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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (55 page)

BOOK: Inteligencia Social
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«Aunque el estereotipo general siga presente, ahora no me molesta — especula Pettigrew—. Los prejuicios implícitos pueden permanecer pero, cuando cambian las emociones también lo hace, en consecuencia, la conducta».

La solución puzzle

Para protegerse de las fricciones intergrupales a las que habitualmente se ven sometidas, las alumnas portorriqueñas y dominicanas de un gran instituto de Manhattan se unieron en una banda.

De tanto en tanto, sin embargo, todavía surgen problemas ocasionales entre miembros de ambas facciones. Un buen día, por ejemplo, se desató una pelea entre dos chicas, cuando una portorriqueña insultó a una dominicana por mostrarse demasiado arrogante para ser una inmigrante tan reciente. A partir de ese momento, las dos se enemistaron y lo mismo sucedió con las lealtades del grupo.

Los alumnos de los institutos de los Estados Unidos se hallan inmersos en una mezcla étnica cada vez más diversa. En este nuevo microcosmo global, la forma estándar de la discriminación —que habitualmente es “nosotros” contra “ellos”— se ve reinventada de continuo. No es de extrañar, por ello, que las viejas categorías enfrentadas (blancos frente a negros) se vean reemplazadas por otras muchas más sutiles. En el instituto de Manhattan del que acabamos de hablar, por ejemplo, las divisiones no sólo tienen lugar entre negros y latinos, sino también entre asiáticos “ABC” [american born chinese, es decir, chinos nacidos en los Estados Unidos] y asiáticos “FOB” [fresh off the boat, es decir, recién llegados].

Y las perspectivas de la inmigración en los Estados Unidos durante las próximas décadas parecen indicar que esta mezcla multiestratificada, con su gran diversidad de grupos a los que adscribirse o de los que alejarse, seguirá enmarañando más todavía las versiones del “nosotros” y del “ellos”

Una lección muy importante de los costes de un clima socialmente tenso fue el espantoso tiroteo que arrasó el instituto de Columbine el 20 de abril de 1999, cuando dos chicos se vengaron de la “marginación “a que se habían visto sometidos matando, antes de suicidarse, a varios condiscípulos y a un maestro. Esa tragedia inspiró al psicólogo social Elliot Aronson a abordar el problema y concluir que hundía sus raíces en un clima escolar «competitivo, exclusivista y marginador».

«Los adolescentes que se hallan sumidos en ese entorno viven —según Aronson— atormentados por un clima general de insultos y rechazos que convierte en un auténtico suplicio la experiencia de ir a clase. Hay casos en que esa situación es mucho peor y los alumnos lo describen como un infierno vivo en el que se sienten inseguros, impopulares, insultados y objeto de las burlas de los demás».

Pero esta situación no afecta solamente a los Estados Unidos, porque países como Noruega y Japón están esforzándose también en resolver el problema del acoso escolar. El problema de la desconexión se halla presente dondequiera que haya alumnos que se vean rechazados y marginados.

Hay quienes interpretan este hecho como el simple efecto secundario de la norma social que eleva a algunos alumnos a la categoría de “estrellas” y simultáneamente margina a otros. Pero la investigación realizada con las personas a las que se soslaya o recuerda su pertenencia a un grupo “marginado”. muestra que el rechazo puede hundir al sujeto en la distracción, la preocupación, la ansiedad, el letargo y la sensación de que la vida carece de sentido. Gran parte de la angustia que experimentan los adolescentes se deriva de este mismo miedo a la exclusión.

Recordemos que el dolor provocado por el rechazo se registra en la misma región del cerebro social que reacciona al dolor físico real. El rechazo social de los estudiantes puede torpedear el rendimiento académico. El deterioro de la memoria operativa —una capacidad cognitiva esencial para la asimilación de nueva información— explica la considerable disminución del dominio de asignaturas tales como las matemáticas. Más allá, sin embargo, de los problemas de aprendizaje, los alumnos desconectados tienden a ser más agresivos y destructivos en clase, al tiempo que muestran una escasa asistencia y un mayor índice de abandono escolar.

El universo social de la escuela ocupa un lugar muy importante en la vida del adolescente, lo que supone tanto un riesgo (como muestran los datos sobre la alienación) como una oportunidad. No olvidemos que la escuela también proporciona al adolescente un laboratorio vivo en el que aprender a relacionarse.

Aronson aceptó el reto de ayudar a los estudiantes a establecer relaciones sanas. Para ello, se apoyó en un dato que, según la psicología social, sirve para pasar del “ellos” al “nosotros”. según el cual, los miembros de grupos hostiles que trabajan juntos en la consecución de un objetivo común acaban aceptándose.

