El maquiavélico: Mi fin justifica los medios
El gerente de un gran departamento de un gigante industrial europeo poseía una reputación un tanto ambigua ya que, mientras que sus subordinados le temían y odiaban, su jefe le encontraba realmente encantador. Socialmente muy brillante, hacía todo lo que estuviese en su mano para impresionar no sólo a su jefe, sino también a todos los clientes. Pero, en cuanto volvía a recluirse en su despacho, no tardaba en convertirse en el tirano mezquino de siempre, gritando sin empacho a quienes hacían las cosas mal y sin alentar tampoco a los que sobresalían.
Un asesor independiente contratado por la empresa para valorar la actuación de sus directivos detectó de inmediato lo desmoralizados que estaban los empleados de ese departamento. No hicieron falta muchas entrevistas para que detectara el egocentrismo de ese directivo, que no mostraba el menor interés por la empresa ni por las personas cuyo esfuerzo le hacían acreedor de las alabanzas de su jefe.
El asesor recomendó entonces su sustitución, cosa que el director general acabó admitiendo a regañadientes, pero nuestro hombre no tuvo el menor problema en deslumbrar a su nuevo jefe y encontrar otro trabajo similar.
Todos reconocemos de inmediato a este ejecutivo manipulador, porque impregna la cultura popular y lo hemos visto en incontables ocasiones en los ámbitos del cine, el teatro y la televisión. Es el estereotipo del bellaco, el malvado insensible y refinado que no tiene empacho alguno en aprovecharse de los demás.
Se trata de un personaje tan viejo que ya vemos en forma del demonio Ravana en la epopeya india del Ramayana y tan contemporáneo como el emperador del mal de la saga de La guerra de las galaxias. Aparece en innumerables ocasiones y bajo los ropajes más diversos como el científico loco que aspira a dominar el mundo o el jefe encantador y desalmado de una banda de criminales al que todos odian por su maldad y su falta de escrúpulos.
Cuando Nicolás Maquiavelo escribió El príncipe, el manual del siglo XVI en el que describe las estrategias necesarias para alcanzar y conservar el poder político sin importar, para ello, los medios utilizados, dio por sentado que el gobernante ambicioso sólo piensa en sus propios intereses, sin mostrar la menor preocupación por sus subordinados ni por las personas que debe aplastar para alcanzar sus objetivos. Para el maquiavélico, el fin justifica los medios, independientemente del sufrimiento que ello pueda provocar. Ésta fue la ética que floreció durante los siglos posteriores entre los seguidores de Maquiavelo en los invernaderos de las cortes reales europeas (y que todavía sigue floreciendo en muchos círculos políticos y empresariales del mundo contemporáneos).
Maquiavelo no creía en el altruismo y consideraba que el egoísmo es la única fuerza impulsora de la naturaleza humana. En realidad, sin embargo, es muy probable que el político maquiavélico no considere egoístas ni malvados sus fines, porque siempre puede encontrar una justificación racional convincente. No es de extrañar, por tanto, que los gobernantes totalitarios sigan justificando su tiranía en la necesidad de proteger al Estado de algún adversario siniestro, aunque sólo se trate de un enemigo imaginario.
La psicología ha tomado el adjetivo “maquiavélico” para aplicarlo a aquellas personas cuya visión del mundo refleja esta actitud cínica según la cual “todo vale”. De hecho, las escalas de maquiavelismo más empleadas suelen basarse en afirmaciones extraídas del libro de Maquiavelo, como la que sostiene que “La diferencia que existe entre los criminales y los demás es que aquéllos son lo suficientemente estúpidos como para dejarse atrapar” y aquella otra según la cual “La mayoría de la gente olvida más rápido la muerte de sus padres que la pérdida de sus propiedades”.
Este tipo de inventarios psicológicos no establece ningún tipo de juicios morales, hasta el punto de que los talentos que exhibe el maquiavélico —entre los que se cuentan el encanto, la astucia y la confianza— pueden ser considerados como deseables en contextos muy diversos, que van desde las ventas hasta la diplomacia y la política. Por otra parte, el maquiavélico tiende a ser cínicamente calculador y arrogante y suele comportarse de un modo que socava la confianza y la cooperación de sus semejantes.
Los maquiavélicos son muy calculadores y fríos y no tienen el menor interés en establecer conexiones emocionales y, al igual que sucede con los narcisistas, consideran a los demás en términos estrictamente utilitarios como simples medios que pueden ser manipulados para el logro de sus propios objetivos. Uno de ellos por ejemplo confió, en cierta ocasión, a un consejero que acababa de “despedir” a su novia, poniendo así de manifiesto una visión del mundo según la cual los demás, independientemente del papel que desempeñen son, para ellos, piezas intercambiables.
