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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (8 page)

BOOK: Intemperie
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Después de desayunar, el viejo le pidió al chico que le montara un tenderete con la manta para protegerle del sol de la mañana. El muchacho introdujo dos esquinas de la manta en sendos agujeros de la muralla y luego las afianzó empotrando palos. Cuando terminó, se sentó junto al viejo fuera de la sombra a la espera de nuevas instrucciones, porque así era como empezaba a regularizarse su convivencia. El pastor, reducido por la creciente sequedad de sus articulaciones, tendido bajo el cielo inclemente. El chico, como una extensión tónica del viejo, dispuesto para el laboreo que el llano y la intemperie les imponían. Se mantuvieron quietos durante bastante rato. El viejo recostado sobre la albarda y el chico esperando bajo el sol. Cuando ya no pudo más, se levantó, rodeó el muro y se tendió a la tórrida sombra del otro lado, donde se quedó dormido. Le volvió a despertar el sol, que ya empezaba a rebasar la vertical de la pared. Regresó donde estaba el pastor y comieron restos de queso y algo de la poca carne seca que les quedaba.

El viejo pasó la mayor parte de la tarde leyendo una Biblia de esquinas redondeadas que guardaba envuelta en un trapo. Iba señalando las palabras con un dedo al tiempo que las pronunciaba sílaba por sílaba. El chico recorrió los alrededores de la ruina con el perro. En su inspección reconoció los restos de los cimientos que dibujaban la antigua planta del castillo y se preguntó adonde habrían ido a parar todas las piedras que habían formado sus paredes y sus bóvedas. Descubrió algunos lagartos secos y egagrópilas con sus rellenos de huesecillos y pelos quebradizos. Por el lado suroeste de la muralla encontró plumas y tiras de piel retorcidas que interpretó como las sobras de un banquete de mochuelos.

En el extremo de la planta opuesto al muro, descendió por un talud en el que los conejos habían escarbado madrigueras con decenas de bocas. El chico volvió adonde yacía el viejo y le informó de su hallazgo. Le contó que había huellas y cagadas por todas partes. También le habló de su experiencia como cazador con hurones y de cómo se parecía ese arte a la manera en la que el viejo había apresado a la rata en el muladar. Habló de jornadas de caza en los terraplenes del ferrocarril y de cómo, tras los apresamientos, se daba muerte a los animales suspendiéndolos por las patas traseras y golpeándoles con un palo en la nuca. «La liebre se queda así», le dijo haciendo muecas con la cara y extendiendo los brazos temblorosos hacia el frente. Según el muchacho, julio era el mejor mes para atrapar a la cría de la perdiz. «Hay que ir al mediodía, a la hora de más calor, y cuando se encuentra a una hembra con perdigones, elegir uno y correr detrás de él sin parar. Terminan cansándose». Luego, sin citar a la madre, le contó cómo se desollaba un conejo y cómo se le retorcía el cuello a un pichón. El perro, a su lado, movía la cola como si quisiera insuflarle aire a la ensoñación aventurera del chico. Cuando acabó de hablar, el viejo le dijo que de nada serviría cazar el conejo porque para cocinarlo tendrían que hacer fuego y eso podría atraer a los hombres que le buscaban. El niño se desinfló ante la negativa del viejo, porque, por una vez, había sentido que tenía algo que aportarle a aquel hombre que parecía saberlo todo. Su desánimo hizo que no fuera capaz de entender lo que el viejo acababa de decirle.

Pasaron el resto del día separados. El pastor con su Biblia y el niño, con el perro, al otro lado del muro. A última hora de la tarde, el hombre enganchó con la vara el zurrón y sacó de él un trozo de torta y las últimas almendras rancias. Mientras esperaba a que el chico apareciera, intentó partir las almendras con dos piedras. Las manos le temblaban y no conseguía poner las cáscaras en la posición apropiada. En uno de los intentos se golpeó los dedos y el dolor le hizo bufar. Con el sol ya casi puesto, el niño regresó al lado del viejo. Traía una estaca en una mano y un conejo en la otra. El perro correteaba a su alrededor.

A pesar del dolor de huesos, fue el viejo quien se encargó de despellejar el conejo. Lo tomó en sus manos, lo sopesó y por un momento pareció satisfecho con la pieza cobrada. Luego le practicó unos cortes en las patas y en el abdomen y fue tirando de la piel hasta que el animal quedó desnudo. Le lanzó las visceras al perro y le pidió al chico que le ayudara a levantarse. Fueron al torreón y, mientras el viejo preparaba un hogar con piedras, el chico deambuló por los alrededores en busca de combustible. Asaron el conejo de la misma manera en que habían cocinado la rata. Durante la cena no hablaron. Se limitaron a rebañar hasta la última hebra de carne adherida a los huesos. Cuando terminaron, el viejo se quedó liando un cigarrillo y el niño se encargó de limpiar los restos de la fogata y de deshacerse de los huesos y del pellejo. Fue entonces, mientras enterraba los desperdicios lejos del castillo, cuando regresó a su cabeza la escena en la que el viejo le había advertido acerca de los peligros de encender fuego. El niño remató su enterramiento revolviendo con la bota la tierra sobre la fosa y volvió a reunirse con el pastor. Lo encontró de espaldas, orinando unos metros más allá de la manta con una mano apoyada en el muro. El humo del cigarro le envolvía la cabeza como una nube de pensamientos grises.

