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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (9 page)

BOOK: Intemperie
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—Buenas tardes, viejo.

—Señor.

—¿Ahora me llamas señor?

La voz del alguacil sonó cortante entre las piedras. El niño, tras la tapia, sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Notó un calor acuoso bajándole por sus piernas tiesas y cómo se le empapaban las botas. El orín corrió por el cuero y formó una leve mancha de humedad bajo él. Si se quedaba allí, sólo haría falta rodear el muro para encontrarle.

—Mucho calor.

—Ya lo creo.

El pastor se agachó y tiró del asa de anea de la garrafa sin conseguir levantarla.

—¿Un trago?

—Te lo agradezco, viejo.

El alguacil hizo un gesto con la mano y uno de los hombres se aproximó al pastor sin desmontar. Un hombre tan grande que hacía pequeño a su caballo. El jinete permaneció junto al pastor sin hacer nada. El viejo volvió a agacharse y a tirar del asa. Tenía el vientre del caballo casi encima. Tomó el recipiente con las dos manos y, cerrando los ojos, consiguió llevárselo a la cintura. El jinete se inclinó, recogió la garrafa y se la acercó al jefe. Éste descorchó y dio un trago largo. El agua le chorreó por la barbilla y le mojó el pañuelo polvoriento que rodeaba su cuello. Cuando terminó, se limpió la boca con el dorso de la mano y devolvió el recipiente al hombre que se lo había llevado. Éste hizo retroceder a su caballo y ofreció agua al otro jinete, que no bebió pero que sí se empapó la cara, la nuca y la camisa.

—Bebe, Colorao, ¡cojones!

El pelirrojo hizo un gesto para que el otro le dejara tranquilo.

—Todavía no sabes si el viejo tiene vino.

—Lo tendrá.

—Una vez conocí a un tipo que llevaba sin beber agua desde los doce años…

—Déjame en paz.

El alguacil giró la cabeza y no tuvo ni que mirarlos para que los dos hombres se callaran inmediatamente.

—Andamos buscando a un niño desaparecido.

El cabrero perdió su mirada en el horizonte y frunció el ceño, como si hiciera memoria. Sopesó la situación que le proponía el alguacil. Un hombre altivo.

—Llevo semanas sin ver a un cristiano.

—Debes de sentirte muy solo.

—Las cabras me hacen compañía.

El pelirrojo se puso de pie sobre los estribos como si quisiera airear su entrepierna o ver por encima de una tapia. Repasó con la mirada el muro en busca de señales. Parecía un ingeniero llegado de la capital para certificar la ruina del castillo.

—Estoy seguro de que te entretienes mucho con ellas.

El jinete que había cogido el agua lanzó una carcajada estruendosa y el alguacil forzó una leve sonrisa. El viejo no se inmutó y al que llamaban Colorao, ausente como estaba, tampoco. Pasaron unos segundos en silencio. El viejo de pie, soportando su cuerpo encorvado con dificultad. El alguacil, repasándose la barbilla con los dedos mientras pensaba en su próxima pregunta.

—Has venido muy lejos con tus animales.

—Soy pastor. Busco pastos.

El pelirrojo tiró de la rienda y su caballo se abrió. Avanzó por el pedregal en dirección al extremo del muro por el que había escapado el chico mientras el alguacil seguía hablándole al viejo. Éste hizo un esfuerzo para no mirar hacia el ayudante porque cualquier gesto en esa dirección haría que el alguacil descubriera lo que ya parecía saber. El jinete rodeó la construcción a paso lento y cuando cruzó al otro lado, el niño ya no estaba allí. Desmontó y recorrió a pie la base de la pared sin reparar en las lascas que el chico había manchado con su sangre. Cuando llegó al centro del muro, removió con la punta de la bota la ligera humedad que el niño había dejado. Apoyando la culata de la escopeta, se agachó, tomó un pellizco de arena con los dedos y se lo llevó a la punta de la nariz.

