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Authors: Jesús Carrasco

Tags: #Relato

Intemperie (4 page)

BOOK: Intemperie
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Buscó por los alrededores de la ruina los restos de algún pozo. Supuso que quien construyó la casa debió de hacerlo sobre un manantial o una corriente subterránea. Sin darse cuenta, con la mirada atenta al suelo, fue ampliando el radio de su exploración hasta llegar a la higuera que había divisado desde el almendro. Le sorprendió que aún conservara hojas verdes en aquella época del año y que el olor que desprendía no fuera el de la hierba seca. Le embelesó el aroma dulzón de los higos ausentes y, sin ser consciente, alguna parte de él se meció en un recuerdo agradable. Quizá una tarde de verano jugando bajo la higuera de la estación del ferrocarril, en un momento todavía inmaculado. Escondido entre las ramas tiernas y los higos reventados. Embriagado por la abundancia laberíntica y cavernosa de las pulpas calientes. Los colores de la maduración, la fina piel como una frontera delicadísima o como un débil pretexto de la canícula para aguantar sólo hasta la llegada del tacto.

Hizo una breve pausa bajo la sombra olorosa y continuó con su pesquisa. Detrás de la higuera encontró el esqueleto de una torre de metal tendida en el suelo. Escuadras de hierro corroído unidas por remaches, al final de las cuales distinguió los aros que, en su día, debieron de sustentar las aspas de madera. Le pareció un molino de pozo. Tanteó con la punta del pie la consistencia de su hallazgo y la estructura se desconyuntó. En un primer momento le sorprendió no haber divisado los restos desde el almendro pero, observando de cerca el reguero de escamas de óxido y cagafierro, lo que de verdad le asombró fue que alguien hubiera construido un molino tan corto. Pensó que si hubiese tenido unos metros más, quizá hubiera conseguido recoger aire de capas más altas, girar a otra velocidad y trabajar así para el granjero y su familia. Puede que de esa manera no hubieran tenido que marcharse y lo que ahora era una mínima colina de adobes en aluvión, podría ser todavía un hogar. Se preguntó cómo no se habían dado cuenta de algo tan trivial y lo primero que supuso fue que el granjero no había dispuesto de más hierro. ¿Por qué no lo hizo entonces de madera? ¿Qué clase de persona se asentaría en un lugar como aquél con tan escasa visión? A juzgar por el estado de la estructura, su solución llegaba con muchos años de retraso, pero en todo caso, ¿quién habría preguntado a un niño sobre las dimensiones de un molino como aquél?

La lengua pegándose al paladar lo devolvió a la realidad. Había llegado hasta allí en busca de agua. Al pie de donde debió de estar la torre, los restos de una higuera muerta se enmarañaban entre los barrotes de una reja. Por la abundancia de ramas entrelazadas, dedujo que en otro tiempo abundó el agua bajo sus raíces. Lianas gordezuelas que habían crecido bulbosas entre los agujeros del enrejado hasta fundirse las unas con las otras como si fueran de gelatina. Palmo a palmo, inspeccionó el centauro hasta encontrar un hueco herrumbroso que aún no hubiera sido colonizado por las lianas. Intentó mirar a través del agujero, pero no distinguió nada en la oscuridad del otro lado. Una corriente de aire fresca y húmeda brotaba del orificio. Pensó que quizá, a pesar de todo, había tenido suerte. ¿Le habría conducido el cabrero hasta allí al entregarle la lata?

Buscó un guijarro que cupiera por el agujero y lo dejó caer. La piedra no tardó en alcanzar el fondo, pero para el niño, que soñaba con un ruido de agua clara y fresca, el tiempo se dilató hasta despertar mucho después de que la piedra hubiera llegado al final de su caída. Arrojó una nueva china y, entonces sí, con los cinco sentidos puestos en la maniobra, esperó. El fondo devolvió un golpe ensordecido. Sin rastro de salpicaduras ni del chasquido acuoso de los pozos repletos. Tampoco había habido ruido de piedras y el chico pensó que, a lo sumo, el fondo de la sima sería un barrizal pastoso producto de alguna corriente subterránea en retirada.