—¿Cómo sabe que me buscan unos hombres?

El viejo se quedó quieto y callado como si fuera la mujer de Lot viendo arder Sodoma. El chico permaneció a la espera. Sin soltar el apoyo de la pared, el cabrero terminó de orinar y luego se sacudió. Cuando se dio la vuelta, el niño apreció la humedad de sus pantalones y cómo, de la bragueta, asomaba rosado su glande.

El chico salió corriendo y se perdió en la oscuridad. Fue su subconsciente quien eligió hacerlo en dirección al enterramiento que había practicado minutos antes. Pasó junto a él trastabillando y dándole patadas a las piedras y continuó su huida tan deprisa como pudo en dirección al pozo hasta que se tropezó con la llave de paso de la alberca. Permaneció tumbado en medio de la noche sintiendo cómo la sangre le inflamaba el empeine a golpes regulares. Cuando recuperó la calma, reptó hasta el depósito de agua y allí permaneció con la espalda apoyada en los ladrillos. Desde donde estaba tenía una panorámica imprecisa del muro y del llano que lo rodeaba. La imagen del viejo girándose torpemente hacia él ocupaba por completo su pensamiento. El glande húmedo, los tejidos desollados del conejo, la partida que le buscaba. Supuso que aquella parada no era otra cosa que una espera. Una especie de punto de encuentro donde sería entregado al alguacil. Pensó que el viejo había estado fingiendo sus dolores y que le había llevado hasta aquel lugar para ser ajusticiado lejos del pueblo. Imaginó al cabrero contemplando tranquilo su martirio al pie de la muralla. Deseó estar lejos de todo aquello y se lamentó por no haber sabido soportar mejor su destino. Los cencerros de las cabras, en la lejanía, le distrajeron y, por un rato, dirigió su atención hacia el castillo, donde no apreció actividad ni movimiento. Más tarde, cuando su estómago lleno se hubo recuperado de la carrera, se dejó mecer por el rumor de las cabras y se quedó dormido sentado, con la cabeza colgándole sobre el pecho.

A punto de amanecer, le despertó el perro metiéndole el hocico por el cuello doblado. El chico lo apartó medio inconsciente y el perro volvió a escarbar bajo su mandíbula. El niño abrió los ojos y lo primero que vio fue al perro moviendo el rabo. Traía colgada del cuello la lata que el pastor le había dado la primera vez que se habían visto. El chico acarició al perro y luego se desperezó tras el múrete circular. Vio la llave de paso oxidada con la que había tropezado la noche anterior y se llevó las manos al empeine. Se lo palpó por encima de la bota y, aunque le molestaba, no creyó tener ningún hueso roto.

El chico y el perro volvieron juntos al castillo al mediodía. Cuando llegaron, encontraron al viejo tumbado en su sitio con los ojos abiertos. Ya no tenía restos de humedad en la entrepierna y de su bragueta abierta no salía nada. El chico se quedó de pie a cierta distancia y el viejo le miró.

—Siéntate.

—No quiero.

—Yo no te voy a hacer nada.

—Sabe que me buscan. Va a entregarme.

—No es ésa mi intención.

—Su intención es la de todos.

—Te equivocas.

—¿Por qué me ha traído hasta aquí?

—Porque está lejos.

—¿Lejos de qué?

—De la gente.

—La gente no es mi problema.

—Cualquiera que te vea puede delatarte.

—Como va a hacer usted, ¿no?

—No.

—Usted es igual que los demás.

—Yo te he salvado la vida.

—Para tener algo que cobrar, supongo.

El viejo guardó silencio. El chico, a diez metros, se movía inquieto dentro de un círculo pequeño, como si la decepción que sentía le estuviera haciendo orinarse.

—Yo no sé por qué huyes ni quiero saberlo.

El chico dejó de moverse.

—Lo único que sé es que el alguacil no tiene jurisdicción aquí.

El chico escuchó la palabra «alguacil» en boca del pastor y sintió cómo la sangre le ardía en los talones y cómo esa flama subía desde el suelo y le abrasaba por dentro como sólo lo hace la vergüenza. Escuchar el nombre de Satán en labios de otro y sentir cómo la palabra derribaba los muros en los que él vivía su oprobio. Verse desnudo frente al viejo y frente al mundo. El chico retrocedió un par de pasos y se acuclilló contra la muralla tibia y pedregosa. Sintió el tacto de la áspera piel de la roca y allí fue cuadrando, una por una, las piezas que el llano le había ido entregando. Pensó que, precisamente en aquel lugar, fuera de la jurisdicción del alguacil y lejos de pueblos habitados, podrían hacer con él lo que quisieran. Sólo las piedras serían testigos de los desgarros y de la muerte que habría de seguirlos. Se puso de pie.

—Me voy.

—Haz lo que quieras.

El muchacho le desató al perro la lata del cuello y se la mostró al cabrero.