En el otro lado, el alguacil le estaba diciendo al pastor que aquél no parecía un lugar muy frondoso y que aquella misma hierba seca crecía también en los alrededores del pueblo. Le dijo que hasta allí no iba a ir nadie a comprarle su miserable leche y que tendría que haberle hecho más caso cuando, en su día, le llevó a ver los lugares en los que debía pastorear. Le recordó sus palabras de entonces: «Cerca pero fuera».

El pelirrojo continuó su recorrido en dirección a la puerta del torreón. Antes de entrar, se detuvo e inspeccionó los contornos redondeados que se elevaban hacia el cielo limpio. Volvieron algunas de las palomas huidas. El hombre metió con cuidado la cabeza por la puerta. Había excrementos de aves por todas partes. Los cadáveres resecos de dos pichones, cáscaras rotas de huevos y restos de un roedor descuartizado por alguna rapaz. El olor apergaminado de los excrementos enmascaraba el ligero aroma a orín infantil. El ayudante del alguacil se asomó al interior del tubo y miró hacia arriba. Sólo aguantaba intacto el primer peldaño de la antigua escalera de caracol. A partir de ahí, una línea espiral de piedras a medio empotrar ascendía por la pared del tubo como la rosca de un tornillo. Las palomas habían colapsado con una mezcla de mierda, plumas y ramas el agujero que daba acceso a la terraza superior. Sin esa fuente de luz, a tres metros por encima del suelo, la oscuridad era indescifrable.

—Sal de donde estés, bastardo.

La voz del hombre se elevó por el émbolo y atravesó el cráneo del niño batiendo sus sesos. El muchacho tembló sobre la ménsula a la que había logrado encaramarse y a punto estuvo de perder pie y caer.

—Sal si estás ahí, renegado.

Llegaron el alguacil y el otro hombre. El pelirrojo sacó la cabeza del torreón y se volvió hacia ellos.

—No hay otro sitio para esconderse en diez kilómetros a la redonda. O está muerto o está aquí.

—No te pongas nervioso, Colorao. Si está ahí, saldrá.

—No se ve nada dentro de la torre.

El alguacil apretó los labios y se atusó el pelo, ya casi seco. Se separó unos metros e inspeccionó el muro exterior del torreón. Se acercó a la entrada y metió la cabeza. Revolvió el suelo arenoso con la bota y desenterró los restos de la fogata con la que habían asado el conejo la noche anterior. Salió al exterior y, dándose palmaditas en los labios, miró al pelirrojo sin decir nada. Luego comenzó a gesticular levantando el dorso de sus manos hacia los ayudantes y moviendo los dedos tiesos en dirección al cielo al tiempo que iba elevando los brazos. Sin decir palabra, los hombres se alejaron cada uno en una dirección y el alguacil, de pie junto al dintel, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una tabaquera de cuero, desató el cordel y extrajo un librillo de papel de fumar. Con una hoja de papel marrón y un pellizco de tabaco, lió un cigarrillo casi perfecto. Cuando los hombres volvieron, encontraron a su jefe sentado en una piedra, rodeado de hebras de humo blanquecino. Jugaba a abrir y cerrar un mechero de gasolina plateado.

—No hay nada en los alrededores.

El alguacil hizo entonces un gesto con el pulgar señalando al muro que había a su espalda y los hombres lo rodearon, dejando a su jefe concentrado en sus pensamientos. Encontraron al cabrero sentado sobre los serones, fingiendo leer su Biblia.

—Quítate, viejo.

