¿Es la Gwyn que me imagino?, preguntó.
La llamé a las diez de la mañana. Tenía intención de escribirle una carta, expresarle mis sentimientos en papel, ofrecerle algo más que los tópicos vacíos que todos farfullamos en momentos semejantes, pero su mensaje parecía urgente, había un asunto importante que necesitaba tratar conmigo, así que en vez de escribir la nota le devolví la llamada.
Su voz no había cambiado, era sorprendentemente la misma que me había hipnotizado cuarenta años atrás. Una cadenciosa gravedad, una articulación cristalina, un mínimo residuo del acento de su región natal, mezcla de británico y norteamericano. La voz era idéntica, pero Gwyn ya no era la misma, y a medida que progresaba la conversación, empecé a proyectar en mi mente diversas imágenes suyas, preguntándome lo bien o mal que su bello rostro habría resistido el paso del tiempo. Ahora tenía sesenta y un años, y de pronto se me ocurrió que no sentía deseos de volver a verla. Eso sólo podía conducir a la decepción, y no quería que mis nebulosos recuerdos del pasado se hicieran añicos por la dura realidad del presente.
Intercambiamos las trivialidades habituales, hablando durante unos minutos de Adam y su muerte, de lo difícil que le resultaba aceptar lo que había ocurrido, de los crueles golpes que nos asesta la vida. Luego nos pusimos al día sobre el pasado, hablando de nuestros matrimonios, nuestros hijos y nuestro trabajo: una conversación cómoda, muy amistosa por ambas partes, tanto que incluso encontré valor para preguntarle si recordaba el día en que intenté besarla en Riverside Park. Pues claro que se acordaba, afirmó, riendo por primera vez, pero ¿cómo iba ella a saber que aquel escuálido Jim de la universidad se convertiría en James Freeman? No me he convertido en nada, repuse. Sigo siendo Jim. Ya no soy tan canijo, pero no he dejado de ser Jim.
Sí, todo fue muy agradable, y aun cuando llevábamos varios decenios sin vernos, Gwyn hablaba como si no hubiera transcurrido el tiempo, como si todos aquellos años se redujeran únicamente a un par de meses. La familiaridad de su tono me condujo a una especie de perezosa franqueza, y como yo había bajado la guardia, cuando por fin abordó el asunto que debíamos tratar, es decir, cuando finalmente me explicó por qué me había llamado, cometí un tremendo error. Le dije la verdad cuando debí haberle mentido.
Adam me envió un correo electrónico, me dijo, un mensaje largo escrito pocos días antes de…, justo unos días antes del final. Era una carta bonita, una nota de despedida, según comprendo ahora, y en uno de los últimos párrafos mencionaba que estaba escribiendo algo, un libro de cierta clase, y que si quería leerlo debía ponerme en contacto contigo. Pero únicamente cuando hubiera muerto. Insistía mucho en eso. Sólo después de su muerte. Me advertía además de que el relato podría parecerme sobrecogedor. Se disculpaba de antemano por eso, pidiéndome que lo perdonara si el libro me hacía sufrir de algún modo, y seguidamente me decía que no, no debía molestarme en leerlo, era mejor que lo olvidara. Todo resultaba muy confuso. Justo en la frase siguiente, cambiaba otra vez de opinión y me decía que lo leyera si quería, que tenía todo el derecho a hacerlo, y que si me apetecía leerlo, debía ponerme en contacto contigo, porque tú tenías el único ejemplar. Eso no lo entendí. Si escribió el libro en el ordenador, ¿no lo habría guardado en el disco duro?
Dijo a Rebecca que lo borrase, contesté. Ya no está en el ordenador, y el único ejemplar que hay es el que imprimió y me envió por correo.
Así que el libro existe realmente.
En cierto modo. Él tenía intención de escribirlo en tres capítulos. Los dos primeros están en bastante buena forma, pero no logró terminar el tercero. Sólo hay unas notas, un esbozo apresuradamente pergeñado.
¿Quería que lo ayudaras a publicarlo?
Nunca me habló de publicarlo, no directamente en cualquier caso. Lo único que quería es que leyera el libro, y luego que decidiera lo que hacer con él.
¿Lo has decidido?
No. A decir verdad, ni siquiera lo he pensado. Hasta que has mencionado ahora mismo lo de publicarlo, ni se me había pasado por la cabeza.
Creo que debería echarle un vistazo, ¿no te parece? No estoy seguro. Es cosa tuya, Gwyn. Si quieres verlo, haré una copia y te la enviaré hoy mismo por mensajero. ¿Me va a disgustar? Probablemente. ¿Probablemente?
