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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

Invisible (26 page)

BOOK: Invisible
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Westfield (Nueva Jersey) no es Westfield (Nueva Jersey). El lago Eco no es el lago Eco. Oakland (California) no es Oakland (California). Boston no es Boston, y aunque la que no es Gwyn trabaja en una casa de edición, no es directora de una editorial universitaria. Nueva York no es Nueva York, la Universidad de Columbia no es la Universidad de Columbia, pero París sí es París. Sólo París es real. He estado en condiciones de mantenerlo porque el Hotel du Sud desapareció hace mucho, y todas las pruebas documentadas de la estancia en 1967 de quien no es Walker también se han esfumado tiempo atrás.

Terminé mi novela el verano pasado (2007). Poco después, mi mujer y yo empezamos a organizar un viaje a París (la hija de su hermana iba a casarse en octubre con un francés), y la conversación sobre París me hizo pensar de nuevo en Walker. Me pregunté si podría encontrar a alguno de los actores del drama de fallida venganza que puso allí en escena hace cuarenta años, y en caso de que así fuera, si alguno de ellos accedería a hablar conmigo. Born ofrecía un interés especial, pero me habría gustado sentarme a charlar con cualquiera de los que lograra encontrar: Margot, Héléne o Cécile. No tuve suerte con los tres primeros, pero cuando me metí en Internet y busqué en Google a Cécile Juin, afluyó a la pantalla una abundante cantidad de información. Tras conocer a la chica de dieciocho años en el relato de Walker, no me sorprendió enterarme de que se había convertido en una estudiosa de textos literarios. Había dado clases en las universidades de Lyon y París, y desde hacía diez años estaba adscrita al CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) como miembro de un pequeño equipo de investigación sobre las obras de escritores franceses de los siglos XVIII y XIX. Se había especializado en Balzac, sobre quien había publicado dos libros, aunque también se mencionaban otros numerosos ensayos y artículos, todo un catálogo de trabajos que abarcaba tres decenios. Me alegro por ella, pensé. Y por mí también, además, porque ahora me encontraba en condiciones de escribirle.

Intercambiamos dos cartas breves. En la mía, me presentaba como amigo de Walker, le comunicaba su reciente fallecimiento, y le preguntaba si sería posible que nos viéramos durante mi próximo viaje a París. Era concisa e iba al grano, sin preguntas sobre el matrimonio de su madre con Born, nada sobre las notas de Walker para Otoño, simplemente la solicitud de encontrarme con ella en octubre. Me contestó enseguida. En mi traducción del francés, su carta decía lo siguiente:

La noticia de la muerte de Adam me ha dejado destrozada. Lo traté brevemente en París siendo muy joven, hace ya muchos años, pero nunca lo he olvidado. Fue el primer amor de mi vida, y luego le jugué una mala pasada, algo tan cruel e imperdonable que ha pesado en mi conciencia desde entonces. Le envié una carta de disculpa cuando volvió a Nueva York, pero me la devolvieron, con un sello que decía Dirección desconocida.

Sí, me gustaría verlo cuando venga a París el mes próximo. Tenga en cuenta, sin embargo, que soy una anciana estúpida, y que no tengo mucho dominio de mis emociones. Si hablamos sobre Adam (y supongo que sí), cabe la posibilidad de que me derrumbe y me eche a llorar. No debe tomarlo como algo personal.

Cincuenta y ocho años no es la ancianidad, desde luego, y tenía mis dudas sobre si en Cécile Juin había algo que pudiera describirse como estúpido. Su sentido del humor permanecía por lo visto intacto, y por mucho éxito que tuviera en su estrecho mundo de investigación académica, debía de entender el peculiar carácter de la vida que había decidido llevar: secuestrada en angostas salas de bibliotecas y estancias subterráneas, enfrascada en textos de autores muertos, una carrera vivida en un ámbito mudo y polvoriento. En una posdata a su carta, revelaba la ironía con que consideraba su trabajo. Había reconocido mi nombre, decía, y si yo era el James Freeman que ella pensaba, querría saber si me gustaría participar en un estudio que su equipo y ella estaban llevando a cabo sobre los métodos de composición que utilizan los escritores contemporáneos. Ordenador o máquina de escribir, lápiz o pluma, cuaderno u hojas sueltas, número de borradores antes del libro definitivo. Sí, lo sé, añadía, un asunto muy aburrido. Pero ése es nuestro trabajo en el CNRS: hacer el mundo lo más tedioso posible.

Había en la carta cierta mofa de sí misma, pero también angustia, y me sorprendió lo vívidamente que recordaba a Walker. Sólo lo había tratado un par de semanas en los remotos tiempos de su juventud, y sin embargo aquella amistad debió de abrir en ella algo que le cambió la percepción de su propia personalidad, que la condujo por primera vez a una confrontación directa con lo más profundo de su ser. Nunca lo he olvidado. Fue el primer amor de mi vida. No esperaba una confesión tan franca. Las notas de Walker habían tratado el problema de su enamoramiento hacia él, pero los sentimientos de la muchacha resultaron ser aún más hondos de lo que él imaginaba. Y entonces le escupió en la cara. En aquel momento, debió pensar que su cólera estaba justificada. Había difamado a Born y disgustado a su madre, y Cécile se sentía traicionada. Pero luego, no mucho después, le había escrito una carta para pedirle disculpas. ¿Significaba eso que había reconsiderado su posición? ¿Había ocurrido algo para hacerle creer que las acusaciones de Walker eran ciertas? Esa era la primera pregunta que tenía intención de hacerle.

