Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
Es evidente que las células tienen métodos para interceptar u abrir paso a las moléculas ADN de los cromosomas. Mediante ese esquema de interceptación y desobstrucción, células diferentes pero con idénticos modelos génicos pueden producir distintas combinaciones de proteínas, mientras que una célula particular con un modelo génico inalterable produce combinaciones distintas muy raras veces.
En 1961, Jacob y Monod opinaron que cada gen tiene su propio represor, cifrado por un «gen regulador». Este represor —dependiente de su geometría que puede alterarse dentro de la célula según las circunstancias— interceptará o dará paso libre al gen. En 1967 se consiguió aislar ese represor y se descubrió que era una pequeña proteína. Jacob y Monod, junto con un colaborador, André Michael Lwoff, recibieron por su trabajo el premio Nobel de Medicina y Fisiología el año 1965.
A través de un laborioso trabajo, a partir de 1973, llegó a evidenciarse que la larga doble hélice del ADN se retuerce para formar una segunda hélice (una
superhélice
) en torno de un núcleo de una serie de moléculas de histona, por lo que aparecen una sucesión de unidades llamadas
nucleosomas
. En tales nucleosomas, dependiendo de la estructura detallada, algunos genes pueden hallarse reprimidos y otros activos; y las histonas pueden tener algo que ver con que un gen activo quede sin actividad de vez en cuando o se active. (Como de costumbre, los sistemas biológicos siempre parecen más complejos de lo que se esperaba, una vez se profundiza mucho en los detalles.)
Tampoco la información fluye çen una sola dirección, del gen al enzima. También aquí existe un
feedback
o retroalimentación. Por lo tanto, existe un gen que se halla relacionado con la formación de un enzima que cataliza una reacción que convierte al aminoácido treonina en otro aminácido, isoleucina, por su presencia, algo que sirve para activar el represor, que comienza a cerrar el paso al auténtico gen que produce el enzima particular que conduce a esta presencia. En otras palabras, a medida que aumenta la concentración de isoleucina, se forma menos; si la concentración disminuye, el gen queda desbloqueado y se forma más isoleucina. La maquinaria química en el interior de la célula —genes, represores, enzimas, productos finales— es enormemente compleja e intrincadamente interrelacionada. No es probable que se produzca con rapidez el desarrollo completo de este modelo.
Mientras tanto, se presenta otra pregunta: ¿qué codón va con cuál aminoácido? El principio de una respuesta se produjo en 1961, gracias al trabajo de los bioquímicos norteamericanos Marshall Warren Nirenberg y J. Heinrich Matthaei. Comenzaron por emplear el ácido nucleico sintético, formado de acuerdo con el sistema de Ochoa de únicamente los nucleótidos uracilos. Este «ácido poliuridílico» estaba compuesto de una larga cadena de UUUUUUU …, y sólo podía un solo codón, UUU.
Nirenberg y Mattahaei agregaron este ácido poliuridílico a un sistema que contenía varios aminoácidos, enzimas, ribosomas y todos los restantes componentes necesarios para sintetizar las proteínas. De esa mezcla se desprendió una proteína constituida únicamente por el aminoácido fenilalanina, lo cual significó que el UUU equivalía a la fenilalanina. Así se elaboró el primer apartado del «diccionario del cordon».
El siguiente paso fue preparar un nucleótido en cuya composición preponderaran los nucleótidos de uridina más una pequeña porción de adenina. Ello significó que, junto con el terceto UUU, podría aparecer ocasionalmente un codón UUA o AUU o UAU. Ochoa y Nirenberg demostraron que, en tales caso, la proteína formada es principalmente fenilalanina, pero también contiene alguna ocasional leucina, isoleucina y tirosina, es decir, otros tres aminoácidos.
Lentamente, por métodos de este tipo, se se fue ampliando el diccionario. Se descubrió que el código es incluso degenerado, y que GAU y GAC pueden cada uno de ellos significar, por ejemplo, ácido aspártico, y que GUU, GAU, GUC GUA y GUG hacer las veces de glicina. Además, existe alguna puntuación. El codón AUG no sólo representa al aminoácido metionina, sino que, al parecer, significa el principio de una cadena. Se trataba, por así decirlo, de una
letra mayúscula
. Luego, también, UAA y UAG señalaban el final de una cadena: se trataba de
comas
o de un
punto final
.
