Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (32 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
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El primero en poner en tela de juicio esta creencia y someterla a una experimentación fue el médico italiano Francesco Redi. En 1668, decidió comprobar si las cresas realmente se formaban a partir de la carne en descomposición. Colocó fragmentos de carne en una serie de tarros y luego recubrió algunos de ellos con una fina tela, dejando a los restantes totalmente al descubierto. Las cresas se desarrollaron sólo en la carne de los tarros descubiertos, a los que tenían libre acceso las moscas. Redi llegó a la conclusión que las cresas se habían originado a partir de huevos microscópicamente pequeños, depositados sobre la carne por las moscas. Sin las moscas y sus correspondientes huevos, insistió, la carne nunca podría haber producido cresas, independientemente del tiempo que se estuviera descomponiendo y pudriendo.

Los experimentadores que siguieron a Redi confirmaron este hecho, y murió así la creencia de que ciertos organismos visibles se originaban a partir de la materia muerta. Pero, cuando se descubrieron los microbios, poco después de la época de Redi, muchos científicos decidieron que al menos estas formas de vida debían de proceder de la materia muerta. Incluso en tarros recubiertos por una fina tela, la carne pronto empezaba a contener numerosos microorganismos. Durante los dos siglos que siguieron a las experiencias de Redi, permaneció aún viva la creencia de la posibilidad de la generación espontánea de los microorganismos.

Fue otro italiano, el naturalista Lazzaro Spallanzani, quien por vez primera puso seriamente en duda esta hipótesis. En 1765, dispuso dos series de recipientes que contenían pan. Una de estas series la mantuvo en contacto con el aire. La otra, a la que había hervido para matar a todos los organismos presentes, fue cerrada, al objeto de evitar que cualquier organismo que pudiera hallarse suspendido en el aire entrara en contacto con el pan. El pan de los recipientes de la primera serie pronto contuvo microorganismos, pero el pan hervido y aislado permaneció estéril. Esto demostró, para satisfacción de Spallanzani, que incluso la vida microscópica no se originaba a partir de la materia inanimada. Incluso aisló una bacteria y afirmó que se había dividido en dos bacterias.

Los defensores de la generación espontánea no estaban convencidos. Mantenían que la ebullición destruía algún «principio vital» y que éste era el motivo por el cual no se desarrollaba vida microscópica en los recipientes cerrados y hervidos de Spallanzani. Pasteur zanjó la cuestión, al parecer de forma definitiva. Ideó un recipiente con un largo cuello de cisne, que presentaba la forma de una S horizontal (fig. 13.7). Por la abertura no tapada, el aire podía penetrar en el recipiente, pero no lo podían hacer las partículas de polvo y los microorganismos, ya que el cuello curvado actuaba como una trampa, igual que el sifón de una alcantarilla. Pasteur introdujo algo de pan en el recipiente, conectó el cuello en forma de S, hirvió el caldo hasta emitir vapor (para matar cualquier microorganismo en el cuello, así como en el caldo) y esperó a ver qué ocurría. El caldo permaneció estéril. Así, pues, no existía ningún principio vital en el aire. Aparentemente, la demostración de Pasteur puso fin de forma definitiva a la teoría de la generación espontánea.

Fig. 13.7. Matraz de Pasteur para el experimento sobre la generación espontánea.

Todo esto sembró un germen de intranquilidad en los científicos. Después de todo, ¿cómo se había originado la vida, si no era por creación divina o por generación espontánea?

Hacia finales del siglo XIX, algunos teóricos adoptaron la otra posición extrema, al considerar que la vida era eterna. La teoría más popular fue la propuesta por Svante Arrhenius (el químico que había desarrollado el concepto de la ionización). En 1907 publicó el libro titulado
La creación de mundos
, en el cual describía un Universo donde la vida siempre había existido y que emigraba a través del espacio, colonizando continuamente nuevos planetas. Viajaba en forma de esporas, que escapaban de la atmósfera de un planeta por movimiento al azar y luego eran impulsadas a través del espacio por la presión de la luz procedente del sol.

En modo alguno debe despreciarse esta presión de la luz como una posible fuerza impulsadora. La existencia de la presión de radiación había sido predicha en primer lugar por Maxwell, a partir de bases teóricas, y, en 1899, fue demostrada experimentalmente por el físico ruso Piotr Nikolaievich Lebedev.

Según Arrhenius, estas esporas se desplazarían impulsadas por la radiación luminosa a través de los espacios interestelares, y lo harían hasta morir o caer en algún planeta, donde podrían dar lugar a vida activa y competir con formas de vida ya existentes, o inocular vida al planeta si éste estaba inhabitado pero era habitable.