Mi mujer y yo reservamos habitación en el Hotel d'Aubusson, en la rué Dauphine. Ya habíamos estado antes allí, a lo largo de los años nos habíamos alojado en diversos hoteles de la ciudad, pero esta vez yo quería volver a la rué Dauphine porque daba la casualidad de que se encontraba en pleno centro del barrio en donde había vivido Walker en 1967. El Hotel du Sud bien podía haber desaparecido, pero muchos otros sitios que él había frecuentado seguían allí. El Vagenende aún existía. La Palette y el Café Conti continuaban abiertos, y hasta el restaurante universitario de la rué Mazet seguía sirviendo incomibles platos a estudiantes hambrientos. Muchas cosas habían cambiado en los cuarenta años transcurridos, y el barrio de mala muerte de antaño se había convertido en una de las zonas de París más a la moda, pero la mayoría de los puntos de referencia de la historia de Walker había sobrevivido. Tras registrarnos en el hotel la primera mañana, mi mujer y yo salimos y deambulamos un par de horas por las calles. Cada vez que le señalaba alguno de aquellos lugares, ella me apretaba la mano y emitía un gruñidito sarcástico. Eres incorregible, dijo al fin. En absoluto, repliqué. Sólo me estoy empapando del ambiente…, preparándome para mañana.

Cécile Juin se presentó a las cuatro en punto de la tarde siguiente, entrando en el bar del hotel con aire resuelto y una pequeña cartera de piel remetida bajo el brazo izquierdo. A juzgar por la descripción que Walker hacía de ella en las notas para Otoño, su cuerpo se había ensanchado de manera espectacular desde 1967. La muchacha de dieciocho años, delgada y de hombros estrechos, era ahora una mujer de cincuenta y ocho, rellena y regordeta, con pelo corto y moreno (teñido; algunas raíces grises, visibles cuando me estrechó la mano y se sentó frente a mí), facciones ligeramente arrugadas, mentón levemente caído, y los mismos ojos vigilantes y perspicaces que Walker había observado al verla por primera vez. Sus modales eran un tanto impacientes, quizá, pero ya no era el trémulo manojo de nervios que se roía las uñas y tanta preocupación causaba a su madre. Era una mujer con total dominio de sí misma, que había recorrido mucho camino desde los años en que Walker la había conocido. Pocos instantes después de que se sentara, me sorprendió al ver que sacaba un paquete de tabaco, y luego, a medida que corrían los minutos, me quedé doblemente extrañado al comprobar que era una fumadora empedernida, con una tos honda y retumbante y la áspera voz de contralto de los veteranos del tabaco. Cuando el camarero llegó a nuestra mesa y preguntó lo que deseábamos, ella pidió un whisky. Solo. Le dije que para mí también.

Me había preparado para una excéntrica remilgada, al estilo de las antiguas institutrices. Cécile podría haber tenido sus rarezas, pero la mujer a quien conocí aquel día era realista y simpática, de agradable compañía. Iba vestida con sencillez pero con elegancia (señal de confianza, pensé, un signo de respeto hacia sí misma), y aunque no era de las que se molestan en pintarse los labios ni las uñas, ofrecía un aspecto muy femenino con su traje de chaqueta gris; aparte de llevar pulseras de plata en las muñecas y un vistoso pañuelo multicolor en torno al cuello. Durante nuestras dos horas largas de conversación, me enteré de que había pasado quince años sometida a psicoanálisis (desde los veinte a los treinta y cinco), se había casado y divorciado, vuelto a casar con un hombre veinte años mayor (murió en 1999), y no tenía hijos. Sobre este último aspecto observó: Lamento algunas cosas, sí, pero lo cierto es que probablemente habría sido una madre horrorosa. No tengo aptitudes, ¿comprende?

Durante los primeros veinte o treinta minutos, hablamos sobre todo de Adam. Cécile quería saber todo lo que pudiera decirle acerca de lo que le había ocurrido en la vida desde el momento en que perdió el contacto con él. Le expliqué que yo también le había perdido la pista, y que desde que entablamos de nuevo la comunicación hasta justo antes de su muerte, mi única fuente de información era la carta que me había escrito la primavera anterior. Uno por uno, fui contándole los detalles más sobresalientes que Walker me había mencionado —la caída por las escaleras con la fractura de pierna la noche de su licenciatura, la suerte de haber sacado un número alto en el sorteo para el reclutamiento, su traslado a Londres y los años de escritura y traducción, la publicación de su primer y último libro, la decisión de abandonar la poesía y estudiar derecho, su labor de activista social en el norte de California, su matrimonio con Sandra Williams, las dificultades de constituir una pareja interracial en Norteamérica, su hijastra, Rebecca, y los dos hijos de ésta—, y seguidamente añadí que si quería saber más cosas, sería mejor que tratase de hablar con su hermana, quien sin duda estaría encantada de ponerle al corriente hasta de los menores detalles. Tal como había prometido, Cécile perdió el control y se echó a llorar. Me conmovió que ella comprendiera perfectamente que había sido capaz de predecir aquellas lágrimas, pero aun cuando supiera que iban a producirse, no había en ellas nada forzoso ni deliberado. Era un llanto genuino, espontáneo, y aunque yo también las esperaba, sentí verdadera compasión por ella.