Son muchos los rasgos que el maquiavélico comparte con las otras dos ramas de la tríada oscura, como la antipatía y el egoísmo. Pero, a diferencia de lo que sucede con los casos del narcisista y del psicópata, el maquiavélico es realista consigo mismo y con los demás, sin inflar nunca las cosas ni empeñarse tampoco en impresionar a nadie. Pareciera, en este sentido, que el maquiavélico prefiere ver las cosas con claridad porque, de ese modo, puede manipular mejor a los demás.
Según algunos teóricos de la evolución, la inteligencia humana apareció en la prehistoria como una forma de operar que se encuentra al servicio de la supervivencia. Desde esa perspectiva, el éxito podía depender de la habilidad para conseguir la mejor parte sin que el grupo le echase a patadas, una estrategia que hoy puede seguir proporcionando algún que otro éxito personal a directivos maquiavélicos como el gerente del tipo “beso hacia arriba patada hacia abajo” que hemos mencionado anteriormente. A largo plazo, sin embargo, las estrategias desplegadas por el maquiavélico suelen envenenar sus relaciones y creando una mala reputación que acaba conduciéndole al fracaso. No es de extrañar, por tanto, que su biografía esté inevitablemente salpicada de antiguos amigos, antiguos amantes y antiguos socios que alberguen hacia él un amargo resentimiento. Pero una sociedad tan móvil como la nuestra ofrece al maquiavélico un nicho ecológico idóneo en el que no tiene dificultades para desplazarse a nuevos territorios lo suficientemente alejados como para no verse atrapados por sus fechorías.
Los maquiavélicos suelen tener una visión excesivamente unidireccional de la empatía, focalizándose en las emociones de la persona a la que quieren manipular para alcanzar sus propios fines. Además, también suelen poseer una menor sintonía empática que los demás y su frialdad parece derivarse de una carencia esencial en el procesamiento de las emociones, tanto propias como ajenas. La suya es una visión estrictamente racional y probabilística del mundo que no sólo se halla despojada de emociones, sino también del sentido ético que naturalmente impregna las relaciones interpersonales. De ahí, precisamente, se deriva su tendencia a la maldad.
Al carecer de la capacidad de sentir con los demás, los maquiavélicos no pueden sentir por ellos y, como sucedía con el asesino en serie con el que ilustrábamos el comienzo de este capítulo, tienen necesidad de mantener desconectada una parte de sí mismos. Para ellos, las emociones son tan desconcertantes que, en los momentos de ansiedad, tal vez no sepan si, como dijo un experto, se sienten «tristes, cansados, hambrientos o simplemente mal». Quizás sea por ello que el maquiavélico trata de compensar la aridez de su mundo emocional con exageradas necesidades primordiales de sexo, dinero o poder ya que sus dificultades se derivan de la imposibilidad de satisfacer todos esos impulsos con un equipamiento interpersonal que carece de un rango crucial del radar emocional.
A pesar de todo ello, sin embargo, suelen mostrar una gran capacidad para sentir lo que alguien puede estar pensando a la que se aferran para encontrar su lugar en el mundo. En este sentido, los maquiavélicos son grandes estudiosos del mundo interpersonal al que sólo pueden acceder de manera superficial, porque su sagaz cognición social les permite detectar matices e imaginar el modo en que las personas podrían reaccionar ante determinadas situaciones. Estas capacidades son, precisamente, las que posibilitan su legendaria superficialidad social.
Como ya hemos visto, algunas de las definiciones actuales de la “inteligencia social” se basan fundamentalmente en este tipo de sabiduría social y podrían dar una elevada puntuación a los maquiavélicos. Pero, aunque su cabeza sepa lo que hay que hacer, su corazón sigue sin tener la menor idea. Hay quienes consideran esta combinación de fortaleza y debilidad como una deficiencia que el maquiavélico trata de compensar mediante la astucia egoísta. Pero, desde esa perspectiva, su capacidad manipuladora trata de compensar su ceguera a todo el amplio rango de las emociones, una forma lamentable de adaptación que acaba envenenando sus relaciones.
El psicópata: El otro como objeto
El tema de la sesión de terapia de cierto hospital acabó derivando un buen día hacia la comida que servían en la cafetería. Unos alabaron entonces los postres, otros se refirieron a lo mucho que engordaba y uno afirmó su expectativa de que no volvieran a cocinar lo mismo de siempre.
Pero la cabeza de Peter iba en una dirección completamente diferente, porque sus pensamientos giraban en torno al dinero que habría en la caja registradora, cuánta gente se interpondría en el camino que separaba la caja de la puerta de salida y cuánto tiempo tardaría en encontrar una chica con la que pasar un buen rato.
