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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (2 page)

BOOK: Intemperie
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Le despertó el ruido de unas hojas agitándose fuera a una hora en la que la luz que entraba por la tapadera había perdido casi todo su vigor. Por el sonido, pensó que sería algún pequeño roedor olisqueando el suelo. Necesitaba desenroscarse, estirar el pecho, sacudirse el barro, airear sus pantalones, salir. Sólo le quedaba cerciorarse de que el ruido que lo había despertado no iba a suponerle una amenaza. Enderezó la espalda y levantó ligeramente la tapadera de ramas con la coronilla hasta abrir una rendija por la que poder ver algo. Un ratón de campo hincaba el hocico entre las hojas enrolladas de los olivos, a unos centímetros del refugio. Desmontó rama a rama su tejadillo en una versión invertida de la nidificación. Asomó la cabeza y la giró en derredor como un periscopio hasta barrer el olivar y no encontró signos de vida más allá del ratón escapando entre los montones de poda abandonados. Cuando salió del agujero, la luz tenía una textura polvorienta y rojiza. Ya no había sol sobre el horizonte, pero un halo amarillento iluminaba el llano desde poniente y alargaba las sombras sobre los barbechos. Se estiró en todas las direcciones posibles. Se retorció, se agachó, se levantó y pataleó, y por un momento se desentendió de la huida y no reparó en los trozos de barro geométricos que se desmoldaban de sus suelas. La humedad persistía en sus pantalones. Separó las piernas y tiró con los dedos de la tela para despegarla de la piel. Si hubiese escapado en invierno, pensó, ahora estaría congelado.

Eligió aquel lugar meses atrás por ser el espacio arbolado más próximo al pueblo. En aquel entonces no sabía a qué hora de la noche podría salir de la casa, ni el tiempo del que dispondría hasta alcanzar un escondite. Si huía en cualquier otra dirección, los hombres le divisarían a cientos de metros de distancia. Allí, al menos, contaba con la protección de los olivos. Dentro de la parcela escogió el borde norte porque era el punto desde donde tendría una visión más amplia de la llanura a la que habría de enfrentarse.

Se quitó la ropa y tendió las prendas en unas ramas bajas para que les diese el aire. Notó la piel tumefacta y apestosa. Palomas torcaces aleteaban entre las copas en busca de un refugio donde pasar la noche. Se frotó el cuerpo con tierra seca como si fuera un elefante y al momento sus sensaciones mejoraron. Sacó el morral del agujero y caminó a lo largo de la línea de olivos que lindaban con el llano hasta que encontró uno que le pareció apropiado. Se sentó desnudo en el suelo y apoyó la espalda contra el tronco leñoso del árbol. Las piedrecillas se le clavaban en el culo y la corteza le pinchaba la espalda. Cuando estuvo acomodado, buscó en el morral y sacó un trozo de queso duro y un mendrugo de pan. Engulló el queso mientras contemplaba cómo la noche se hacía cargo de la Tierra. Por encima de él, las palomas zureaban en las copas de los olivos. Royó la corteza con las manos aceitosas y, cuando la dio por terminada, hizo ademán de lanzarla pero detuvo su brazo antes de que el trozo volara. Pensó en las voces de los hombres que le habían estado llamando por la mañana. Se giró hacia el olivar e imaginó las figuras oscuras de quienes le buscaban y cómo gritaban en silencio su nombre. Volvió entonces su cuerpo a la llanura y guardó el resto en la bolsa. Seguía teniendo hambre y rebuscó otra vez entre sus cosas sabiendo que, devorado el queso, sólo le quedaba medio salchichón seco. Lo sacó y se lo llevó a la nariz. Cerrando los ojos dejó que le penetraran los aromas de la pimienta y la canela. Lamió la barra de carne y fue a morderla, pero de nuevo sintió las sombras de quienes le perseguían, y no tuvo más remedio que guardar el embutido para un momento de mayor necesidad que, no le cabía duda, llegaría pronto.

Durante un buen rato estuvo repasándose las encías con la lengua para tratar de lavar el picor que la leche curada le había dejado. Mordió algo de pan, bebió agua de la bota y luego se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza en una raíz sobresaliente del olivo. El cielo era de un azul oscurísimo. Las estrellas en lo alto parecían incrustadas en una esfera transparente. Delante de él, el llano se sacudía el sufrimiento que el sol le había causado durante el día, desprendiendo un olor a tierra quemada y pasto seco. Un mochuelo blanco pasó por encima de su cabeza y se perdió entre las copas de los olivos. Pensó que se encontraba en el lugar más alejado del pueblo en el que había estado en toda su vida. Lo que se extendía frente a las plantas de sus pies era para él, sencillamente, tierra incógnita.

2

Caminaba hacia el norte en medio de la noche tratando de evitar los senderos. Todavía tenía los pantalones húmedos, pero eso era algo que ya no le preocupaba. Avanzaba por los barbechos buscando los restos de paja que habían quedado de la última siega. Levantó alguna perdiz a su paso y sintió el pataleo de liebres que escapaban del crujir de sus botas. Superado el olivar, no tenía más plan que mantener el rumbo. Sabía reconocer la Vía Láctea, la uve doble de Casiopea y la Osa Mayor. A partir de ella ubicó la Estrella Polar y hacia allí dirigió sus pasos.