A primera vista, esta teoría ofrece un cierto atractivo. Las esporas bacterianas, protegidas por un grueso revestimiento, son muy resistentes al frío y a la deshidratación, y es concebible que se conserven durante un prolongado período de tiempo en el vacío del espacio. Asimismo tienen las dimensiones apropiadas para ser más afectadas por la presión externa de la radiación solar, que por el empuje centrípeto de su gravedad. Pero la sugerencia de Arrhenius se desmoronó ante el obstáculo, que representaba la luz ultravioleta. En 1910, los investigadores observaron que dicha luz mataba rápidamente las esporas bacterianas; y en los espacios interplanetarios la luz ultravioleta del sol es muy intensa (por no hablar de otras radiaciones destructoras, tales como los rayos cósmicos, los rayos X solares, y zonas cargadas de partículas, por ejemplo los cinturones de Van Allen que rodean a la Tierra). Concebiblemente pueden existir en algún lugar esporas que sean resistentes a las radiaciones, pero las esporas constituidas por proteínas y ácido nucleico, tales como las que nosotros conocemos, evidentemente no soportarían la prueba que aquéllas implican.

Desde luego, en 1966, algunos microorganismos particularmente resistentes a bordo de la cápsula
Géminis IX
quedaron expuestos a la radiación del espacio cósmico y sobrevivieron seis horas bajo los demoledores rayos solares no tamizados por una capa atmosférica. Pero aquí no estamos hablando de exposición durante algunas horas, sino durante meses y años.

Además, si suponemos que la Tierra pude dar cobijo a la vida sólo porque fue sembrada por fragmentos de vida que se originaron en cualquier otra parte, deberíamos seguir inquiriendo cómo se formaron en esa otra parte. Por lo tanto, esa siembra no es ninguna solución al problema, sino sólo trasladarlo a otra parte

Evolución química

Aunque algunos científicos, incluso hoy, encuentren atractiva la posibilidad de la siembra, la gran mayoría de los mismos sienten que es más apropiado elaborar unos mecanismos razonables que hayan dado origen a la vida aquí mismo en la Tierra.

Han vuelto una vez más a la generación espontánea, pero con una diferencia. El punto de vista anterior a Pasteur de la generación espontánea era acerca de algo que tenía lugar
ahora mismo
y
con rapidez
. El punto de vista moderno consiste en que tuvo lugar hace mucho tiempo y muy despacio.

No podía ocurrir ahora, puesto que cualquier cosa que se aproximase lo más mínimo a la complejidad requerida para la más simple forma de vida concebible sería muy pronto incorporada, como alimento, a alguna de las innumerables manifestaciones de vida ya existentes. Por lo tanto, la generación espontánea ha debido tener lugar sólo en un planeta en el que la vida aún no existía. En la Tierra, eso debió ocurrir hace unos tres mil quinientos millones de años.

Asimismo la vida no puede tener lugar en una atmósfera rica en oxígeno. El oxígeno es un elemento activo, que uniría a los elementos químicos que estuviesen formando la casi vida, descomponiéndolos de nuevo. Sin embargo, como ya he dicho en el capitulo 5, los científicos creen que la atmósfera primordial de la Tierra era muy reducida y que no contenía oxígeno libre. En realidad, compuesta de hidrógeno y que contuviese gases como el metano (CH
4
), el amoníaco (NH
3
) y el vapor de agua (H
2
O), con tal vez también un podo de hidrógeno (H
2
).

Podríamos denominar «Atmósfera I» a esa atmósfera altamente hidrogenada. Mediante la fotodisociación se transformaría lentamente en una atmósfera de anhídrido carbónico y nitrógeno (véase ca. 5) o «Atmósfera II». Después de eso se formaría una capa ozónica en la atmósfera superior y el cambio espontáneo subsistiría. ¿Habrá sido posible, entonces, que la vida se haya formado en una u otra de esas atmósferas primigenias?

Según opina H. C. Urey, la vida comenzó con la Atmósfera I. En 1952, Stanley Lloyd Miller, por entonces un universitario recién graduado que trabajaba en los laboratorios Urey, hizo circular agua, amoníaco, metano e hidrógeno a través de una descarga eléctrica (para simular la radiación ultravioleta del Sol). Al cabo de una semana analizó su solución por medio de la cromatografía y descubrió que, aparte de las sustancias elementales sin átomos de nitrógeno, contenía también glicina y alanina, los dos aminoácidos más simples, así como rastros de uno o dos más complicados.