Regresó a la palmera, acalorado. La sombra de la alta copa ya no estaba sobre la camisa. La corteza de queso sudaba su grasa sobre la tela, formando un lamparón como un arrecife coralino. La lata ardía y tan sólo las tiras de carne parecían no haber sufrido por la intemperie solar. Guardó los víveres en el morral, se puso la camisa y se preparó para descansar bajo la escueta sombra a la espera de que la tarde perdiera fuerza.

Las horas pasaban lentas y, aunque tenía hambre, no tocó la comida porque sabía que comer le daría más sed. Una y otra vez le vino a la cabeza el tonel de la casa. En él guardaban el agua de lluvia que recogía el tejado en los días en que caía algo del cielo. A pesar de que eso no ocurría desde hacía meses, el tonel siempre estaba lleno. Su madre se encargaba de acudir al caño de la plaza con un cántaro de una arroba para que el nivel del agua no bajara de la marca que había en el interior de la cuba. Era una orden del padre. Iba hasta la plaza y desde allí caminaba a lo largo de la fila de cántaros que las mujeres habían ido dejando a la espera de turno. Cuando llegaba al final, colocaba su cántaro y volvía a la casa para continuar con sus trabajos. Cada cierto tiempo volvía a donde había puesto el cántaro y lo acercaba al caño a medida que los que estaban delante iban siendo llenados y retirados. Y aunque casi todos los cántaros eran hijos de las manos del mismo alfarero, todo el mundo sabía de quién era cada recipiente. Las mujeres que se cruzaban por las callejuelas murmuraban entre sí para saber por dónde iba la fila o si había crecido el caudal del caño en las últimas horas. Durante el verano, el chorro de la fuente, ya de por sí raquítico, adelgazaba un poco más hasta convertirse en un hilo lastimoso y desesperante. Aun así, la madre acudía al caño cada vez que el nivel del tonel bajaba más de la cuenta. Recordó la tarde en que el padre irrumpió en donde estaban y se llevó a la madre, apretándole el codo. La puso frente al tonel y, zarandeándola, sacó su navaja. La madre abrió la boca y luego la escondió entre los pliegues de su pañuelo negro. El padre clavó la punta de acero en el interior de la cuba, rasgó hasta que la hendidura fue lo suficientemente profunda y se marchó. Entonces la madre, sola, se apoyó en la barriga del tonel y se dejó caer. Una mancha de virutas y serrín quedó flotando en la lámina de agua negra.

Contemplando la copa quieta de la palmera contra el cielo azul, se preguntó por qué esa necesidad de acaparar agua que tenía el padre. Pensó que quizá la atesoraba para venderla a precio de oro el día en que el caño dijera basta. Quizá quisiera proteger a su familia en caso de que volviese a haber una sequía extrema y convertirse en el último hombre en abandonar el pueblo. La dominación estaba grabada en el interior de la barrica como una herida abierta sobre la madera en la que se enganchaban mechones mucosos. Una marca oculta o un código cerrado. Una hendidura que era como una daga que asomaba de las entrañas del tonel sólo para la garganta de la madre.

A pesar de haber pasado la noche caminando, sabía que no debía dormirse. El sol terminaría declinando, pero en su avance desplazaría la sombra de la palmera y lo dejaría al descubierto. Se tendió en el borde de levante con la idea de cambiarse de sitio cuando toda la mancha de sombra hubiera cruzado sobre él. Desde el suelo, elevó la cabeza y miró hacia los lados para calcular el lugar en el que finalizaría su recorrido reptil. Luego, volvió a poner la cabeza en su sitio y se dejó arrullar por el sonajero de palmas secas que se frotaban entre sí en las alturas.

Se quedó dormido.