Aunque no llevaba ni un día en fuga, sabía que era tiempo más que suficiente para que el miedo ya estuviera corriendo por las calles del pueblo, camino de la casa de sus padres. Un torrente invisible que arrastraría a las mujeres de la aldea hasta remansarlas en torno a la madre, arrugada como una patata vieja, tendida lacia sobre la cama. Imaginó la agitación en la casa y en el pueblo. Gente encaramada al pretil de piedra con la esperanza de atisbar algo del interior a través de la puerta entreabierta. Visualizó la moto del alguacil aparcada frente a la entrada: una robusta máquina con sidecar con la que recorría el pueblo y los campos dejando tras de sí nubes de polvo y estruendo. El chico conocía bien ese sidecar. Había ido muchas veces en él cubierto con una manta polvorienta. Le vino a la memoria el olor a grasa bajo la lana y los remates de hule craquelados alrededor de la pieza. El ruido de aquel motor era para él la trompeta del primer ángel. La que mezcló fuego y sangre y los arrojó sobre la Tierra hasta quemar toda la hierba verde.

Sólo el alguacil disponía de un vehículo a motor en la comarca y, que él supiera, sólo el gobernador poseía un vehículo de cuatro ruedas. Él nunca lo había visto, pero había oído cientos de veces la historia de cuando fue al pueblo para inaugurar el silo de grano. Al parecer, los niños le recibieron agitando banderitas de papel y en la celebración se sacrificaron varios corderos. Quienes lo habían vivido describían el automóvil como si de un objeto mágico se tratara.

Desplazándose minúsculo y oscuro en medio de aquella negrura mayor, se preguntó si habría algo en la línea que unía su posición con ese norte total que pudiera convenirle. Quizá frutales en los bordes de los caminos, fuentes de agua limpia, largas primaveras. Le resultó imposible concretar una expectativa cierta, pero no le importó. Dirigiéndose hacia el norte se estaba alejando del pueblo, del alguacil y de su padre. Se estaba marchando y eso le bastaba. Pensó que lo peor que le podría ocurrir es que dilapidara sus limitadas fuerzas avanzando en círculo, o lo que era lo mismo, acercándose a los suyos. Sabía que manteniendo invariable el rumbo, tarde o temprano se cruzaría con alguien o con algo. Era sólo cuestión de tiempo. Como mucho, daría la vuelta al mundo para volver a toparse con el pueblo. Entonces ya daría igual. Sus puños serían duros como la roca. Es más: sus puños serían de roca. Habría vagado casi eternamente y, aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más. Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias. Si, habiendo atravesado el gélido polo, los bosques umbríos y otros desiertos, ardería en él todavía la llama que le había quemado por dentro. Quizá el desamparo que le había expulsado del hogar que Dios designó para él ya se habría disipado para entonces. Puede que la distancia, el tiempo y el roce incesante con la tierra limaran sus asperezas y lo calmaran. Recordó el globo terráqueo de cartón que había en la escuela. Una esfera grande que apenas se mantenía en pie de tanta holgura como tenía su peana de madera. Mirándola resultaba fácil saber el lugar en el que estaba el llano, porque los dedos de varias generaciones de niños habían ido desgastando, año tras año, el punto donde se encontraba el pueblo, hasta borrar el país entero y el mar que lo rodeaba.

Divisó a lo lejos lo que parecía una hoguera y se preguntó a qué distancia estaría. Se detuvo y trató de calcular, pero le resultó imposible medir en medio de la indescifrable oscuridad en la que se hallaba. Pensó que aquello que imaginaba como una hoguera en la lejanía, bien podría ser la llama de una cerilla unos metros más allá o incluso una casa entera ardiendo a kilómetros de allí.

Como un indio embelesado por los oropeles que le presenta el conquistador, se dirigió hacia ese único punto luminoso de la superficie por la que transitaba. Durante más de una hora caminó sobre terrones de arcilla y piedras. Tenía la brisa de cara, lo que significaba que quien fuera el que hubiese encendido la hoguera, si tenía perros, no le descubriría a menos que él hiciera ruido. Se acercaba al punto luminoso sin un objetivo claro. Podía tratarse de un pastor, un arriero o un bandolero. Confiaba en que, a medida que se fuera aproximando, la luz de la hoguera pudiera aportarle información al respecto. Le asustaba la idea de encontrarse con un delincuente. Tampoco sabía si alrededor del fuego dormirían perros sarnosos. Sabía, sin embargo, que iba a necesitar la comida y el agua de quien hubiera encendido la fogata. Si se la pediría o si tendría que robársela era algo que decidiría cuando supiera a quién se había de enfrentar. Escuchó un coro de cencerros en la dirección del fuego y eso le tranquilizó. Aun así, recorrió los últimos metros con un sigilo absoluto. Caminaba posando las plantas de los pies como si estuviera en un lagar de pétalos de rosa. A poca distancia del campamento encontró un mazo de chumberas y, tras él, se detuvo a observar.