Me dijo: Vivía por aquí, ya sabe. A treinta segundos de donde estamos, en la rué Mazarine. Acabo de pasar frente al edificio cuando venía a verlo a usted: la primera vez que he ido por esa calle desde hace años. Qué raro, ¿verdad? Resulta extraño que ese hotel haya desaparecido, aquel horroroso lugar, medio en ruinas, en donde vivía Adam. Lo tengo tan vivo en mi memoria…, ¿cómo es posible que ya no exista? Estuve allí sólo una vez durante un par de horas, pero no puedo olvidarlo, aún me está consumiendo las entrañas. Fui allí porque estaba enfadada con él. Una mañana temprano, en vez de ir a clase me dirigí a su hotel. Subí las desvencijadas escaleras, llamé a su puerta. Sentía ganas de estrangularlo porque estaba muy enfadada, porque lo quería mucho. Yo era una chica tonta, ¿comprende?, una muchacha imposible, nada agradable, desgarbada e imbécil, con unas gafas sobre la nariz y un corazón trémulo y angustiado, y tuve la temeridad de enamorarme de Adam, un chico perfecto, ¿por qué demonios me dirigió siquiera la palabra? Me hizo pasar. Me tranquilizó. Fue amable conmigo, muy tierno, mi vida estaba en sus manos, y se portó muy bien. Tendría que haber comprendido entonces lo buena persona que era. Nunca debí dudar de una sola palabra suya. Adam. Soñaba con besarlo. Eso es lo único que quería, que Adam me besara, entregarme a Adam, pero de pronto todo se acabó, y nunca nos besamos, jamás nos acariciamos, y antes de que me diera cuenta ya se había ido.

Entonces fue cuando Cécile perdió el control y rompió a llorar. Tardó dos o tres minutos en poder hablar de nuevo, y cuando proseguimos la conversación, sus primeras palabras dieron paso a la siguiente fase de nuestro encuentro. Lo siento, murmuró. No hago más que decir tonterías. Usted no puede saber de lo que estoy hablando.

Pero sí que lo sé, repuse. Conozco perfectamente lo que está diciendo.

No es posible que lo sepa.

Créame, lo sé. Estaba enfadada con él porque hacía varios días que no la llamaba. La noche anterior a que usted empezara las clases, cenó con su madre y usted en su apartamento de la rué de Verneuil. Después del postre, usted tocó el piano para él, una invención a dos partes de Bach, y luego, cuando se ausentó un momento del comedor, su madre tuvo ocasión de hablar con Adam a solas, y lo que ella le dijo, según sus palabras textuales, lo espantó.

¿Le contó él todo eso?

No, no me lo contó. Pero lo puso sobre el papel, y he leído las páginas que escribió. ¿Le envió una carta?

Un libro breve, en realidad. O un proyecto para escribir un libro. Pasó los últimos meses de su vida trabajando en unas memorias sobre mil novecientos sesenta y siete. Fue un año importante para él.

Sí, un año muy importante. Me parece que estoy empezando a entender.

De no haber sido por el relato de Adam, jamás habría oído hablar de usted.

Y ahora quiere saber lo que pasó, ¿no es así?

Comprendo por qué Adam la consideraba tan inteligente. Las coge al vuelo, ¿verdad?

Cécile sonrió y encendió otro cigarrillo. Parece que estoy en desventaja, repuso ella.

¿En qué sentido?

Usted sabe mucho más de mí que yo de usted.

Sólo de cómo era usted a los dieciocho años. Todo lo demás está en blanco. He buscado a Born, he intentado localizar a Margot Jouffroy, y a su madre, pero sólo he podido encontrarla a usted.

Porque todos los demás han muerto.

Ah. Qué horror. Lo siento mucho…, sobre todo lo de su madre.

Murió hace seis años. En octubre; mañana hará exactamente seis años. Sobre un mes después de los atentados de Nueva York y Washington. Tuvo problemas coronarios durante un tiempo, y un día sencillamente el corazón le dejó de latir. Tenía setenta y seis años. Yo quería que llegara a los cien, pero, como ya sabe, lo que queremos y lo que conseguimos rara vez es lo mismo.

¿Y Margot?

Apenas la conocí. Me dijeron que se había suicidado. Hace ya mucho tiempo; allá por los años setenta. ¿Y Born?

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