Es por ello que Aronson aboga por lo que denomina la “clase puzzle”. es decir, una clase en la que los alumnos deben organizarse en equipo para llevar a cabo un trabajo del que posteriormente serán evaluados. Cada miembro del equipo posee así una pieza esencial del puzzle que les permitirá comprender del tema en cuestión. Si el objetivo, por ejemplo, consiste en el estudio de la segunda Guerra Mundial, los distintos integrantes del equipo deberán especializarse en una determinada tarea, para lo cual, acuden a un grupo que congrega a miembros de todos los equipos en donde aprende el tema que luego debe explicar a los miembros de su propio equipo.

La única posibilidad de llegar a dominar el tema propuesto consiste en escuchar atentamente lo que cada uno de ellos tiene que decir. Es por ello que, si el grupo interrumpe la intervención de uno de sus miembros con abucheos o desconecta porque no le gusta la persona que les transmite la información, todos corren el riesgo de suspender. De este modo, el aprendizaje se convierte en un laboratorio que alienta la escucha, el respeto y la cooperación.

La investigación realizada en este sentido ha demostrado que las personas que trabajan en “equipos puzzle “abandonan más rápidamente sus estereotipos negativos. Del mismo modo, los estudios realizados en escuelas multiculturales han puesto de relieve que, cuanto mayor es el número de contactos amistosos que mantienen alumnos pertenecientes a grupos separados, menores son también sus prejuicios.

Consideremos, por ejemplo, el caso de Carlos, un alumno de quinto grado que se vio obligado a abandonar su escuela, poblada de alumnos mexicoamericanos como él, para ir a otra ubicada en un barrio más próspero, en la que su extraño acento y su menor preparación le convirtieron en el blanco inmediato de las burlas de toda la clase.

Cuando llegó, sin embargo, la “clase puzzle”. los mismos compañeros que anteriormente le ridiculizaban necesitaron, para superar la prueba, de su pieza del acertijo. Y si bien es cierto que, al comienzo, siguieron burlándose de él pero, no tardaron en echarle una mano y animarle. Y, cuanto más le ayudaban, más relajado estaba y más claramente se explicaba. Poco a poco, su rendimiento mejoró y sus compañeros acabaron aceptándole.

Varios años más tarde, Aronson recibió una carta de Carlos, cuando estaba a punto de graduarse en una universidad. En esa carta, Carlos recordaba lo asustado que estaba, lo mucho que había odiado la escuela hasta el punto de creer que era un estúpido... y lo crueles y hostiles que habían sido sus compañeros. Después de la “clase puzzle”. sin embargo, las cosas empezaron a cambiar y sus antiguos verdugos acabaron convirtiéndose en sus amigos.

«Ahí empecé a disfrutar del estudio —escribió Carlos—. Ahora estoy a punto de matricularme en la facultad de derecho de Harvard.»

El perdón y el olvido

Era un frío día de diciembre y el reverendo James Parks Morton, antiguo deán de la Catedral Episcopaliana de Nueva York y actual director de The Interfaith Center, tenía malas noticias. Sus principales benefactores habían recortado la financiación y no podía seguir pagando el alquiler del centro, de modo que se hallaban, por así decirlo, a punto de convertirse en unos “sin techo”.

Poco antes de Navidad, sin embargo, recibieron la visita de un curioso salvador, el jeque Moussa Drammeh, un inmigrante senegalés que, habiéndose enterado del problema, les brindó la posibilidad de alojarse en un edificio en el que estaba a punto de poner en marcha una guardería.

El deán Morton vio, en esa oportunidad proporcionada por un musulmán para que pudieran reunirse, entre otros, budistas, hindúes, cristianos, judíos y musulmanes y trabajar en los problemas comunes, una parábola que ilustraba perfectamente la misión del grupo. O, dicho en palabras de Drammeh: «Cuanto más conocemos al otro y más dispuestos estamos a sentarnos, beber y reír con él, menos inclinados estaremos a verter su sangre».

¿Pero qué podemos hacer para curar las heridas cuando la sangre ya se ha derramado? Porque hay que decir que una de las principales consecuencias de la violencia intergrupal consiste en la metástasis de los prejuicios y de la animadversión.

Son muchas las razones, más allá del mantenimiento de relaciones personales armoniosas, para acelerar el proceso, una vez cesadas las hostilidades. Una de ellas es de índole biológica, porque el hecho de aferrarse al odio y al rencor tiene importantes consecuencias fisiológicas. La investigación realizada al respecto revela que el simple hecho de pensar en un grupo al que odiamos provoca la emergencia de una ira reprimida. En tal caso, el cuerpo se ve inundado de hormonas asociadas al estrés, al tiempo que aumenta la presión sanguínea y empeora la eficacia del sistema inmunitario. Y también parece que, cuanto más a menudo y con más intensidad se repite esta secuencia de ira muda, mayor es el riesgo de padecer consecuencias biológicas duraderas.

