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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (11 page)

BOOK: Intemperie
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—Porque estaba usted.

—Porque tienes voluntad.

El chico no supo qué contestar.

—¿Has visto la corona que tiene el Cristo de ahí arriba?

—Sí. Tiene tres puntas.

—Se llaman potencias. Una es la memoria, otra, el entendimiento y la tercera, la voluntad.

El niño alzó la vista. El crepúsculo recortaba en lo alto del muro una silueta negra en la que se adivinaban la túnica, las manos y la corona. Al muchacho le embelesó lo que el viejo le contaba y, por un momento, dejó escapar sus preocupaciones.

—Cristo también sufrió.

—Yo no quiero sufrir más.

—Entonces nos quedaremos aquí y moriremos de sed. Pronto dejarás de sufrir.

El viejo le contó que había una aldea con pozo hacia el norte. No estaba seguro de la distancia exacta, pero le llevaría unas cuantas horas llegar. Le dijo que tendría que emprender la marcha lo antes posible en compañía del burro, pero que antes de partir, todavía tenía trabajo que hacer en el castillo.

Lo primero que le pidió fue que trajera hasta el muro el cadáver de la cabra parda. Luego le ordenó que quitara los cencerros a los animales muertos y que llevara sus cuerpos lo más lejos del castillo que pudiera.

Estuvo arrastrando animales sobre las piedras hasta bien entrada la noche. Cada cierto tiempo paraba y se tocaba el pómulo con el dorso de la mano y luego se limpiaba el sudor de la frente. Después de más de un día al sol, los intestinos habían empezado una cocción que hinchaba los vientres de las cabras degolladas. Gases letales en la marmita de tripas. Los buitres y los cuervos, que pronto llegarían, terminarían formando una columna que se vería a muchos kilómetros de distancia. Un tornillo volador con su algarabía de plumas negras sobre la tierra polvorienta. Por un momento, el chico pensó en quemar los cadáveres y terminar así con toda posibilidad de atraer carroñeros y enfermedades, pero enseguida se dio cuenta de que, en medio de la noche, el resplandor se vería desde muy lejos. Con suerte, tras el tormento del torreón, el alguacil ya lo daba por muerto. Después del estado en el que habían dejado al cabrero, una pira de cabras ardiendo haría suponer a sus perseguidores que el niño seguiría vivo.

Cuando acabó de amontonar los cadáveres, volvió al castillo y se sentó junto al viejo. Durante un rato ninguno dijo nada. El anciano, envuelto en sus dolores, y el chico, reventado por el esfuerzo. Estaba a punto de quedarse dormido cuando notó la mano del cabrero en su codo.

Siguiendo las precisas instrucciones del pastor, afiló el vetusto cuchillo de acero forjado. Una herramienta de punta roma con una muesca en el cabezal y cachas de pita enrollada. Amoló el metal contra una piedra hasta que le arrancó un hilo plateado en el borde. Luego colocó la cabra parda patas arriba y, sujetándole la cabeza con las rodillas, metió la hoja por la degolladura y rajó el vientre hasta las ubres. En su casa había visto a su madre destripar conejos y liebres. Incluso él mismo había dado muerte a codornices retorciéndoles el cuello, pero aquello era otra cosa. Un animal de otra naturaleza cuyo vientre rezumaba entresijos cerúleos que no cabían en sus manos. De nuevo clavó el cuchillo para rajar el abdomen hinchado. A pesar de la tosquedad de la hoja, el metal abrió las fascias como si fueran de manteca caliente. El hedor que liberó le atravesó como un ánima en desbandada, impresionando su memoria de arcilla fresca. Apartó la cara y encontró la mirada del pastor, que observaba en silencio desde su lecho. Sintió que los ojos del cabrero le empujaban. Las manos torpes del chico eran sus manos.

