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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

Inteligencia Social (26 page)

BOOK: Inteligencia Social
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Según Baron-Cohen, la pauta cerebral óptima consiste en un cerebro “equilibrado” e igualmente capacitado para la empatía como para la sistematización. El médico dotado de estas capacidades, por ejemplo, puede realizar diagnósticos exactos y elaborar concienzudos planes de tratamiento que permitan a sus pacientes sentirse escuchados, respetados y comprendidos.

Aun así, ambos extremos poseen competencias que todavía deben ser descubiertas. Aunque quienes poseen un cerebro exclusivamente “masculino” tienen una elevada probabilidad de presentar el síndrome de Asperger o el autismo, pueden sobresalir en muchos campos si, como el profesor Borcherds, encuentran el ámbito adecuado al que aplicar sus talentos. Pero el mundo social ordinario parece, para ellos, un planeta extraño, de modo que, en ocasiones, se ven obligados a aprender de memoria los rudimentos básicos de las relaciones interpersonales.

La comprensión de los seres humanos

—¡Qué viejo es usted! —fue lo primero que le espetó la hija adolescente de Layne Habib al tendero de mediana edad.

—Quizás no le guste escuchar eso —susurró entonces Habib.

—¿Por qué no? —preguntó entonces su hija, añadiendo con toda naturalidad—: En Japón, los ancianos son muy respetados.

Este intercambio ilustra perfectamente el diálogo que suelen sostener madre e hija, porque Habib pasa mucho tiempo enseñando a su hija —que, como Richard Borcherds, padece el síndrome de Asperger y no acaba de entender esas sutilezas— las normas sociales implícitas que favorecen las relaciones interpersonales.

Pero esa aplastante sinceridad aclara muchas cosas. Cuando su madre le dijo que, antes de poner fin a una conversación e irse —diciendo simplemente “¡Ahora tengo que marcharme!”— debía esperar a que apareciera una pausa, su hija pareció experimentar una súbita comprensión.

—Ahora lo entiendo —replicó su hija—: Tienes que engañarle. Nadie puede estar tan interesado en lo que dice otra persona. Simplemente tienes que esperar a que aparezca una pausa para poder largarte.

Estos comentarios tan sinceros han puesto en problemas en más de una ocasión a la hija de Habib.

—Necesito entender bien las estrategias sociales que facilitan las relaciones interpersonales —me dijo Habib—. Ella tiene que aprender, por ejemplo, que el pequeño hombre blanco miente para no lastimar los sentimientos de los demás.

Habib, que se dedica a enseñar habilidades sociales a grupos de niños con necesidades especiales como su hija, afirma que el conocimiento de esos rudimentos ayuda a su hija a “relacionarse con los demás y a salir del aislamiento de su propio mundo”. Es por ello que, si bien los integrantes de la tríada oscura estudian las reglas sociales para poder manipular mejor a los demás, quienes padecen el síndrome de Asperger lo hacen sencillamente para poder relacionarse.

En los grupos de Habib, los niños autistas y los que padecen el síndrome de Asperger aprenden a reconocer rutinas tan sencillas como el modo adecuado de entrar en una conversación. Así, por ejemplo, Habib les enseña que, en lugar de interrumpir simplemente la conversación hablando de su tema favorito, deben antes enterarse de lo que están hablando y comenzar hablando del mismo tema.

Esta dificultad para navegar a través del océano de las relaciones interpersonales pone de manifiesto un problema más básico que afecta a quienes padecen el síndrome de Asperger. Consideremos, por ejemplo, el siguiente ejemplo:

A Marie no le gustaba visitar a los parientes de su marido porque eran muy aburridos y, en la mayor parte de las ocasiones, se pasan la tarde sentados en un silencio embarazoso. Y lo mismo había ocurrido en esta ocasión.

En el camino de vuelta a casa, su marido le preguntó qué le había parecido la visita.

—¡Oh, perfectamente! —respondió Marie—. Era tal el barullo que apenas si he podido meter baza

¿Qué significaba ese comentario?

Marie simplemente estaba bromeando y su irónico comentario expresaba, obviamente, lo contrario de lo que estaba diciendo. Pero esta simple deducción, sin embargo, se les escapa a quienes padecen de autismo o del síndrome de Asperger. Y es que, para “entender” un comentario irónico, es necesario el conocimiento social que nos ayuda a entender que lo que una persona dice no siempre coincide con lo que quiere decir.

En ausencia de esta visión mental, hasta el más sencillo de los algoritmos sociales —como entender, por ejemplo, porqué la gente se siente mal con un desaire— se convierte, para el autista, en un auténtico misterio.

El escáner cerebral de los autistas ha puesto de relieve una especial inactividad en una región conocida como “área facial de la circunvolución fusiforme” cuando contemplan el rostro de una persona. Esta región no sólo se ocupa del registro de los rostros, sino de las cosas con las que el individuo está más familiarizado y de aquellas otras que más le interesan, lo que significa que, en el caso de los interesados por la ornitología y en el de los entusiastas de los automóviles, por ejemplo, se activa, respectivamente, cuando un águila surca el cielo y se acerca un BMW.