Para cuando se despertó, ya llevaba casi dos horas al sol. Notó tirantez en la piel de la cabeza, desde el mentón hasta el cuero cabelludo. La raíz de cada pelo vivía en una angustia microscópica que, multiplicada, le producía desconcierto y rigidez. Un zumbido eléctrico azul cobalto inflamaba su cerebro y sintió que la cabeza le iba a estallar. A cuatro patas, reptó hasta la sombra de la palmera y se dejó caer. El polvo huyó bajo su cuerpo, formando una nube en miniatura.

En su delirio, una red de curvas gomosas se mece sobre un lecho aceitoso. No hay un horizonte propiamente dicho, pero una fuente de luz rojiza se desvanece en algún lugar de la escena. La oscuridad gana la batalla. Los matices se van perdiendo y los poros cerebrales se van colapsando. En algún momento, dentro de su cabeza, hay una circunvolución que despierta y la alerta cobra una forma embrionaria. Su voluntad se abre camino como un Laocoonte a través de la penumbra húmeda de su cerebro hasta que su consciencia es total. En la silla turca de su cráneo se sienta él o alguien que vive en su interior y que toma el mando de su cuerpo. Activa los órganos y abre espitas para que la sangre vuelva a fluir a través de los conductos colapsados por el vacío repentino. El niño de la silla le ordena abrir los ojos, pero no consigue que los párpados se eleven. Una ola extraña y minúscula recorre su frente como una lija de babas que le rasca la piel dolorida. De nuevo, intenta levantar los párpados sin resultado. Pesan como cortinas de guadamecí. Gritos del averno empujan los muros de su cabeza de fuera a dentro. Nota la vibración en sus sienes membranosas y siente flotar sus ojos en las órbitas como hielos en un vaso. Quien está sentado dentro de su cráneo busca alternativas. Viaja por el interior de su cuerpo hueco hasta alcanzar las puntas de los dedos. Lanza hacia los extremos descargas eléctricas y los patea, sin conseguir movimiento alguno. La lija caliente recorre su cara y se cuela por sus dientes y encías. Definitivamente, está atrapado en su cabeza y sólo le aguarda esperar la muerte. Escucha el tintineo de unas campanillas sumergidas en grasa. Pasos que se acercan, apretados y torpes. Alguien ha descubierto su cuerpo y quizá pueda darle entierro. Por horrible que sea su agonía, al menos así no se lo comerán los perros. Una muerte consistente en mordeduras sucias en las falanges. Las arrancan de cuajo o las mastican
in situ
. Luego, las palmas de las manos. Las puntas de las lenguas limpian los espacios entre los gruesos tendones del pulgar. El crujir del radio como una mansa pirotecnia ósea. Los huesos astillados flotando en las fibras musculares que cuelgan. No hay dolor en ningún momento y todo se reduce a esperar, rabioso o paciente, a que las dentelladas alcancen los centros de poder. Si la muerte ha de llegar por una mordedura infecciosa o por un desgarro en los ventrículos, es algo que carece de importancia. Tan sólo cuenta la incapacidad para levantar el cuerpo y, aun con las manos medio comidas, destruir la orgía de perros y microbios. Algo le zarandea la cara. Quizá una mano. A continuación un golpe. El niño que está dentro del niño se agita, agarrado a la silla. En el seísmo interior, sin querer, activa algún mecanismo oculto y consigue que al chico se le abran los ojos. El rostro del cabrero, a un palmo del suyo, se interpone entre su cara y el sol como un eclipse de luna.

—¡Chico, chico! Despierta.