La primera vaharada se esfumó. Ante él, una bañera rebosante de azules irisados, telas blanquecinas y formas globulosas que se retorcían en todas las direcciones posibles. El viejo esperaba de él que eviscerase al animal y que luego lo descuartizase tal y como él había hecho antes con la liebre y la rata. La complejidad del entresijo le dejó sin iniciativa. Remangado, con el cuchillo en una mano, miró al pastor y elevó los hombros.

—Mete las manos por debajo del mondongo, busca el cuello y corta por ahí.

Una hora después, la casquería reposaba junto al montón de cadáveres como una ironía caprina, una visión dantesca del futuro o el aviso de un matón. Por el camino, había tenido que pararse varias veces a recoger intestinos que se le habían escurrido de los brazos.

Durante las siguientes horas, el viejo postrado fue dando instrucciones al chico, que fue resolviendo en silencio las tareas como un instrumento al servicio del pensamiento del otro.

Comenzó a despiezar la cabra descoyuntando sus patas y luego las deshuesó toscamente. Del ovillo de carne resultante sacó tantas tiras como pudo, las tendió sobre una piedra y las saló abundantemente. En un momento del proceso cometió el error de limpiarse el sudor de la cara. La sal penetró en las heridas de los pómulos, reblandecidas por la humedad de la piel. El dolor le hizo cerrar los ojos y le vació por dentro. No gritó. Miró al cielo y lloró como un san Sebastián en su martirio de saetas. Sin saberlo, imploró. Las manos ardientes y el rostro que la sal cauterizaba. Dio vueltas sobre sí con las palmas frente a la cara como un candelabro con dos mamparas. Se hubiera lanzado a una ciénaga si hubiera tenido una cerca. El viejo asistió a la danza doliente, tratando de incorporarse, pero con poco que poder ofrecerle al chico. El niño se arrodilló y se replegó, tratando de alejar sus manos del rostro. El viejo estiró el brazo en su dirección y así lo mantuvo mientras le quedaron fuerzas. Luego lo dejó caer lentamente y cerró los ojos.

A la luz sedosa de la media luna, deslió la pita que formaba el mango del cuchillo con los ojos enrojecidos y la cara todavía ardiente. Buscó por los alrededores un par de estacas y las empotró en sendos huecos del muro. Unió los palos con la cuerda y de ella colgó las tiras de carne. El resultado dibujó sobre las piedras azuladas de la muralla una sonrisa grotesca que no tardó en llenarse de moscas. Después recogió los enseres y los agrupó en torno al viejo como si fuera un náufrago en una playa. Siguiendo sus instrucciones, reunió a las tres cabras supervivientes y las agrupó por medio de una cadeneta que formó con los collares de los cencerros de las degolladas. Luego ató la recua a una piedra cercana para que quedaran al alcance de la vara del pastor. Cargó el burro con el albardón y el mandil, unió entre sí las dos garrafas vacías y las dispuso sobre el lomo como si fueran un par de botas anudadas por los cordones.

En plena madrugada, dieron por terminados los preparativos para el viaje. Apenas soplaba brisa y las piedras del muro expiaban su recalentamiento con calma. Comieron lo poco que les quedaba: migas de pan, un puñado de pasas que habían recogido del suelo y algo de vino. Cuando terminaron, el viejo le pidió al muchacho que se sentara junto a él.

—Te voy a enseñar a ordeñar.

El muchacho miró al pastor sorprendido. En otro momento sus palabras hubieran sido un motivo de alegría para él. Sin embargo, le pareció extraño que, dada la situación en la que se encontraban, el cabrero quisiera perder tiempo en aquello.

—Es tarde. Si no salgo pronto, se va a hacer de día.

—Ya sé que es tarde.

—Puede enseñarme cuando vuelva.