El cabrero se incorporó con dificultad y se hizo a un lado. Los hombres levantaron las aguaderas y las volcaron, esparciendo el contenido por el suelo. La sartén golpeó una piedra y resonó como una campana. La alcuza de hojalata derramó el último aceite sobre el polvo, pero el pastor no hizo nada. Los hombres se llevaron a rastras los serones de esparto y la albarda de centeno. En el torreón, el pelirrojo rasgó los bolsillos de la albarda y, con parte de la paja de relleno, formó una pequeña pirámide. Encima colocó el resto del aparejo y sobre él aplastó los serones de esparto formando una pira dentro de la torre. En cuanto el alguacil metió el mechero, el esparto prendió. El abrigo de las paredes del torreón y el calor de la jornada hicieron el resto. En unos segundos las llamas superaron la altura del quicio de la puerta hasta que sus puntas se perdieron en el interior del tubo. Los hombres se separaron para evitar el sofoco y se quedaron mirando cómo las llamas se comían las fibras y las retorcían hasta convertirlas en filamentos negros. Algunas palomas zureaban en los mechinales más distantes.

El niño no tuvo tiempo de asustarse. Saltaron en él todos los resortes de la supervivencia y, en un primer momento, apretó su espalda contra la pared como si así fuera a disponer de más espacio sobre la ménsula. Espacio para saltar al otro lado del tubo, sobre el humo y las llamas. Sus células pensaban por él y entre las opciones posibles no consideraron la de dejarse caer sobre los serones ardientes y salir de una vez al aire seco del llano. Si llegaba el caso, dejaría que el fuego, como un hurón ciego y voraz, le mordiera hasta matarle.

Estaba encaramado a suficiente distancia del suelo como para que las llamas no le abrasasen los pies. Su posición, a mitad de torre, hacía que el humo dispusiera de un amplio depósito por encima de su cabeza, tan voluminoso como para concederle unos segundos más antes de asfixiarle y hacerle caer sobre la pira.

Palpó la pared a su espalda en busca de no sabía qué: una puerta que no existía o una madre que lamiera sus heridas. Las llamas iluminaron el interior de la torre y la esperanza atravesó su cuerpo en todas direcciones, al distinguir una estrecha sombra vertical justo enfrente de su posición. Pensó que podría ser una ventana o la hornacina de un santo a media escalera, como las que había en el ascenso al camarín del Cristo de su pueblo. Se giró sobre su exiguo peldaño y palpó la pared a su espalda en busca de asideros. Había socavones y grietas por todas partes. Encajando las manos en los agujeros consiguió avanzar sobre los restos de peldaños o sobre los huecos que éstos habían dejado en el muro al desprenderse. En un tiempo cuya medida ya no controlaba, alcanzó la sombra. Una saetera cegada que se abría paso hacia el exterior a través del muro. Se acuclilló sobre el alféizar triangular e introdujo sus manos entre las piedras con las que habían tapado la muesca. El humo acumulado en el interior del tubo estaba llegando hasta su posición. Consiguió sacar un par de rocas, que cayeron sobre el fuego porque la angustia le impedía controlar con precisión sus movimientos. Por suerte para él, el alguacil fumaba tranquilo, separado de la puerta, y sus hombres conversaban en la distancia esperando la caída de un cuerpo, no la de una piedra.

Con la humareda ya calentándole la espalda y agobiando sus movimientos y sus intenciones, consiguió encajar la cara en la abertura y, por fin, respirar hondo. El humo también empezó a escapar por aquel mismo hueco y durante unos segundos infinitos, su boca abierta convivió con la fumarola gris, haciendo que le picaran los ojos y que el pelo se le apergaminara. Apretó tanto su cara contra la piedra que se abrió las heridas que el sol le había provocado en los pómulos. En un momento dado tragó humo y tuvo que retirarse para toser dentro de la torre y no delatar su presencia a los que le aguardaban fuera. Poco a poco, la humareda en el interior se fue aligerando y el chico pudo desencajar su cara de la saetera. Se tocó el rostro con los dedos negros y sintió escozor.

