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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (7 page)

BOOK: Intemperie
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Recorrió mentalmente la vía férrea que atravesaba el pueblo de este a oeste siguiendo el eje del antiguo valle. Entraba elevada sobre terraplenes de zahorra y balasto y se marchaba por el otro extremo como un tijeretazo. A un lado quedaba el pueblo propiamente dicho, con la iglesia, el ayuntamiento, el cuartel y el palacio. Al otro, una colonia de casas bajas en torno a una fábrica de vinagre abandonada. Las bóvedas de algunas de sus naves estaban hundidas y un tanque corroído dejaba escapar una pestilencia que se dosificaba día a día como una maldición interminable. Las horas pasadas en el muladar le parecieron agradables en comparación con la atmósfera invisible que aquel lugar generaba. A la altura de la fábrica, las vías se bifurcaban hasta convertirse en tres líneas que ensanchaban la franja férrea. A un lado estaba el edificio de la estación con sus voladizos de hierro remachado y los cristales rotos. En el centro había un andén como una larga isla con media docena de farolas de gas de aspecto endeble. Luego, un embarcadero de ganado hecho de ladrillo y dos galpones con las puertas atravesadas por tablones clavados. Al fondo, sobre la última vía, se elevaba un silo de grano de un color amarillo pálido coronado por un rótulo rojo en el que se leía la palabra «ELECTRA». Un edificio fuera de la escala general, desmesurado y poderoso, desde cuya azotea se divisaban las lejanas montañas del norte que ponían fin a la meseta. Una mole cuya sombra era de una intensidad dolorosa.

Su familia vivía en una de las pocas casas de piedra que había en el pueblo. La había levantado la compañía de ferrocarriles al final de la estación, justo donde la vía era atravesada por el camino que llevaba a los campos y las eras del sur. La casa del guardagujas, la llamaban todos. En las tardes de verano, la sombra del silo cubría por completo el tejado y parte del patio que la rodeaba: un espacio de tierra apisonada en el que deambulaban una docena de gallinas y tres lechones. Salvo el alguacil y el cura, nadie más tenía animales en el pueblo.

Antes de la sequía, el padre atendía la barrera y se encargaba de asistir al jefe de estación en los cambios de vías. Cuatro veces al día accionaba el mecanismo que hacía bajar el madero al tiempo que tañía una campana de mano. Algunos camiones paraban sus motores y los conductores se bajaban y liaban sus cigarros mientras veían pasar lentamente los convoyes en dirección al mar. Eran tiempos en los que los mercancías llegaban vacíos y se marchaban cargados con la avena, el trigo y la cebada del silo. Luego llegó la sequía y las llanuras languidecieron hasta morir. Dejó de crecer el grano y la compañía de ferrocarriles desguazó los vagones o los dejó varados. Cerraron la estación y destinaron al jefe a un puesto más al este. En un año se marcharon más de la mitad de las familias. Aguantaron los pocos que tenían pozos profundos, los que habían hecho dinero con el cereal y algunos que no tenían ni una cosa ni la otra, pero que se sometieron a las nuevas reglas de la tierra seca. Su familia no tenía pozo ni fortuna, pero se quedó.

Pararon a descansar junto a unos almendros viejos. La noche era calurosa y bebieron hasta casi terminar con la poca agua que les quedaba. A diferencia de la jornada anterior, al chico le pareció que esta vez el cabrero sabía adonde se dirigían. En un momento, se aproximaron a una cerca de alambre y la siguieron hasta que encontraron una brecha por la que pasaron al otro lado. Cruzaron por un sembrado yermo y salieron a un nuevo camino por el que avanzaron hacia el oeste. La pérdida repentina del norte hizo al chico pensar que su discurrir no tenía rumbo y que, el viejo, más que buscar pastos, sólo parecía interesado en deambular. En lo que a él respectaba, se alejaban del pueblo.

Con las primeras luces, vieron aparecer en el horizonte los restos de una gran construcción. El terreno era ondulado y, a medida que avanzaban, la ruina emergía o se hundía entre los campos de cereal agostados. El último repecho fue mostrando poco a poco los detalles de lo que llevaban viendo largo rato. Un alto muro de piedra y argamasa coronado por una hilera mellada de almenas y separado del camino por un guijarral estéril. Una única pared que aguantaba en pie gracias a la torre circular a la que se encontraba adosada. Varias hileras de mechinales recorrían la construcción de lado a lado a diferentes alturas. Los restos de un castillo o de una fortificación medieval sobre cuyo torreón alguien había colocado la figura de Jesús, que bendecía la llanura con dos dedos unidos. De su nuca salían tres potencias de bronce. El niño reconoció la imagen y al momento dio forma en su mente a la leyenda del castillo que todos los niños del pueblo habían escuchado en alguna ocasión. Según el relato más común, había un lugar hacia el norte o el noroeste en el que se levantaba un castillo. En él vivía un hombre solo, protegido por una guardia temible. El hombre pasaba los días y las noches en lo alto de una muralla con la mano levantada, advirtiendo a los viajeros de que no se acercasen a su castillo. Había quien contaba que en realidad no hacía un gesto, sino que mostraba un arma. Se decía que de su cabeza brotaban rayos que barrían el llano en todas direcciones. También se hablaba de perros salvajes y de que la guardia capturaba niños que llevaba ante el hombre para que practicara con ellos las torturas más salvajes.