Pasaron varios pájaros negros en dirección al pozo. Sus alas, al batir, sonaban como tablillas de madera en el cielo oscuro. La silueta triste del burro se movía frente a ellos con la cabeza baja. Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas pero ni rompió a llorar ni se sorbió los mocos. Simplemente se quedó junto al viejo encorvado, sintiendo el roce del cielo con la Tierra. Un rumor antiguo procedente de las rocas. Imaginó un molino de agua en un hayedo y también horizontes como serruchos mellados. El cielo penetrando en la tierra, derramándose sobre ella y, en dirección contraria, los picos elevándose a lo alto. Morada de los dioses. El paraíso del que tanto hablaba el cura. Un tapiz verde en el que los árboles reposaban negligentes, ajenos a su propia abundancia. Arces, abetos, cedros, robles, pinos de Flandes, helechos. Agua brotando entre rocas siempre húmedas. Fresco musgo tapizándolo todo. Charcas donde la transparencia era ley y el sol iluminaba los lechos pedregosos. Torrentes momentáneamente remansados, donde la luz dibujaba espirales iridiscentes.

De repente, el niño se sorbió los mocos, se levantó y, agarrando a una de las cabras, se la puso delante al viejo sin deshacer siquiera la cadeneta de cencerros. Luego, se sentó junto a él y esperó mientras el hombre colocaba la lata en su sitio. Cuando estuvo lista, el pastor le pidió al chico que agarrara las ubres. El muchacho formó dos puños huecos y con ellos rodeó los pezones y apretó. Entonces el pastor le cogió los pulgares y se los colocó de tal forma que las uñas empujaban los pezones contra el interior de los otros dedos. Envolvió con sus manos las del chico y, sin decir palabra, manipuló las tetas haciendo que la leche saliera despedida. Y así, mediante esa imposición, el viejo le transmitió al muchacho el rudimento del oficio, otorgándole en ese instante la llave de una sabiduría perenne y esencial. La que extraía leche de las entrañas de los animales o hacía que de una espiga pudiera brotar un trigal. En poco rato llenaron la lata y la alcuza, dejando secas a las cabras. Reservaron la aceitera para que el viejo desayunara al día siguiente y se bebieron la lata entre los dos.

Más tarde, montado ya sobre el burro, miró por última vez al pastor, que permanecía recostado. Tenía la barba llena de regueros de leche seca. Parecía dormido o inconsciente. Un fino hilo de brisa le recordó que, durante un buen rato, su cara había sido un astro incandescente.

—Guárdate de la gente del pueblo.

La voz del viejo brotó de un lugar impreciso, allá en su postración.

El muchacho volvió la cabeza hacia el norte y le dedicó una mirada a su incierto destino. Luego recolocó el morral sobre el albardón y le clavó los talones al asno, arrancándole un corto trotecillo que le alejó del castillo entre eructos agrios.

8

La luna en cuarto creciente colgada de un cielo limpio. Miles de millones de estrellas sobre su cabeza, muchas de ellas ya muertas, enviaban su luz a guiños. Debía tomar el camino de sirga en dirección norte hasta llegar a una esclusa. Desde allí, avanzar por una vereda que descendía suave por una loma y seguirla durante un par de horas hasta llegar a un pequeño encinar, desde el que vería una aldea. En ella estaba el pozo. Según los cálculos del viejo, si no se perdía, podría divisar las casas al alba.

Avanzaron junto al canal seco del que cada cierto tiempo salían ramales que desaparecían de la vista sobre los baldíos. Campos azules y vanos. De vez en cuando, el niño cabeceaba sobre el burro y perdía el equilibrio. Entonces se espabilaba brevemente y atizaba al asno con la vara, haciendo que el animal rebuznara incómodo, pero sin que acelerara lo más mínimo. El chico era consciente de que se desplazaban al mismo ritmo que si fueran caminando, pero aun así prefería ir montado porque necesitaba reservar las pocas fuerzas que tenía para cuando llegara al pozo.