—Me llevo esto.

—Es tuyo.

Vació agua de la garrafa en el recipiente y bebió repetidas veces. Luego guardó la lata en el morral, se agachó y acarició al perro bajo la quijada. Antes de partir, se apretó la cuerda que le servía de cinturón y miró a su alrededor. El cielo era una bóveda azul y despejada. Se pasó las manos por la cabeza y, sin volver la mirada al pastor, comenzó a caminar hacia el norte, dejando el castillo a su espalda. El viejo se incorporó para ver al chico marchar. El perro le siguió alegre, como si partieran a explorar los contornos de la fortaleza. Correteó a un lado y al otro del niño hasta que se colocó delante de él y le puso las patas en los muslos para que el chaval lo acariciara. El muchacho lo apartó de su camino para continuar andando y el perro dejó de insistir y lo siguió tranquilamente. Cuando se habían alejado quince o veinte metros el pastor silbó, y el perro dejó sus juegos y levantó las orejas en dirección al castillo. Entonces el chico, antes de que se fuera, se agachó junto a él y le metió las manos por el cuello y le dijo cosas al oído que hicieron al animal perder su tensión pastora y regresar a la muralla relajado y conforme.

El chico se irguió de nuevo, se sacudió las perneras y notó una vaharada de brisa caliente en la nuca. Respiró ante lo incierto de su camino y fue entonces cuando escuchó el rumor de un motor que la brisa traía. Se volvió y a lo lejos divisó una nube de polvo sobre el camino de sirga. La calina le impedía ver la superficie de la tierra y no era capaz de distinguir el origen exacto de un ruido que cada vez era más nítido. Sin pretenderlo, buscó con la mirada al cabrero y lo encontró de rodillas, haciendo visera con la mano en la dirección de la nube de polvo. El mismo aire que traía a los hombres revolvía las hojas transparentes de la Biblia abierta sobre el suelo. El pastor le hizo señales con la mano para que se agachara.

El niño miró nervioso a su alrededor en busca de una escapatoria y no la encontró. Tras él, el cabrero con su pared y sus montones de escombros. En cualquier otra dirección, una llanura inclemente y eterna en la que no iba a encontrar cobijo. Se agachó y recorrió el camino de vuelta al muro a cuatro patas. Pasó junto al viejo y continuó hasta apretarse contra las piedras.

—Escóndete.

El chico puso el pecho contra el suelo y comenzó a reptar sobre los codos. Los guijarros se le clavaban en los antebrazos y le rasgaban las mangas de la camisa. Se arrastró junto al muro hasta recorrerlo entero y pasar a la otra parte por el lado contrario al torreón. A salvo de la vista de los hombres, continuó arrastrándose por los valles de escombros hasta el centro del muro. El perro le siguió, curioso, a la espera de que el niño le lanzara un palo o le escarbara debajo de la mandíbula. Amenazaba con descubrir su escondite. El niño se sentó en cuclillas con la espalda contra la pared, atrajo al perro y le metió los dedos bajo la mandíbula para apaciguarlo.

Cuando la partida abandonó el camino de sirga y enfiló la senda que llevaba hacia el castillo, el viejo reconoció la moto del alguacil. Le acompañaban dos hombres a caballo cuyas herraduras sacaban chispas de las chinas empotradas en el camino.

El pastor silbó y el perro dejó de mover el rabo, tensó las patas y enderezó las orejas. Sacó la cabeza de entre las manos del niño y salió disparado para rodear el muro y reunirse con el viejo, que en ese momento buscaba algo en el interior del zurrón. A medida que se acercaban los hombres, el murmullo de la motocicleta se transformó en un petardeo que espantó a las tórtolas y las palomas que anidaban dentro de la torre.

Las cabras les abrieron paso. El viejo dejó caer junto a su pie la última tira de carne seca. El perro se sentó a su lado y empezó a lamer y a mordisquear el trozo de músculo correoso. No tardaría en ablandarla y tragársela.

El pastor les recibió de pie. Se quitó el sombrero y asintió con la cabeza en señal de bienvenida. Uno de los jinetes le devolvió el saludo tocándose la punta de su gorra. El otro, un tipo con la barba rojiza, ya recorría los contornos con la mirada. De los tres, era el único que llevaba arma. Una escopeta de caza de cañones paralelos con la culata incrustada. El alguacil apagó la moto y, a pesar de que las cabras seguían balando y meneando sus cencerros, el viejo sintió como si se hubiera hecho el silencio absoluto. El hombre se sacó los guantes de cuero y los colocó uno junto a otro sobre el borde interior de la carrocería del sidecar. Los dedos hacia dentro y los largos manguitos de cuero colgando por fuera. Luego, sin bajarse de la moto, se quitó las gafas elásticas, se abrió el verdugo del casco y se descubrió. Tenía el pelo empapado en sudor. Se pasó las manos por la cara como si se la estuviera lavando y se llevó el cabello húmedo hacia atrás formando un peine con los dedos. Del sidecar extrajo un sombrero de fieltro marrón, se abanicó con él durante unos segundos y luego se lo puso en la cabeza ajustándoselo ceremoniosamente sobre las cejas.

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