Hacia 1967, el diccionario se había completado (véase tabla 13.1). Nirenberg y su colaborador, el químico indioamericano Har Gobind Khorana, recibieron su parte en la recompensa (junto con Holley) en el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1968.
Tabla 13.1. Código genético. En la primera columna de la izquierda están las iniciales de las cuatro bases ARN (uracilo, citosina, adenina, guanina) que representan la primera letra del tercero; la segunda letra se representa por las iniciales de la columna superior, en tanto que la tercera aunque no menos importante letra aparece en la columna final de la derecha. Por ejemplo, la tirosina (Tir) se codifica tanto como UAU o UAC. Los aminoácidos codificados por cada terceto se abrevian del modo siguiente: Fe, fenilalanina; Leu, leucina; Ileu, isoleucina; Met, metionina,. Val, valina; Ser, serina; Pro, prolina; Tre, treonina; Ala, alanina; Tir, tirosina; His, histidina: Glun, glutamina; Aspn, asparagina; lis, lisina; asp, ácido aspártico; Glu, ácido glutámico; Cis, cisteína; Trip, triptófano; Arg, arginina; Gli, glicina.
La elaboración del código genético, sin embargo, no tiene su «final feliz», en el sentido de que todos los misterios se hayan explicado ya en la actualidad. (Tal vez no existan finales felices de esta clase en la ciencia, lo cual, a fin de cuentas, es una buena cosa puesto que un Universo sin misterios sería insoportablemente monótono.)
El código genético se elaboró, principalmente, a través de experimentos en las bacterias, donde los cromosomas se hallan empaquetados estrechamente con los genes actuantes que codifican la formación de proteínas. Las bacterias son «procatiotas» (de unas voces griegas que significan «ante el núcleo»), puesto que carecen de células con núcleo, aunque tienen material cromosómico distribuido a través de sus diminutas células.
En lo que se refiere a los
eucariotas
, que tienen células nucleadas (e incluyen a todas las células menos las bacterias y las algas cianofíceas), el caso es diferente. La longitud del ácido nucleico no se halla sólidamente empaquetado con los genes que están en acción. En vez de ello, esta porción de la cadena nucleótida se emplea para codificar al ARN-mensajero y, eventualmente, las proteínas
(exones)
se hallan esparcidas por secciones de cadena
(intrones)
y pueden describirse como un galimatías. Un solo gen que controla la producción de un solo enzima puede consistir de un número de exones separados por intrones, y la cadena de nucleótido se enrolla de tal forma que reúna a los exones para codificar al ARN-mensajero. Así, la estimación dada al principio de este capítulo de la existencia de dos millones de genes en la célula humana, es demasiado alta, si es que nos referimos a los genes actuales.
El porqué los eucariotas deberían llevar semejante carga de lo que parece un peso muerto, constituye una cosa en verdad intrigante. Tal vez sea así cómo los genes se desarrollaron al principio y, en los eucariotas, los intrones se hallan dispuestos en un orden que acorte las cadenas de nucleótidos, que podrían ser más suavemente replicados en interés de un crecimiento y una reproducción más acelerados. En los eucariotas, los intrones no se encuentran suprimidos, tal vez porque representan alguna ventaja que no resulta visible de una forma inmediata. No existe duda de que, cuando se produzca, la respuesta será de lo más iluminadora.
Mientras tanto, los científicos han encontrado métodos de participar directamente en la actividad del gen. En 1971, los microbiólogos norteamericanos Daniel Mathans y Hamilton Othanel Smith trabajaron con
enzimas de restricción
que eran capaces de cortar la cadena de ADN de una forma específica en una articulación particular del nucleótido y no en otro lugar. Existe otro tipo de enzima, el ADN ligasa, que puede unir dos hebras de ADN. El bioquímico estadounidense Paul Berg cortó hebras de ADN con ayuda de enzimas de restricción y luego recombinó las hebras en una forma diferente a la que existía originariamente. Se formó de esta manera una molécula de
ADN recombinante
que no era parecida a la original, tal vez a ninguna otro que haya jamás existido.
Como resultado de estos trabajos, empezó a ser posible modificar los genes o diseñar unos nuevos: insertarlos en células bacterianas (o en los núcleos de las células eucariotas) y de este modo formar células con nuevas propiedades bioquímicas. Como resultado de ello, Nathan y Smith compartieron en 1978 el premio Nobel de Medicina y Fisiología, mientras Berg compartía asimismo el premio Nobel de Química de 1980.