En el caso de los autistas, sin embargo, esta región no se activa cuando el autista mira un rostro —ni siquiera el rostro de un familiar— y sí que lo hace cuando contempla cualquier cosa que pueda resultarle fascinante, como el listado de números de una guía telefónica. Los estudios realizados a este respecto con autistas han permitido a los investigadores esbozar la regla general de que, cuanto menor es la activación del área cerebral que suele ocuparse de la lectura de los rostros cuando miran a alguien, mayores son los problemas con los que tropiezan en el mundo de las relaciones interpersonales.

Los primeros indicios de este déficit de competencias sociales afloran ya en la infancia. La mayor parte de los niños presentan una activación del área fusiforme facial del cerebro cuando miran a los ojos de alguien, cosa que no sucede en el caso de los autistas que, por su parte, sólo evidencian tal activación cuando contemplan un objeto que les gusta mucho o sencillamente la pulcritud con la que han organizado en un estante sus cintas favoritas de vídeo.

De los doscientos músculos aproximados del rostro, los que rodean los ojos son los más ligados a la expresión de los sentimientos. Cuando contemplamos el rostro de alguien, nuestra atención se centra en torno a los ojos, algo que los autistas suelen evitar, lo que quizás explique su omisión de una información que resulta emocionalmente crucial. Es por ello que esta evitación del contacto ocular es uno de los indicadores más tempranos de que un bebé puede acabar convirtiéndose en un autista.

Básicamente impasibles a las relaciones humanas, los autistas mantienen poco o ningún contacto ocular con los demás, soslayando así cuestiones como la empatía que tan esenciales son para el establecimiento de vínculos humanos. No deberíamos pues, por más que parezca una habilidad menor, desdeñar la importancia del contacto ocular para el aprendizaje de los rudimentos básicos de las relaciones interpersonales. El vacío de aprendizaje social que esta carencia provoca en los autistas contribuye poderosamente a su incapacidad para entender cómo se siente una persona y, en consecuencia, lo que probablemente esté pensando.

Los niños ciegos, por su parte, compensan su incapacidad para ver el rostro de los demás desarrollando una sensibilidad muy especial a los indicios emocionales procedentes de las voces, lo que sucede porque, en tal caso, su corteza cerebral auditiva asume el control de la región visual desaprovechada (dando lugar, en ocasiones, a excelentes músicos, como ilustra perfectamente el caso de Ray Charles). Esta hipersensibilidad a la expresión verbal de los sentimientos es la que posibilita la socialización normal de los niños ciegos, cuya deficiencia deja a los autistas sordos al mundo de las emociones.

Una de las razones que explican la evitación del contacto ocular de los autistas parece asentarse en la ansiedad que ello les provoca. Y es que, cuando miran a los ojos de alguien, la reacción de su amígdala es muy intensa, indicando la presencia de un gran miedo. Es precisamente por ello que, en lugar de mirar a los ojos de la persona, el niño autista aprende a mirar su boca, que transmite menos información sobre su estado interior. Pero, aunque esta táctica reduce su nivel de ansiedad, le impide, cuando se hallan frente a una persona, acceder a los rudimentos de la sincronía, lo que también obstaculiza, obviamente, su visión mental.

Este déficit en la lectura de las emociones de los demás puede ayudarnos, según Baron-Cohen, a poner de relieve los circuitos cerebrales que funcionan adecuadamente en la gente normal, pero de un modo defectuoso en los autistas. Para ello llevó a cabo, junto a su equipo, una investigación en la que comparó los resultados de un RMNf de hombres y mujeres autistas con los de personas normales mientras un pequeño monitor de vídeo mostraba una serie de fotografías de ojos como los que hemos presentado en el Capítulo 6 a las que el sujeto debía responder presionando un botón si los sentimientos que esos ojos estaban expresando eran “simpáticos “o “antipáticos”.

Como es de suponer, la investigación demostró que los autistas estaban muy equivocados. Lo más sorprendente es que esa sencilla tarea de visión mental no sólo puso de relieve la existencia de problemas en la corteza cerebral orbitofrontal de los autistas, sino también en otras regiones cerebrales como la circunvolución temporal superior y la amígdala que, junto a unas pocas más, ha puesto reiteradamente de relieve la investigación realizada al respecto.

Como sucede en tantas ocasiones, el estudio del cerebro de las personas que carecen de una determinada facultad nos proporciona pistas paradójicamente muy importantes acerca del funcionamiento del cerebro sano, en este caso, del cerebro social. De este modo, la comparación de la actividad de la actividad neuronal del cerebro normal con la del cerebro autista pone de relieve, según Baron-Cohen, los circuitos en los que se asienta buena parte de la inteligencia social.