Descendieron por la suave pendiente que conducía al castillo y, antes de llegar, se detuvieron para estudiar su forma. La vereda continuaba un poco más allá hasta desembocar en un camino de sirga que corría paralelo a una vieja acequia elevada, cuyos pilares rotos se retorcían en el aire caliente que subía desde la tierra. Todavía se podía apreciar, junto a ellos, la larguísima hondonada por la que en su día navegaron barcazas cargadas de troncos y sacos de cereal. Salieron de la vereda y atravesaron el guijarral hasta llegar a un punto en el que la pared, de caer hacia ellos, no les aplastaría. La precaución o el miedo operando sobre el inconsciente. Durante un largo rato contemplaron el muro como si se encontraran ante una maravilla irrepetible. Un torreón circular a la izquierda, la pared y, al final, el horizonte del que provenían. Hacia el lado del torreón se apreciaba un arco de medio punto que perfilaba una puerta tapiada. En la parte más alta del muro, sobre la clave de la puerta, colgaba intacto un matacán sustentado por tres ménsulas. Las cabras, por su parte, ocuparon el espacio libremente, guiadas tan sólo por la búsqueda de restos de hierba seca. Si el muro se venciera en ese momento, las mataría a casi todas. El chico se entretuvo examinando la escultura que identificó con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que había en la iglesia del pueblo. Sólo por un instante sintió ganas de volver allí y reunir a los niños en el patio de la escuela para contarles su descubrimiento. Sobre todo, para hablarles de que el terror no estaba subido en un castillo, sino que paseaba por las calles del pueblo entre explosiones y nubes de humo tóxicas.

Al cabo de un rato, el chico se giró hacia el viejo a la espera de que éste diera por terminada la contemplación para poder así descargar al burro y descansar. El hombre permaneció de pie con la mirada disuelta en la pared. El niño pensó que el pastor se había quedado dormido. Desde su menor altura, pudo ver los orificios alargados de la nariz del anciano y cómo brotaban de su negritud largos pelos blancos. La barba cana de cuatro días, la quijada de la que colgaba el pellejo de su cara ausente. Sintió deseos de tirarle de la manga y sacarle del lugar en el que estaba, pero ésa era una familiaridad que no le estaba permitida. Carraspeó, se rascó la nuca y fingió la inquietud de quien se orina, sin conseguir captar la atención del viejo.

—Señor.

El pastor se giró de inmediato, como si hubiera sido insultado, y sólo entonces comenzaron a caminar hacia el muro. Cuando llegaron, el viejo se dejó caer contra la pared y fue el niño quien descargó al burro. Fue sacando los enseres de las aguaderas y los fue dejando junto al viejo. Cuando terminó, desmontó los serones y fue metiendo de nuevo las pertenencias del pastor dentro de ellos. El viejo le pidió la albarda para usarla como respaldo. El muchacho trato de sacarla por el costado, pero la pieza estaba bien encajada en el lomo de la bestia y, por más que lo intentó, no consiguió bajarla. Buscó en los serones una trenza de albardín que había sobrado del redil y la ató a la retranca. Luego fijó el otro extremo a una piedra caída del castillo y tiró del ronzal. El animal se movió, y la albarda se deslizó por sus cachas hasta caer al suelo.

Le acercó la albarda al pastor y, observándole de cerca, al chico le pareció que estaba mucho más cansado que en los días previos y que su aspecto era el de un hombre enfermo. El viejo dijo que pararían en el castillo durante un par de días porque cerca había un pozo y también porque era el único lugar con sombra que encontrarían en muchos kilómetros y allí las cabras tenían comida. El niño miró a su alrededor, y hasta donde alcanzaba su vista, no vio otra cosa que guijarros y arcilla endurecida. Tan sólo algunos matojos de garbancillo resecos y restos de siega desperdigados como único alimento para los animales. El chico pensó que, hasta la fecha, no habían pasado ninguna jornada sin sombra y que, en lo que a la comida de las cabras se refería, aquél era uno de los sitios más pobres en los que habían estado. Se volvió al viejo y lo encontró tendido sobre las piedras, con la cabeza apoyada en la albarda y el sombrero sobre la cara. Pensó que estaba agotado de tanto camino y que, si paraban allí, era porque el hombre no podía con sus huesos. Se agachó y, agarrando las garrafas por sus cuellos, las meneó para calcular el agua que les quedaba.

A mediodía, el muchacho aparejó el burro con el albardón y los serones y luego cargó en ellos las garrafas y el cubo de ordeñar. Desde su lecho, el pastor le describió lo que encontraría, le indicó el camino con un dedo y, antes de que partiera, le prestó su sombrero de paja.

