felicidad nacional bruta
El pequeño reino himalayo de Bután, por ejemplo, se toma muy en serio la “felicidad nacional bruta” de su país, a la que considera tan importante como el producto nacional bruto, el indicador habitualmente usado para determinar el desarrollo económico. Según el rey de Bután, la política pública no debería centrarse exclusivamente en la economía, sino que también debería tener en cuenta la sensación de bienestar. A decir verdad, los pilares de la felicidad nacional de Bután se asientan en la seguridad económica, la conservación del medio ambiente, la salud, la democracia y una educación respetuosa con la cultura local, de modo que el desarrollo económico no es más que uno de los múltiples factores que componen la ecuación.