Como luego veremos, la importancia de estos circuitos neuronales no se limita al enriquecimiento de nuestra vida interpersonal, sino que también afecta al bienestar de nuestros hijos, a nuestra capacidad de amar y a nuestra salud.

TERCERA PARTE

EDUCANDO LA NATURALEZA

CAPÍTULO 10

LOS GENES NO SON EL DESTINO

Siente a un bebé de cuatro meses en su sillita y muéstrele un juguete nuevo. Al cabo de veinte segundos, muéstrele otro y, veinte segundos más tarde, haga lo mismo con un tercero.

Hay bebés que disfrutan con esta invasión de novedades mientras que otros, por el contrario, se ven desbordados y, en señal de protesta, lloran hasta llegar a temblar. Estos últimos comparten un rasgo que Jerome Kagan, psicólogo de Harvard, lleva estudiando cerca ya de tres décadas. Cuando esos bebés —a los que Kagan ha denominado “inhibidos”— son muy pequeños, desconfían de los lugares extraños y de las personas desconocidas, una inhibición que, al alcanzar la edad escolar, se manifiesta como timidez. Según Kagan, esos niños vergonzosos han heredado una pauta heredada de neurotransmisores que hipersensibiliza su amígdala y les lleva a responder con una excitación mayor de la habitual ante las cosas y los eventos novedosos.

Kagan es uno de los psicólogos evolutivos más acreditados desde que Jean Piaget empezó a estudiar, observando la evolución de las capacidades de sus propios hijos, los distintos estadios por los que atraviesa el proceso del desarrollo cognitivo. Kagan tiene una merecida reputación como pensador y metodólogo de primera clase, una habilidad que combina perfectamente con unos dotes excepcionales para escribir como un humanista, lo que pone claramente de manifiesto su profundo conocimiento filosófico y científico hasta en los mismos títulos de sus libros (como, por ejemplo, Galen’s Prophecy).

Cuando, a finales de los setenta, Kagan afirmó por vez primera que un rasgo del temperamento como la inhibición podía deberse a causas biológicas, presumiblemente genéticas, fueron muchos los padres que suspiraron aliviados. No olvidemos que, según la perspectiva cultural imperante en esa época, todos los problemas infantiles se derivaban de algún error del parentaje [es decir, del modo en que los padres habían educado a su hijo]. Desde ese punto de vista, por ejemplo, la timidez era una consecuencia del temor generado por unos padres excesivamente dominantes; la conducta bravucona del niño ocultaba, tras una fachada de dureza, la vergüenza provocada por el menosprecio de los padres y hasta la esquizofrenia era el producto de un “doble vínculo”. es decir, de mensajes contradictorios que conllevan la imposibilidad de complacer a los padres.

Kagan era profesor de psicología en Harvard cuando yo era estudiante. Que un científico tan insigne como él sugiriese la posibilidad de que el temperamento se deba a factores más biológicos que psicológicos cayó, según recuerdo, como una auténtica bomba en algunos de los círculos de Cambridge. En los pasillos del William James Hall, que alberga el departamento de psicología de Harvard, se decía que Kagan se había pasado al bando de los biologicistas que, en esa época, trataban de socavar el empleo de la psicoterapia en trastornos tales como la depresión ... llegando a tener el descaro incluso de sugerir la existencia de causas biológicas.

Hoy en día, varias décadas más tarde, ese debate parece una pintoresca reliquia procedente de otros tiempos. El avance de la genética va aumentando a diario la lista de hábitos temperamentales y conductuales que se hallan controlados por una secuencia u otra de ADN mientras que la neurociencia, por su parte, sigue poniendo de manifiesto los circuitos neuronales que funcionan mal en un determinado trastorno mental y los problemas de neurotransmisores que acompañan a un rasgo temperamental extremo, desde la “hipersensibilidad” hasta la psicopatía.

Pero las cosas, como suele decir Kagan, no son tan sencillas.

El caso de los roedores alcohólicos

Mi mejor amigo de tercer grado fue John Crabbe, un niño espigado y perspicaz que llevaba gafas de concha como las de Harry Potter. A menudo iba en bicicleta calle abajo hasta su casa para pasar perezosamente la tarde jugando interminables partidas de Monopoly. Un verano, sin embargo, su familia se mudó y ya no volví a saber de él hasta casi medio siglo más tarde.

El mismo día en que me enteré de que el mismísimo John Crabbe era un famoso especialista en genética del comportamiento que trabajaba en la Oregon Health and Sciences University y en el Portland VA Medical Center conocido —mira por dónde— por sus investigaciones con roedores alcohólicos, le llamé por teléfono. Durante muchos años, se había dedicado a investigar la conducta de una cepa de ratones denominada C57BL/6J conocida por su voraz apetito de alcohol, con la expectativa de que el descubrimiento de las causas de esa adicción pudiera proporcionarle alguna pista para el tratamiento del alcoholismo.

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