El perdón es un antídoto para esta situación. Y es que, cuando perdonamos a alguien con quien estábamos resentidos, se invierte esta reacción biológica, es decir, disminuye la presión sanguínea y la tasa de hormonas asociadas al estrés, se enlentece el ritmo cardíaco y disminuye también el sufrimiento y la depresión.

Aunque el perdón puede tener consecuencias sociales, como convertirnos en amigos de los antiguos enemigos, no necesariamente asume siempre esa forma. Especialmente en el caso de que las heridas no hayan cicatrizado todavía, el perdón no pasa por olvidar lo que ha ocurrido y reconciliarnos con el agresor, sino por descubrir el modo de liberarnos de las garras de la obsesión por el daño que nos hayan provocado.

Un equipo de psicólogos adiestró, durante una semana, a diecisiete hombres y mujeres de Irlanda del Norte, tanto católicos como protestantes, en la práctica del perdón, todos los cuales habían perdido un familiar a causa de la violencia sectaria. Durante esa semana, sin embargo, todos ellos tuvieron la oportunidad de exteriorizar su sufrimiento y aprender nuevos métodos para pensar en la tragedia, sin centrarse tanto en el daño como en honrar la memoria de sus seres queridos y, de ese modo, orientarse hacia un futuro más esperanzador. Fueron muchos los que ayudaron a otros a atravesar el mismo ritual del perdón. Finalmente, el grupo no sólo experimentó menos sufrimiento emocional, sino que también informó de una considerable disminución de los síntomas físicos del trauma como, por ejemplo, el insomnio y la falta de apetito.

Perdonar es algo muy importante, pero ello no implica que debamos olvidar. Para aprender de los errores cometidos es necesario recordarlos. La humanidad debe recordar los actos de opresión y brutalidad como cuentos morales, como un recordatorio para el futuro. Como dice el rabino Lawrence Kushner con respecto al Holocausto: «Quiero recordar su horror para asegurarme de que nadie se vea obligado a pasar jamás por algo parecido».

La mejor respuesta que pueden dar quienes han aprendido la lección más terrible de «lo que significa verse sacrificado por el poder de un estado tecnocrático que ha enloquecido» consiste, según Kushner, en ayudar a quienes corren peligro de caer en las garras del genocidio.

Ése es, precisamente, el tema sobre el que versa “Nuevo amanecer”, un folletín radiofónico muy popular en Ruanda donde, entre 1990 y 1994, la violencia hutu puso fin a la vida de 700.000 de sus vecinos tutsi y a cuantos hutu se opusieron a la matanza.

El guión, ubicado en el presente, relata las tensiones existentes entre dos poblados recolectores que se disputan la tierra que los separa. A modo de versión moderna de Romeo y Julieta, la joven Batamuliza está enamorada de Shema, un joven de la otra aldea. Para complicar más las cosas, su hermano mayor Rutanagira, jefe de una facción que incita al odio contra el otro pueblo, pretende obligar a Batamuliza a casarse con uno de sus compinches. Batamuliza, sin embargo, pertenece a un grupo compuesto por jóvenes de ambas aldeas que buscan nuevos modos de oponerse a los instigadores del odio y alejarse de los ataques planificados.

Esta resistencia activa al odio se hallaba ausente durante los genocidios que hace una década asolaron el país. El subtexto de “New Dawn” —un proyecto conjunto de un filántropo holandés y psicólogos estadounidenses— consiste en el desarrollo de la capacidad de oponerse al odio. «Proporcionamos herramientas para comprender el camino que conduce al genocidio y lo que podemos hacer para que jamás vuelva a repetirse» —dice Ervin Staub, psicólogo en la Universidad de Massachussets en Amherst y uno de los guionistas.

Staub conoce la dinámica del genocidio por propia experiencia y por haber investigado en ella. Él fue, en su infancia, uno de las decenas de miles de niños judíos húngaros salvados de los nazis por el embajador sueco Raoul Wallenberg y, en su libro The Roots of Evil, resume las fuerzas psicológicas que engendran el asesinato en masa.

El caldo de cultivo más adecuado para la emergencia de este tipo de problemas se origina en las tensiones provocadas por períodos de gran agitación social como crisis económicas y caos político en lugares donde ha habido una historia de división entre un grupo dominante y otro dominado. La confusión reinante lleva a los miembros del grupo dominante a interesarse por ideologías que convierten al grupo más débil en un chivo expiatorio al que se culpa de todos los males y presentan un futuro mejor que “ellos “supuestamente están impidiendo. El odio todavía se propaga más fácilmente cuando el grupo mayoritario ha sido agredido en el pasado y todavía se siente herido y ofendido.

Una vez que el mundo aparece como algo peligroso, el aumento de la tensión desata la necesidad de recurrir a la violencia contra “ellos” como una forma de defensa, aun cuando tal “autodefensa” equivalga a un genocidio.

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