Peter estaba en el hospital a causa de una orden judicial expedida por haber violado la libertad condicional. Desde su adolescencia, Peter había abusado del alcohol y de las drogas y se había mostrado agresivo con mucha frecuencia. Actualmente sufría condena por haber realizado llamadas telefónicas amenazadoras y, en ocasiones anteriores, había estado en la cárcel por lesiones y daño a la propiedad. También admitía libremente haber robado a su familia y a sus amigos.
El diagnóstico de Peter era el de psicopatía, es decir, “trastorno de personalidad antisocial”, el nombre con el que el manual de diagnóstico psiquiátrico denomina hoy en día a un desorden que también se conoce como “sociopatía”. Pero, independientemente del modo en que lo llamemos, el trastorno se asienta en el engaño y la desconsideración, una falta de responsabilidad que no genera el menor remordimiento —sino tan sólo indiferencia— hacia el sufrimiento emocional que su conducta pueda provocar en los demás.
Peter, por ejemplo, no entendía que su conducta pudiera resultar lesiva para los demás. Cuando, durante los encuentros que tenía con su familia, su madre le hablaba del sufrimiento que les causaba, Peter siempre se sorprendía, se ponía a la defensiva y acababa asumiendo el papel de “víctima”. Era incapaz de admitir que había utilizado a su familia y a sus amigos para sus propios fines y permanecía, en consecuencia, indiferente al dolor que les causaba.
Para los psicópatas, los demás son siempre un “ello” que pueden usar y tirar a voluntad. Esto puede resultar un tanto familiar, porque hay quienes consideran que la tríada oscura se refiere realmente a diferentes puntos del mismo continuo que va desde el narcisismo sano hasta la psicopatía. En realidad, el psicópata y el maquiavélico parecen tan similares que hay quienes consideran que ésta es la versión subclínica de aquélla (razón, dicho sea de paso, por la cual no acaba en la cárcel). El test fundamental de la psicopatía incluye la evaluación del “egocentrismo maquiavélico”. que se pone de manifiesto en su aquiescencia con afirmaciones del tipo “Siempre velo por mis intereses antes de preocuparme por los intereses ajenos”.
A diferencia, sin embargo, de los maquiavélicos y de los narcisistas, los psicópatas casi nunca experimentan ansiedad. De hecho, parecen ignorar lo que es el miedo y están en la desacuerdo con afirmaciones del tipo “Saltar en paracaídas me da mucho miedo”. También parecen inmunes y pueden permanecer tranquilos en situaciones que aterrorizarían a muchas personas. Esta peculiar ausencia de miedo de los psicópatas es un rasgo que se ha puesto reiteradamente de manifiesto en un determinado experimento en el que los sujetos esperaban recibir una descarga eléctrica. Lo más habitual es que, quienes esperan recibir una descarga, muestren una elevada tasa de indicadores individuales de la ansiedad, como el aumento de la sudoración y del ritmo cardíaco, cosa que no sucede en el caso de los psicópatas.
Esta frialdad indica que el psicópata puede ser más peligroso que el maquiavélico o el narcisista. Al no experimentar ningún tipo de miedo anticipatorio, el psicópata puede permanece completamente sereno en las situaciones emocionalmente más intensas, lo que le torna proclive a soslayar cualquier amenaza de castigo. Esta indiferencia a las consecuencias que lleva a los demás a obedecer la ley convierte a los psicópatas en los principales candidatos a prisión de los componentes de la tríada oscura.
Los psicópatas presentan una curiosa distorsión de la empatía que les impide reconocer el miedo o la tristeza en el rostro o en la voz de los demás. Cierto estudio de imagen cerebral realizado con un grupo de psicópatas criminales evidencia un déficit en varios circuitos asociados a la amígdala, en un módulo cerebral esencial para la lectura de este rango de emociones y en el área prefrontal que inhibe los impulsos.
El vínculo permite que las personas experimenten en sí mismas el malestar de los demás, cosa que no sucede en el caso de los psicópatas, porque sus circuitos neuronales le insensibilizan a la franja del espectro emocional asociada al sufrimiento. La crueldad del psicópata parece “insensibilidad” porque, al carecer de radar que les permita detectar el sufrimiento humano, es literalmente indiferente.
Como sucede con el caso de los maquiavélicos, los psicópatas suelen ser muy diestros en la cognición social y saben meterse en la piel de los demás para hacerse una idea de sus pensamientos y sentimientos y poder así “apretar los botones adecuados” La persuasión social constituye otro de sus rasgos distintivos, por lo que el test también incluye ítems tales como “Por más molestos que los demás estén conmigo, siempre acabo convenciéndoles con mi encanto”. Hay evidencia además de que algunos psicópatas criminales utilizan los libros de autoayuda para aprender a manipular mejor a los demás y conseguir así —mediante un enfoque tan rudimentario como el de “aprende a dibujar uniendo los puntos”— lo que quieren de ellos.