La labor de recombinar el ADN tiene sus zonas de aparente peligro. ¿Qué ocurriría si, deliberadamente o de una forma accidental, llegara a producirse una célula bacteriana, o un virus con la habilidad para generar una toxina respecto de las cuales los seres humanos carezcan de inmunidad natural? Si un microorganismo de esta clase llegara a escapar del laboratorio, podría infligir un indescriptible desastre epidémico a la Humanidad. Con unas ideas así
in mente
, en 1974 Berg y otros apelaron a los científicos para que se adhiriesen de forma voluntaria a unos estrictos controles en los trabajos de recombinación del ADN.
No obstante, sucedió que una experiencia posterior mostro que existía escaso peligro de que sucediese alguna cosa desafortunada. Las precauciones resultaban extremadas y los nuevos genes colocados en microorganismos producían cepas que resultaban tan débiles (un gen no natural es muy difícil que pueda vivir), que apenas podían mantenerse vivos en las condiciones más favorables.
Así, pues, la labor de recombinar el ADN implica la posibilidad de unos grandes beneficios. Aparte de la posibilidad del avance en los conocimientos referentes a los finos detalles de cómo actúan la células y el mecanismo de la herencia en particular, hay además otros beneficios más inmediatos. Modificando de una forma apropiada un gen, o insertando un gen extraño, una célula bacteriana puede convertirse en una pequeña fábrica en la que se producen moléculas de algo que realmente necesiten mucho los seres humanos.
Así, en los años 1980, las células bacterianas han sido modificadas para fabricar insulina humana, con el poco atractivo
nombre de humulina
. De este modo, con el tiempo, la diabetes ya ni dependerá de los suministros necesariamente limitados que aportan los páncreas de animales sacrificados, y ya no se tendrá que emplear la adecuada, pero no ideal, variedad de insulina de ganado vacuno y porcino.
Otras proteínas que pueden también hacerse disponibles, modificando de una forma apropiada los microorganismos, son la interferona y la hormona del crecimiento, con unas posibilidades ilimitadas en el horizonte. No resulta sorprendente que se haya planteado la pregunta de si podrán patentarse de este modo nuevas formas de vida.
Una vez dilucidada la estructura y significación de las moléculas de ácido nucleico, nos encontramos tan próximos a los fundamentos de la vida como en la actualidad nos es posible. Aquí seguramente se halla la sustancia primigenia de la propia vida. Sin el ADN, los organismos vivos no podrían reproducirse, y la vida, tal como la conocemos, no podría haberse iniciado. Todas las sustancias de la materia viva —las enzimas
[2]
y todas las demás cuya producción es catalizada por las enzimas— dependen en última instancia del ADN. Así, pues, ¿cómo se inició el ADN y la vida?
Ésta es una pregunta que la Ciencia siempre ha titubeado en responder. En los últimos años, un libro, titulado precisamente
El origen de la vida
, del bioquímico ruso A. I. Oparin, ha permitido centrar mucho más el problema. El libro fue publicado en la Unión Soviética en 1924, y su traducción inglesa apareció en 1936. En él, el problema del origen de la vida es tratado por vez primera con detalle, a partir de un punto de vista totalmente científico.
La mayor parte de las culturas primitivas humanas desarrollaron mitos sobre la creación de los primeros seres humanos (y algunas veces también de otras formas de vida) por los dioses o los demonios. Sin embargo, la formación de la propia vida fue rara vez considerada como una prerrogativa únicamente divina. Al menos, las formas más inferiores de vida podrían originarse de forma espontánea, a partir de la materia inerte, sin la intervención sobrenatural. Por ejemplo, los insectos y gusanos podían originarse de la carne en descomposición, las ranas a partir del lodo, los ratones a partir del trigo roído. Esta idea se basaba en la observación del mundo real, pues la carne descompuesta, para elegir el ejemplo más evidente, daba indudablemente origen a cresas. Fue muy natural suponer que dichas cresas se formaban a partir de la carne.
Aristóteles creyó en la existencia de la «generación espontánea». Así lo hicieron también grandes teólogos de la Edad Media, tales como santo Tomás de Aquino. Igualmente abundaron en esta opinión William Harvey e Isaac Newton. Después de todo, la evidencia que se ofrece a nuestros propios ojos es difícil de rechazar.