Aunque la alberca junto a la que estaba el pozo se veía desde el castillo, cuando llegaron, al niño le corrían goterones de sudor por la frente. Tal y como le había dicho el viejo, encontró el depósito redondo y, a unos metros de él, un brocal de ladrillo con un grueso arco de obra del que colgaba una rastra de pozo con cuatro puntas. Alguien había tirado palos a la sima que se cruzaban de lado a lado sin dejar hueco para meter el cubo en el agua. Con la ayuda de la rastra los fue izando hasta que abrió una ventana.

Pasó un par de horas subiendo agua hasta que las dos garrafas estuvieron llenas. Les puso los corchos y agarró la primera para cargarla en el burro pero no pudo con ella. Tuvo que vaciar la mitad del contenido de cada una y, aun así, le costó lo indecible meterlas en los serones.

Volvió al castillo al atardecer, reventado por el esfuerzo. El viejo estaba en el mismo sitio en el que lo había dejado horas antes. Descargó el agua, liberó al asno y lo maneó, y cuando hubo terminado de dar de beber a las cabras, se sentó junto al viejo y allí se quedó, viendo cómo la luz cambiaba de textura a medida que el sol se ponía al otro lado de la pared. Sonaban aleteos de palomas que volvían al torreón a dormir.

Cenaron almendras rancias y pasas a la luz de la media luna creciente y al acabar, el chico recogió las cosas y luego despejó de piedras un trozo de tierra a un par de metros de donde yacía el viejo. En su limpieza encontró un cráneo de liebre, ligero y sonriente. Lo sostuvo entre sus manos y repasó sus complejas formas con las yemas de los dedos. Imaginó la cabeza contra un pequeño plafón ovalado de madera oscura, como si fuera un trofeo de caza enano. Una chapa de metal dorado bajo el cuello mostraría el nombre del cazador y la fecha en la que abatió a la pieza. Dejó el cráneo a un lado, enrolló el ropón y se lo puso bajo la cabeza. Estaba tan cansado que incluso los olores del burro que exudaba la almohada que acababa de fabricarse, le parecieron agradables. Le dio al viejo las buenas noches y, como era habitual, no recibió respuesta. Tumbado, repasó el firmamento en busca de las constelaciones que conocía, y cuando hubo terminado, dirigió su mirada a la luna creciente. El resplandor lechoso le hirió las retinas. Cerró los ojos y dentro de ellos vio persistir el fogonazo en forma de arco. Le vino a la mente el cráneo que había encontrado mientras preparaba su cama. Por los lienzos húmedos de sus párpados desfilaron recuerdos de la galería de trofeos que el alguacil tenía en su casa. Recordó la primera vez que entró en aquel lugar. Lo acompañaba su padre. El olor acre de la madera y los chirridos de las largas tablas de un tipo de suelo que no había visto en ningún otro sitio. Los dos esperando en el recibidor sombrío, con el padre retorciendo el gorro contra el pecho. El artesonado oscuro y la larga sala repleta de cabezas de muflones, venados y toros.

—¿Es éste tu chico?

—Sí, señor.

—Es un niño hermoso.

El recuerdo de la voz del alguacil le rajó los ojos y sintió que era sangre lo que comenzaba a brotar por las rendijas infladas de sus párpados. Se mordió los labios con la cara plana contra el cielo y notó una corriente oleosa que penetraba por los lagrimales y comenzaba a colapsarle la nariz. Sorbió los mocos para despejar los conductos y el ruido que hizo le puso alerta porque temía que le oyera el cabrero.

—No temas. Aquí no te va a pasar nada.

La voz del viejo brotando de la mismísima tierra, abriéndose camino entre las capas rocosas para reventar el hongo maloliente en el que vivían. El chico se quedó mudo, con el cuello tenso. Luego oyeron cigarras en algún lugar y el niño comenzó a sorberse los mocos y a tragárselos hasta que sintió cómo el aire penetraba puro por sus orificios. Se secó los ojos, se puso las manos juntas bajo la cara y un rato después se quedó dormido.

A pesar de haberse echado a un par de metros del pastor, a la mañana siguiente el chico se despertó pegado al cuerpo quieto del viejo. La ininterrumpida claridad del llano le abrió los ojos y lo primero que sintió fue el apestoso halo de podredumbre que rodeaba al hombre, tan intenso como el suyo propio, pero menos conocido. Aleteó los párpados para intentar despejarse y reptó hacia el lugar en el que se había acostado, con la esperanza de que el pastor estuviera dormido. El viejo, tumbado en la misma posición en la que había estado desde que habían terminado de cenar la noche anterior, giró su cabeza sobre la albarda y le pidió al chico que le acercara una cabra. El muchacho se sintió avergonzado al darse cuenta de que el viejo se había despertado antes que él, y no supo cómo interpretar el hecho de que sus cuerpos hubieran estado unidos sin que el cabrero se hubiera alejado. Se puso de pie y se sacudió el polvo. Tenía lamparones en la camisa y jirones colgando como cerdas en las bocas de las perneras.

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