El experimento de Miller fue significativo por muchas razones. En primer lugar, esos compuestos se habían formado con rapidez y en cantidades sorprendentes. Una sexta parte del metano empleado para iniciar la operación había pasado a formar compuestos orgánicos más complejos, aunque desde entonces había transcurrido una semana justa.

Además, las moléculas orgánicas constituidas mediante el experimento de Miller eran del tipo también presente en los tejidos vivientes. El camino seguido por las moléculas simples a medida que ganaban complejidad, parecía apuntar directamente hacia la vida. Esa marcada querencia hacia la vida se manifestó de forma consistente en ulteriores experimentos más elaborados. Apenas se formaron en cantidad apreciable, las moléculas no tomaron ni por un instante la dirección desusada de lo exánime.

Así, por ejemplo. P. H. Abelson asumió el trabajo inicial de Miller, practicando varios experimentos similares con materias básicas integradas por gases y combinaciones diferentes. Resultó que mientras empleó moléculas conteniendo átomos de carbono, oxígeno, nitrógeno e hidrógeno, se formaron los aminoácidos que se encuentran normalmente en las proteínas. Además, las descargas eléctricas tampoco fueron la única fuente eficaz de energía. En 1949, dos científicos alemanes, Wilhelm Groth y H. von Weyssenhoff, proyectaron un experimento en donde se podía utilizar como alternativa la luz ultravioleta; también obtuvieron aminoácidos.

Por si se dudara todavía de que la querencia hacia la vida fuera la línea de menor resistencia, en la última década de los años sesenta se descubrieron moléculas cada vez más complicadas que representaban las primeras fases de esa evolución en las nubes gaseosas del espacio exterior (véase capítulo 2). Bien pudiera ser, pues, que cuando la Tierra empezara a tomar forma con las nubes de polvo y gas, estuviese ya en sus primeras fases la creación de moléculas complejas.

Tal vez la Tierra haya tenido una reserva de aminoácidos en su primera formación. Allá por 1970 se encontraron pruebas a favor de esa hipótesis. El bioquímico cingalés Cyril Ponnamperuma examinó un meteorito que había caído en Australia el 28 de septiembre de 1969. Concienzudos análisis evidenciaron leves vestigios de cinco aminoácidos: glicina, alanina, ácido glutámico, valina y prolina. No hubo actividad óptica en estos aminoácidos, por tanto no se formaron mediante procesos vitales (de ahí que su presencia no fuera el resultado de la contaminación terrestre) sino mediante procesos químicos similares a los que tuvieron lugar en la probeta de Miller.

De hecho, Fed Hoyle y un colega indio, Chandra Wickramasinghe, quedaron tan impresionados por este descubrimiento que les pareció que la síntesis podía llegar mucho más allá de lo que había sido detectado. Creían que podían formarse unas cantidades muy pequeñas de microscópicos rasgos de vida, pero no lo suficientes como para poder detectarlas a distancias astronómicas, pero lo bastante grandes en un sentido absoluto; y las mismas podían formarse no sól en distantes nebulosas gaseosas, sino también en los cometas de nuestro Sistema Solar. En ese sentido, la vida de la Tierra puede haberse originado cuando llegaron a nuestro planeta las esporas llevadas por las colas de los cometas. (Resulta justo decir también que casi nadie se ha tomado en serio esta especulación.)

¿Podrían los químicos en el laboratorio avanzar más allá del estadio de los aminoácidos? Una forma de hacerlo sería comenzar con unas muestras más amplias de materias primas y someterlas a la energía durante largos períodos. Este proceso daría lugar a un número creciente de productos cada vez más complicados, pero las mezclas de esos productos se harían crecientemente complejas y también serían cada vez más difíciles de analizar.

Otra posibilidad radicaría en que los químicos comenzasen por un estadio más posterior. Los productos formados en los primeros experimentos se usarían como nuevas materias primas. Así, uno de los productos de Miller fue el cianuro de hidrógeno. El bioquímico español Juan Oró añadió cianuro de hidrógeno a la mezcla de partida en 1961. Obtuvo una mezcla más rica en aminoácidos e incluso unos cuantos péptidos cortos. También formó purinas, en particular adenina, un componente vital de los ácidos nucleicos. En 1962, Oró empleó formaldehído como una de sus materias primas y produjo ribosa y oxirribosa, que también son componentes de los ácidos nucleicos.

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