«Guárdate de la gente del pueblo
.» Con cada traspié del asno, el niño se despertaba rumiando la frase del viejo con una mezcla de inquietud y satisfacción. No sabía si se lo había dicho porque su propia vida dependía de que el muchacho regresara con el agua o porque, sencillamente, quería protegerle. Al poco, su cuello empezaba a perder tono y la cabeza caía sobre el pecho nuevamente y otra vez se perdía en su magma de pensamientos y recuerdos. El hoyo, la palmera, el emplasto, la saetera, el pene del cabrero, las colillas del alguacil.

El chico divisó la esclusa en uno de sus despertares y ya no se durmió. Le metió talones al asno y le animó, apretándole el lomo con los muslos sin obtener respuesta. Cuando llegaron, descabalgó y recorrió los últimos metros con el animal cogido por el bozo. Al borde del canal, lo dejó suelto y el burro agachó la cabeza y comenzó a buscar tallos secos. Se encaramó a la arqueta en la que terminaba la acequia elevada. En aquel lugar, el canal formaba una T con dos ramales que partían en direcciones opuestas. Dos compuertas de hierro accionadas por sendos volantes servían para regular los flujos. Desde su atalaya volvió la vista al sur y recorrió el canal mellado hasta que sus formas se perdieron en la oscuridad. El lecho de la acequia estaba lleno de fango seco. Se dio la vuelta y observó la llanura que caía hacia el norte y cómo la vereda bajaba sobre ella, formando curvas. No vio encinares ni pueblos, tan sólo las pendientes pedregosas con sus costillas de barro erosionado.

Como había predicho el viejo, alcanzó la arboleda poco antes de que el sol apareciera por el horizonte. Amarró el asno a la rama baja de una coscoja y anduvo sobre un lecho de hojas dentadas y caperuzas de bellota vacías hasta el borde norte del bosquecillo. Desde la penumbra de los últimos árboles divisó el pueblo. No más de veinte casas a los lados del camino y una iglesia aislada entre la arboleda y la aldea. A unos metros de la iglesia, un recinto de tapia de la que sobresalían tres cipreses. La brisa que pegaba de costado mecía sus puntas como pinceles invertidos y agitaba las ramas que había sobre su cabeza. Cayó alguna bellota vana sobre el acolchado crujiente, lo que le recordó el hambre que tenía. En el pueblo no se apreciaban signos de vida. Distinguió cercados que le parecieron corrales, pero no escuchó el berrido de ningún animal. Pensó que el lugar podría estar abandonado o, simplemente, que era demasiado temprano para que hubiera gente fuera de las casas. Decidió hacer una primera incursión sin el burro para poder desplazarse con mayor discreción y luego, si las condiciones eran buenas, volver a por el animal, cargarlo de agua y llevarlo de vuelta hasta el castillo.

Salió a campo abierto con las primeras luces del alba, caminando con cuidado para no tropezar. Aunque las botas todavía le separaban del suelo, en algún momento se había descosido la parte delantera de una de las suelas y ahora le entraba arenilla. Se agachó para vaciar la bota y reparó en que todavía tenía manchas de humo y sangre en el dorso de las manos. Se llevó las puntas de los dedos a los pómulos y se palpó las costras que empezaban a formarse. Todavía apestaba. La brisa roló y notó como el fresco del amanecer le entraba por los desgarros de las perneras. Si había algún perro en la aldea, no tardaría en empezar a ladrar.

Pensar en perros le aflojó el estómago porque el alguacil protegía su mansión con uno del color del chocolate. Dóberman, lo llamaba. Orejas como pinchos sobre una cabeza de piedra y el hocico embreado que le revolvía la ropa y le hacía tambalearse. Muchas fueron las veces que el alguacil le sometió a su presencia cuando se resistía a sus deseos. El pensamiento como un cincel frío sobre sus tiernas fontanelas o una afiladísima gubia levantando la piel de sus codos en busca del hueso blanquecino. Se encogió temblón hasta agarrarse las piernas y se orinó en los pantalones por segunda vez en una semana. La luz se iba aclarando a su alrededor, arrancándole al paisaje formas nuevas.

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