Las distintas zonas del cerebro se relacionan de un modo tan complejo que expresiones tales como “cerebro social “no son más que ficciones, aunque ciertamente se trate de ficciones útiles. Para entender las cosas, sin embargo, los científicos se han dedicado a determinar los sistemas cerebrales que se ponen en marcha en el desempeño de una determinada función. Es por ello que han agrupado los centros que se ocupan del movimiento y de la actividad sensorial en conceptos tales como “cerebro motor” y “cerebro sensorial”, respectivamente. Algunos de estos “cerebros” se refieren a zonas que se hallan anatómicamente relacionadas como, por ejemplo, el “cerebro reptiliano”, que incluye las regiones inferiores que regulan el funcionamiento de los reflejos automáticos y similares y que son evolutivamente tan antiguas que las compartimos con los reptiles. Estas etiquetas heurísticas resultan más útiles cuando los neurocientíficos quieren centrar la atención en los niveles superiores de organización cerebral, es decir, los módulos y redes neuronales que colaboran en el desempeño de una determinada función (como ocurre, en nuestro caso, con las interacciones sociales).
Es por ello que el “cerebro social” —es decir, los módulos neuronales dispersos que orquestan nuestra actividad cuando nos relacionamos con los demás— se halla extendido por todas partes. No existe, en el cerebro, ningún lugar concreto que se encargue de controlar las interacciones sociales. La expresión “cerebro social”, por el contrario, se refiere a un conjunto de redes neuronales diferentes que, aunque fluidas y muy amplias, operan integradamente. En este sentido, el cerebro funciona de un modo unificado coordinando sistemas muy diversos y alejados.
Aunque la neurociencia todavía no haya llegado a un acuerdo general para establecer un mapa concreto del cerebro social, sus investigaciones empiezan a coincidir en las regiones que se activan durante las interacciones sociales. Una de las primeras propuestas identificó la existencia de un vínculo muy importante entre ciertas estructuras del área prefrontal (especialmente la corteza orbitofrontal y la corteza cingulada anterior) y determinadas regiones subcorticales (básicamente la amígdala) que se ha visto corroborada y detallada por investigaciones más recientes.
Dada la amplia diversificación de los circuitos relacionados con el cerebro social, las redes neuronales implicadas dependen, en gran medida, de la actividad social en la que nos hallemos implicados. Así, por ejemplo, durante una simple conversación se sincroniza la actividad de ciertas regiones cerebrales mientras que, cuando consideramos si alguien nos gusta, las regiones que se activan son muy diferentes (aunque se hallen solapadas con las anteriores).
Revisemos ahora rápidamente algunas de las conclusiones de los descubrimientos realizados hasta la fecha sobre los circuitos que se activan durante una determinada actividad. Las neuronas espejo de la corteza prefrontal y de la región parietal (y posiblemente otras) gestionan las representaciones compartidas, es decir, las imágenes que aparecen en nuestra mente cuando hablamos con algún conocido. Otras neuronas implicadas en el movimiento se activan cuando nos dedicamos simplemente a observar las acciones de otra persona, como sucede durante la intrincada danza de gestos y movimientos corporales que acompañan a cualquier conversación. Las células del opérculo parietal derecho se ponen en marcha para orquestar los movimientos con que respondemos a nuestro interlocutor.
La interpretación y la respuesta a los mensajes emocionales implícitos en el tono de voz de otra persona activan en nosotros los circuitos que conectan la ínsula y la corteza premotora con el sistema límbico, especialmente la amígdala. En la medida en que la conversación prosigue, los vínculos directos que la amígdala mantiene con el tallo cerebral controlan la reacción del sistema autónomo, aumentando la tasa cardíaca, por ejemplo, en respuesta a una acalorada discusión.
Las neuronas del área fusiforme del lóbulo temporal se ocupan de reconocer e interpretar las emociones en el rostro de los demás y de controlar dónde se dirige la mirada de una persona. Las áreas somatosensoriales se activan cuando registramos el estado de otra persona y advertimos nuestra respuesta. Y cuando enviamos nuestros propios mensajes emocionales, los núcleos del tallo cerebral envían señales para que nuestros nervios faciales frunzan el ceño, esbocen una sonrisa o enarquen las cejas.
Mientras permanecemos conectados con otra persona, nuestro cerebro experimenta dos modalidades diferentes de empatía, una que discurre rápidamente (a través de las conexiones existentes entre la corteza sensorial, el tálamo y la amígdala y que determinan nuestra respuesta) y otra más lenta (que va desde el tálamo hasta el neocórtex y la amígdala y provoca una respuesta más racional). El contagio emocional discurre a través de la primera de estas vías, posibilitando la imitación neuronal automática de los sentimientos de la otra persona. La segunda vía, por su parte, gira en torno al cerebro pensante y nos abre a otra modalidad de empatía que puede llevarnos, si así lo deseamos, a interrumpir la conexión.