Al otro lado de la lumbre había un hombre acostado sobre el suelo. Aunque estaba de cara a la luz, no pudo distinguir su edad porque la manta le cubría el cuerpo entero, desde los pies hasta la coronilla. Un suave resplandor como una brasa lejana comenzaba a elevarse por el horizonte revelando unas formas arbóreas que la noche había ocultado. Le pareció distinguir las siluetas de varios chopos y supuso que el rebaño paraba allí por el mismo motivo que los árboles. Una cabra emergió de la oscuridad del fondo y cruzó por detrás del pastor hasta volver a desaparecer entre las bambalinas del amanecer. Su cencerro describió una línea de sonidos en el aire como una cuerda con nudos. A un lado, un burro descansaba aborregado con las manos flexionadas bajo el pecho. Repartidos por doquier, distinguió cuerpos inmóviles de cabras que pronto despertarían. A los pies del hombre había un zurrón y un perro pequeño que dormía enroscado.

La escasa luz del fuego agitaba las sombras como llamas negras. El niño metió la cabeza entre las hojas de la planta para intentar apreciar los rasgos del hombre. Sintió un pinchazo en un brazo y lo contrajo hacia su cuerpo. La hebilla del zurrón chascó ligeramente. El perro abrió los ojos y levantó las orejas picudas. Al instante se puso de pie y olfateó el aire en todas direcciones. El chico mantuvo el brazo pegado al cuerpo con la otra mano por encima, como si el miembro delator tuviera vida propia y fuera a lanzarse contra las espinas de la chumbera. El perro comenzó a moverse, primero alrededor del pastor, y luego, abriendo el radio, se fue aproximando adonde se encontraba el muchacho. Mientras lo veía acercarse, no le pareció demasiado fiero, aunque sabía que nunca había que fiarse de esa clase de perros. Garulos, los llamaban en el pueblo. Animales sin estirpe, empequeñecidos por los infinitos cruces genéticos y con los rasgos raciales desdibujados. Cuando el animal se hallaba a unos metros se detuvo y, entonces sí, dirigió sus sentidos hacia el mazo de chumberas. Olió el aire y, de algún modo, se desactivó en él el estado de alerta y rodeó la protección del intruso moviendo el rabo, curioso. Cuando lo descubrió, no se asustó ni ladró. Al contrario, se aproximó y olió la mano que el niño le acercaba para evitar que ladrara. La lamió y, con ese gesto, se evaporó el miedo del chico a ser delatado. Parecía como si sus aromas terrosos o la orina de la que estaba impregnado le aproximaran al mundo del perro. Agarró la cabeza del animal con las dos manos y lo acarició metiendo los dedos por debajo de la mandíbula. Durante un rato el muchacho mantuvo al perro quieto con sus caricias. El tiempo que necesitó para tomar la decisión de cubrir el tramo que le separaba del zurrón que se encontraba a los pies del hombre.

Abrió su bolsa de lona y sacó el medio salchichón que le quedaba. Dejó al perro sentado, entretenido en chupar la barra de carne seca, y rodeó su burladero para comenzar a caminar con sigilo en dirección al zurrón. La luz de la fogata proyectaba su sombra flamígera contra las chumberas de su espalda. Mientras se acercaba sintió miedo y quiso retroceder y marcharse por donde había venido. Se retiraría hasta un lugar seguro y esperaría a que amaneciera para reconsiderar sus opciones. Tras las chumberas, el perro mordisqueaba toda la comida que le quedaba y supo que ya no había vuelta atrás.

Retomó su idea, tan sencilla como aterradora. Se acercaría en silencio al zurrón, tiraría suavemente de la correa y lo arrastraría hacia sí entre el coro de balidos. Tenía claro que no debía buscar la cara del hombre porque eso sería una provocación y una indecencia. Salvo la comida que ahora se terminaba el perro, nunca le había robado a un adulto y, si ahora lo hacía era porque no tenía más remedio. En su casa, las piedras de las paredes imponían una ley ancestral que dictaba que los niños debían mirar al suelo cuando eran sorprendidos haciendo algo inconveniente. Debían mostrar la nuca, dóciles como ofrendas o víctimas propiciatorias. Dependiendo de la gravedad del delito, los pescozones serían todo el castigo o sólo el preámbulo de una paliza mayor.

Cerca ya del hombre, volvió a dudar y consideró la idea de no robar el zurrón. Simplemente aguardaría junto a las brasas a que se despertase. Luego se mostraría ante él como lo que era: un niño indefenso que no le iba a suponer ninguna amenaza. Pensó que, con suerte, el hombre sería un pastor de otra comarca, llegado hasta allí en busca de los restos de la última siega. Acostumbrado a la soledad, incluso puede que agradeciera su compañía. El hombre le ofrecería un poco de comida y algo de beber y luego cada uno seguiría su camino.

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