El perro le lamía una mano con la misma abrasividad con la que antes le humedecía el rostro y las encías. El aliento agrio del viejo quemaba sus ojos recién abiertos. Balbuceó mientras su mirada se hundía en el entrecejo del pastor hasta posarse sobre un grano sebáceo plantado como un hito fronterizo entre una ceja y otra. El hombre tenía la frente llena de gotas de sudor y algunas de ellas le cayeron sobre la nariz, rodando por su piel como lágrimas de otro. El viejo se retiró unos metros y buscó algo en uno de los serones que cargaba el burro. Volvió adonde estaba el niño y se arrodilló junto a él con una lata en la mano. No necesitó abrirle la boca porque el sol había tensado tanto su piel que ahora era un ojal de pellejo curtido. La clase de tirantez con la que un cochinillo sale del horno. El pastor tuvo la precaución de verter el líquido posando el borde de la lata sobre la comisura de los labios, pero el perro, que merodeaba curioso, le despistó un momento y el viejo elevó la lata, haciendo que el agua cayera a plomo sobre la laringe del niño. El chico se atragantó y se incorporó como un Lázaro desquiciado. Su mirada, ausente, se había quedado enredada en algún lugar de su pesadilla y, por un momento, pareció que no era humano. El pastor apartó el cacillo y se retiró a un lado como si temiera una explosión inminente. La luz del ocaso enrojecía los contornos de las cosas transformando lo real. El chico resquebrajó el aire con el grito de quien regresa por el túnel que conecta la vida con la muerte. El viejo asistió al lamento y, por suerte, fue el único que escuchó aquella voz rota clamando en el desierto.

Entre sorbo y sorbo de agua, con la noche ya cerrando, el viejo anduvo merodeando por el lugar y al rato regresó con un ramillete de hierbas y un panal abandonado. Formó un hogar con rocas y encendió fuego. Sobre una sartén ennegrecida vertió un chorro de aceite y frió hojas de llantén y de caléndula. Un extraño olor se sumó al coro de aromas que emanaban de los animales y del secarral anochecido. Trazas de regaliz, orégano y jara. Tierra seca. Recuerdos de la higuera cautiva. Excrementos y orines de las cabras, queso agrio y alguna bosta fresca del burro a pocos metros, con su pestilencia húmeda y tibia. Sobre el refrito caliente de hojas, el viejo fue rompiendo trozos de la cera del panal y, cuando lo hubo mezclado todo, empapó con el mejunje jirones de tela sucia. El chico, tumbado junto a la palmera, dejó que el viejo le envolviera la cabeza con su remedio sin rechistar, en parte por debilidad y en parte por necesidad.

Cuando el viejo hubo terminado la cura, extendió su manta a unos pasos de donde estaba el muchacho y le indicó que se tumbara encima de ella. El niño se levantó y caminó tambaleándose como un junco en cuya punta se hubiera posado un tordo bien alimentado. El viejo había dispuesto como almohada la albarda de centeno. El chico apoyó con cuidado la cabeza en el aparejo y se acomodó sobre la lana raída lo mejor que pudo. Desde allí, recorrió la Vía Láctea de un extremo a otro mientras escuchaba al viejo ir y venir y a las cabras moverse por los alrededores. La franja refulgente y pacífica. Identificó las constelaciones que conocía y, una vez más, proyectó el lado del Carro que terminaba en la Estrella Polar. Se preguntó si volvería a caminar en su dirección cuando se recuperara. Notó la rigidez de los emplastos del cabrero enfriados sobre su rostro, una máscara en la que el viejo sólo había abierto huecos en los ojos y en la boca. La humedad cerosa de la tela no terminaba de transferirse a su piel, que todavía le tiraba. Pensó en aquel revés que, a la primera de cambio, le había derribado hasta dejarlo postrado sobre la manta de un pastor anciano.

Aromas de pan sobrevolaron su rostro y notó cómo su boca salivaba. Buscó el origen del olor y vio al pastor apagar a pisotones la pequeña fogata, y cómo después esparcía tierra suelta por encima hasta ahogar las brasas. Luego el viejo caminó hacia donde él estaba y se quedó parado a sus pies. En medio de la noche, parecía dudar de si el niño estaría despierto o dormido. Con la punta de su bota meneó la pierna del muchacho y, antes de que éste se moviera, le habló.

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