No todo, pero podría disgustarse alguna cosa, sí. Alguna cosa. Vaya por Dios.
No te preocupes. Desde este momento, pongo la decisión en tus manos. Nunca se publicará una sola palabra del libro de Adam sin tu consentimiento.
Mándamelo, Jim. Envíamelo hoy mismo. Ya estoy crecidita, y sé cómo tomarme la medicina.
Qué sencillo habría sido no dejar rastros y negar la existencia del libro, o decirle que lo había perdido en algún sitio, o afirmar que Adam había prometido enviármelo pero que no llegó a hacerlo. El asunto me cogió por sorpresa, y no pude pensar lo bastante rápidamente como para ponerme a hilar una historia completamente falsa. Aún peor, había dicho a Gwyn que el libro constaba de tres capítulos. Sólo el segundo tenía potencial para herirla (junto con un par de observaciones en el tercero, que yo podría haber tachado fácilmente), y si le hubiera dicho que Adam había escrito únicamente dos capítulos, Primavera y Otoño, le habría evitado tener que volver al apartamento de la calle Ciento siete Oeste y revivir los acontecimientos de aquel verano. Pero ahora esperaba recibir tres capítulos, y si le enviaba sólo dos, me llamaría inmediatamente para pedirme las páginas que faltaban. Así que fotocopié todo lo que tenía —Primavera, Verano y las notas para Otoño— y se lo envié a su dirección en Boston aquella misma tarde. Era una maldad hacerle eso, pero ya no había remedio. Quería leer el libro de su hermano, y yo tenía el único ejemplar que existía en el mundo.
Me llamó dos días después. No sé lo que esperaba de ella, aunque daba por sentado que habría profundas emociones de por medio —lágrimas airadas, amenazas, vergüenza de que su secreto hubiera salido a la luz—, pero Gwyn se mostró anormalmente apagada, más estupefacta que ofendida, me pareció, como si el libro hubiera sido una paliza que la había dejado en un estado de perpleja incredulidad.
No lo entiendo, me dijo. En su mayor parte es tan preciso, tan exactamente cierto, que no se comprenden todas esas cosas que se ha inventado. No tiene sentido.
¿Qué cosas?, le pregunté, sabiendo perfectamente bien a qué se refería.
Yo quería a mi hermano, Jim. Cuando era joven, estaba más unida a él que a cualquier otra persona. Pero no llegamos a acostarnos jamás. No existió ese gran experimento de cuando éramos unos críos. No hubo ninguna relación incestuosa en el verano de 1967. Sí, vivimos juntos dos meses en aquel apartamento, pero teníamos habitaciones separadas, y nunca se produjo encuentro sexual alguno. Lo que ha escrito Adam es pura fantasía.
Puede que yo no sea el más indicado para preguntarlo, pero ¿por qué iba a hacer una cosa así? Sobre todo si las demás partes de la historia son ciertas.
No estoy segura de que sean ciertas. Al menos no lo puedo comprobar. Pero todas las demás cosas concuerdan con lo que me contó por entonces, hace cuarenta años. No he conocido a Born ni a Margot, ni a Cécile ni a Héléne. Yo no estuve con Adam en Nueva York aquella primavera. Ni tampoco en París aquel otoño. Pero me habló de esas personas, y todo lo que me contó de ellas en 1967 coincide con lo que dice de ellas en el libro.
Tanto más raro, entonces, que se haya inventado esas cosas sobre ti.
Sé que no me crees. Sé que piensas que trato de protegerme, que no quiero admitir que hayan ocurrido esas cosas entre nosotros. Pero no fue así, te lo prometo. Me he pasado las últimas veinticuatro horas pensándolo, y la única respuesta a la que he llegado es que esas páginas son el producto de la fantasía de un hombre agonizante, un sueño sobre lo que deseó que ocurriera pero que nunca sucedió.
¿Deseó?
Sí, deseó. No niego que esos sentimientos estuvieran en el aire, pero yo no tenía interés en obrar de acuerdo con ellos. Adam estaba muy encariñado conmigo, Jim. Era un afecto malsano, y después de que viviéramos una temporada juntos aquel verano, empezó a decirme que por mi culpa era incapaz de salir con otras mujeres, que yo era la única a la que podría amar en la vida, y que si no fuéramos hermanos se casaría conmigo en el acto. Como en broma, por supuesto, pero a mí eso no me gustaba nada. Para ser enteramente franca, sentí alivio cuando se marchó a París.
Interesante.