Aquí entran en juego los circuitos neuronales que conectan el sistema límbico con las cortezas orbitofrontal y cingulada anterior, regiones que se activan cuando percibimos la emoción de otra persona y ajustamos a ella nuestra propia respuesta emocional. Tengamos en cuenta que, hablando en términos generales, la corteza prefrontal cumple con la función de modular adecuada y eficazmente nuestras emociones. De este modo, si lo que la otra persona dice nos molesta, la región prefrontal siempre nos permite seguir centrados y mantener la conversación.
Cuando tenemos que pensar en el mensaje emocional de otra persona, las regiones dorsolateral y ventromedial prefrontales nos ayudan a ponderar lo que todo ello significa y considerar más detenidamente las alternativas de que disponemos. ¿Qué respuesta, por ejemplo, será más adecuada a la situación inmediata y estará más de acuerdo con nuestros objetivos a largo plazo?
Bajo toda esa danza interpersonal, el cerebelo (ubicado en la base del cerebro) mantiene nuestra atención centrada en la otra persona, registrando los datos sutiles implícitos en sus expresiones faciales fugaces. La sincronía no verbal e inconsciente —es decir, la compleja coreografía que acompaña a una conversación— nos obliga a tener en cuenta un auténtico aluvión de datos socialmente relevantes. Y ello, a su vez, depende de las antiguas estructuras del tallo cerebral, en particular del cerebelo y de los ganglios basales. La importancia de esas estructuras del cerebro inferior en las relaciones interpersonales les proporciona un papel secundario en los circuitos del cerebro social.
El hecho de que todas esas regiones participen en la orquestación de las interacciones sociales (aun de las simplemente imaginadas) supone que la lesión de cualquiera de ellas obstaculiza nuestra capacidad de sintonizar con los demás. Cuando más complicada es una determinada interacción social, más complejas las redes neuronales interconectadas que se activan. Son muchos, pues, los circuitos y regiones cerebrales que desempeñan un papel en el cerebro social, un territorio neuronal que apenas hemos comenzado a cartografiar en detalle.
Un modo de empezar a identificar los circuitos esenciales del cerebro social podría ser el de subrayar las redes neuronales mínimas que se ponen en funcionamiento durante un determinado acto social. Los neurocientíficos de UCLA, por ejemplo, han descubierto la puesta en marcha de los siguientes circuitos en el acto de percibir e imitar las emociones de otra persona. La corteza temporal superior permite la percepción visual inicial de la otra persona, enviando esa descripción a las neuronas de la región parietal que equiparan la observación de un acto a su ejecución. Luego esas neuronas agregan más información sensorial y somática a la descripción y la envían a la corteza frontal inferior, que codifica el objetivo de la acción que debe ser imitada. Por último, una copia sensorial de las acciones vuelve a la corteza temporal superior, que se encarga de controlar la respuesta resultante.
En lo que se refiere a la empatía, los circuitos afectivos “calientes” deben conectarse con los circuitos sensoriales y motores “fríos” o, dicho en otras palabras, el sistema sensoriomotor debe conectarse con el centro afectivo ubicado en el sistema límbico. El equipo de UCLA ha descubierto que el vínculo anatómicamente más probable de esa conexión parece ser una región de la ínsula que conecta la región límbica con algunas partes de la corteza frontal.
Los científicos del National Institute of Mental Health (NIMH) sostienen que nuestra intención de esbozar un mapa del cerebro social no debería llevarnos a hablar de un sistema neuronal unitario, sino de circuitos interrelacionados que, en ocasiones, trabajan conjuntamente y, en otras, lo hacen de un modo separado. En el caso de la empatía primordiales decir, en el contagio de un sentimiento de una persona a otra—, por ejemplo, los neurocientíficos han determinado los caminos que conectan la corteza sensorial con el tálamo y la amígdala y, desde ahí, con los circuitos encargados de emitir la respuesta apropiada. En el caso de la empatía cognitiva”, que consiste en sentir los pensamientos de otra persona—, los circuitos van desde el tálamo hasta la corteza y la amígdala y, desde ahí, hasta los circuitos encargados de emitir la respuesta.
En lo que respecta a empatizar con determinadas emociones concretas, los investigadores del NIMH sugieren la posibilidad de establecer distinciones adicionales. Algunos datos proporcionados por el RMNf sugieren, por ejemplo, la existencia de diferentes caminos para registrar el miedo o la ira de otra persona. Las expresiones de miedo parecen activar la amígdala, pero rara vez la corteza orbitofrontal, mientras que la ira, por su parte, activa la corteza orbitofrontal, pero no la amígdala. Esa diferencia puede estar relacionada con el distinto papel desempeñado por cada una esas emociones. En el caso del miedo, nuestra atención se dirige hacia lo que lo causó pero, en el de la ira, nos centramos en lo que podemos hacer para modificar la reacción de esa persona y, en lo que respecta al disgusto, por último, la amígdala permanece inactiva y, en su lugar, se movilizan ciertas estructuras de los ganglios basales y de la ínsula anterior. Y no debemos olvidar que todos esos circuitos específicos de la emoción se ponen en marcha tanto cuando experimentamos la emoción concreta como cuando vemos que alguien está experimentándola.