Cuando las aguaderas estuvieron reducidas a un montón de hilos incandescentes, el alguacil se aproximó de nuevo a la entrada de la torre e inspeccionó su interior como había hecho un rato antes. Apuró su cigarrillo, tiró la colilla al suelo, la pisó y les dijo a sus hombres que se marchaban. Entonces el pelirrojo se acercó a la puerta del torreón y aguzó el oído dentro del émbolo. Salió y, acercando su boca a la oreja del alguacil, le susurró que quizá deberían esperar un poco más. El jefe lo miró con fastidio, hizo un gesto con la mano y se sentó de nuevo en la piedra para liarse otro pitillo. El pelirrojo volvió adonde estaba su compañero y continuó charlando con él en voz baja, uno mirando hacia la torre y el otro, de espaldas, dominando el llano hacia el sur. Parecían los allegados a un difunto, esperando incómodos la hora del entierro. Ansiosos por volver a la taberna.

Cuando el alguacil hubo terminado su cigarrillo, lo tiró junto al que se había fumado primero y lo apagó con la bota. Se ajustó el sombrero y rodeó el muro sin decir nada. El que miraba hacia el torreón le dio un codazo al otro y juntos siguieron a su jefe. En aquel momento, los caballos pacían sueltos entre las cabras y el viejo rezaba con los ojos cerrados.

6

Mucho tiempo después de escuchar los balidos alborotados de las cabras, las voces de los hombres y el rugido de la moto alejándose, el chico permanecía en su escondrijo. La nube tóxica había terminado de escapar y el niño imaginó los huevos malogrados por el fuego, las cáscaras ennegrecidas y, dentro, los embriones a medio empollar. Llevaba horas encajado en cuclillas y le dolían las piernas, pero decidió seguir aguantando porque quería estar seguro de que, cuando bajara, el alguacil no le estaría esperando sentado a la entrada de la torre. Allí arriba, ennegrecido pero vivo, dejó pasar las horas sin saber cómo interpretar la tortura a la que se había visto sometido. Se preguntó si habían quemado la torre siguiendo el dedo del cabrero o si, sencillamente, habían considerado el torreón como el único escondite posible.

Desde la saetera vio caer la tarde con una sensación de piel encurtida que le exasperaba. Escuchó el ruido de sus tripas y, después de tanto tiempo agachado, dejó de ser consciente de sus rodillas dobladas y de sus músculos comprimidos. La voz del cabrero no llegaba. Se quedó dormido.

Le despertó un ruido en medio de la noche. Un grito ahogado que subía desde el pie de la torre. Las paredes olían a humo rancio y, de nuevo, volvió a notar la piel tirante y el paladar pegajoso. Miró hacia el exterior a través de la saetera. La luna creciente iluminaba débilmente la llanura arrancándole algunos matices azulados a la tierra. La voz que le llamaba se hizo más fuerte, aunque no más clara.

—¿Estás ahí, chico?

Escuchó al cabrero toser y, al poco, le llegó el ruido sordo de un cuerpo desmoronándose. En la oscuridad del torreón, las piedras tenían un tacto mantecoso y tuvo que destrepar tanteando con las punteras duras de sus botas hasta encontrar los huecos que podían sostenerle. Tardó en bajar más de lo que hubiera querido y, cuando por fin llegó al suelo, encontró al viejo tendido en el centro de la torre. Intentó despertarlo tirándole de las mangas y moviéndole la cara sin que el hombre reaccionara. Pegó la oreja a su pecho para tratar de escuchar los latidos del corazón, pero por encima de la ropa que llevaba no logró distinguir su pulso. Palpó su cuerpo en busca de la cara y notó una humedad pringosa sobre el pecho. Decidió sacarlo de la torre para intentar ver lo que le pasaba a la escasa luz de la luna. Tirando de las piernas, después de mucho rato, tan sólo consiguió arrastrar el cuerpo hasta la puerta del torreón. Una vez fuera, acercó su cara a la boca del pastor y comprobó que respiraba de manera débil y arrítmica, pero tampoco allí fue capaz de descubrir el motivo de su abatimiento.

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