Los científicos de NIMH también afirman la existencia de otra variedad de circuitos para la llamada “empatía cognitiva”, que no sólo nos permiten tener una idea de lo que otra persona está pensando, sino decidir también lo que al respecto deberíamos hacer. Estos circuitos neuronales esenciales parecen implicar a la corteza frontomedial, la cisura temporal superior y el lóbulo temporal.
También hay un correlato neuronal para el vínculo que existe entre la empatía y nuestra sensación de los que está bien y de lo que está mal. Así, por ejemplo, la investigación realizada con pacientes que presentan lesiones cerebrales que les llevan a abandonar sus normas morales anteriores o que se encuentran confundidos al enfrentarse a la necesidad de determinar lo que está bien y lo que está mal pone de relieve la necesidad de que las regiones cerebrales destinadas a evocar e interpretar los estados viscerales permanezcan intactas. Las regiones cerebrales que se activan durante los juicios morales — una serie de circuitos que van desde ciertas regiones del tallo cerebral (especialmente el cerebelo) hasta determinadas zonas de la corteza cerebral— incluyen la amígdala, el tálamo, la ínsula y el tallo cerebral superior. Todas estas regiones se hallan también implicadas en la percepción de nuestros sentimientos y de los sentimientos de otra persona. Uno de los circuitos que la investigación parece haber identificado como esencial para la empatía va desde el lóbulo frontal hasta el lóbulo temporal anterior (incluyendo la amígdala y el córtex insular).
El funcionamiento cerebral puede ser cartografiado estudiando las habilidades dañadas en los pacientes que presentan una determinada lesión neuronal. Para ello se comparó a los pacientes neurológicos que tienen lesiones en distintos circuitos emocionales del cerebro social con otros que presentaban lesiones en regiones diferentes. Mientras que ambos grupos fueron igualmente capaces de desempeñar tareas cognitivas, como responder a las preguntas de un test del CI, sólo los que tenían lesionadas las regiones emocionales mostraron un funcionamiento inadecuado de sus relaciones, tomaban decisiones interpersonales inadecuadas, no sabían interpretar cómo se sentía la otra persona y eran incapaces de enfrentarse adecuadamente, en consecuencia, a las demandas de la vida social.
Los pacientes que presentan estos déficits sociales tienen lesiones en un conglomerado neuronal al que el neurólogo de la University of Southern California Antonio Damasio, en cuyo laboratorio se llevó a cabo el estudio de estos pacientes, ha denominado “marcador somático”. Cada vez que debemos tomar una decisión, especialmente en nuestra vida personal y social, este marcador somático opera vinculando áreas relacionadas de las regiones ventromedial prefrontal, parietal y cingulada, así como también la ínsula derecha y la amígdala. Las habilidades sociales activadas por esta región del cerebro social parecen esenciales para el adecuado funcionamiento de nuestras relaciones. Es por ello que los pacientes que presentan lesiones en los circuitos del marcador somático no saben interpretar ni enviar las señales emocionales adecuadas y, por ello mismo, pueden tomar decisiones socialmente desastrosas.
Lo que Damasio denomina “marcadores somáticos” parece solaparse con los sistemas neuronales citados por Stephanie Preston y Frans de Waal en su modelo de la acción-percepción del cerebro social. Ambos modelos afirman que, cuando registramos las emociones de otra persona, se movilizan en nuestro cerebro la mismas vías neuronales que se activan cuando somos nosotros quienes experimentamos ese sentimiento, así como también los circuitos de las imágenes y acciones mentales relacionadas (el impulso que nos lleva a actuar). Otros estudios realizados con el RMNf sugieren que la ínsula vincula los sistemas espejo con la región límbica, generando el componente emocional del vínculo neuronal.
Los detalles concretos de una interacción acaban, obviamente, determinando las regiones cerebrales que operan cuando respondemos, como pone de relieve la investigación con RMNf de diferentes situaciones sociales. Los estudios de imagen del cerebro de voluntarios que escuchaban relatos de situaciones socialmente embarazosas (como escupir comida en un plato durante una cena formal) pusieron de relieve una mayor actividad en la corteza prefrontal medial y en las áreas temporales —que se movilizan cuando empatizamos con el estado mental de otra persona— así como también la corteza orbitofrontal lateral y la corteza prefrontal medial. Estas mismas áreas se estimulan cuando el relato señala que la comida se escupió de manera involuntaria (porque la persona se estaba ahogando). Esta red neuronal parece controlar el caso más general de decidir si una determinada acción será socialmente apropiada, una de las pequeñas e interminables decisiones a las que continuamente nos enfrenta la vida interpersonal.