Y luego, como ambos sabemos, volvió menos de un mes después: expulsado a patadas, en el oprobio, como me dijo a mí en aquel momento. Pero entonces yo tenía otra compañera de piso, y Adam tuvo que buscarse un apartamento. Seguíamos manteniendo la amistad, éramos los mejores amigos del mundo, pero yo empecé a poner cierta distancia entre los dos, a apartarme de él por su propio bien. Tú lo veías con frecuencia los dos últimos años de universidad, pero ¿cuántas veces lo viste conmigo?
Estoy tratando de acordarme… No muchas. Sólo en un par de ocasiones.
A las pruebas me remito.
Entonces, ¿qué pasa ahora con su libro? ¿Lo metemos en un cajón y nos olvidamos de él?
No necesariamente. En su forma actual el libro es impublicable. No sólo no es cierto, al menos en parte, sino que si esas páginas se hacen públicas algún día, causarán sufrimiento y problemas a una cantidad incalculable de personas. Soy una mujer casada, Jim. Tengo dos hijas y tres nietos, docenas de parientes, centenares de amigos, una sobrina muy querida, la hijastra de mi hermano, y sería un crimen publicar el libro tal como está. ¿De acuerdo?
Sí, sí. No te lo voy a discutir.
Por otro lado, el libro me ha emocionado mucho. Me ha devuelto a mi hermano en aspectos que no me había imaginado, en un sentido que me ha dejado totalmente sorprendida, y si podemos transformarlo en algo publica-ble, daría mi aprobación al proyecto.
Estoy un poco confundido. ¿Cómo se hace publicable un libro que no lo es?
Ahí es donde intervienes tú. Si no estás interesado en prestar tu colaboración, dejaremos el asunto ahora mismo y nunca volveremos a hablar de ello. Pero si quieres intervenir, entonces esto es lo que propongo. Coges las notas de la tercera parte y las pones en un forma decente. Eso no debería resultarte muy difícil. Yo nunca podría hacerlo, pero tú eres escritor, sabrás cómo enfocarlo. Y entonces lo más importante, cambias los nombres a lo largo de todo el texto. ¿Te acuerdas de aquel programa de televisión de los cincuenta? Cambiaban los nombres para proteger al inocente. Cambias los nombres de la gente y los lugares, añades o suprimes los elementos narrativos que te parezca, y luego publicas el libro con tu nombre.
Pero entonces ya no sería el libro de Adam. En cierto sentido, no me parece honrado. Es como robar…, una extraña forma de plagio.
No si lo estructuras correctamente. Si mencionas que los pasajes que escribió Adam, el verdadero Adam con el nombre falso que te inventes para él, son obra suya, entonces no le robarás nada, sino que lo honrarás.
Pero nadie sabrá que es Adam.
¿Qué importa? Lo sabremos tú y yo, y por lo que a mí respecta, somos los únicos que cuentan. Te olvidas de mi mujer. Confías en ella, ¿no? Pues claro que sí. Entonces lo sabremos los tres.
No estoy seguro, Gwyn. Tengo que pensarlo. Dame un poco de tiempo, ¿vale?
Tómate todo el tiempo que necesites. No hay prisa.
Su historia era convincente, más que verosímil, pensé, y por su bien quise creerla. Pero no pude, al menos no del todo, al menos no sin la fundada sospecha de que el texto de Verano era una historia sobre una experiencia vivida y no un sueño lascivo de un hombre enfermo y agonizante. Para satisfacer mi curiosidad, me tomé un día libre de la novela que estaba escribiendo, me dirigí al campus de Columbia y, en la secretaría de la Facultad de Relaciones Internacionales, me enteré de que Rudolf Born estuvo contratado como profesor visitante en el curso académico de 1966-67, y luego, tras una sesión en la sala de microfilms de la Biblioteca Butler, el mismo Castillo de los Bostezos en donde Walker había trabajado aquel verano, de que una mañana de mayo se había encontrado en Riverside Park el cadáver de un tal Cedric Williams, de dieciocho años, con más de una docena de puñaladas en el vientre y el tórax. Esas otras cosas, como Gwyn las había denominado, estaban fielmente documentadas en el relato de Walker, y si esos otros hechos eran ciertos, ¿por qué se habría tomado la molestia de inventarse algo que no era verdad, condenándose a sí mismo con un relato sumamente detallado y comprometedor de amor incestuoso? Era posible que la versión de Gwyn de aquellos dos meses de verano fuera correcta, pero también podía ser que me mintiera. Y si mintió, ¿quién podría reprocharle que no quisiera que los hechos saliesen a la luz? Cualquiera mentiría en su situación, todo el mundo lo haría, mentir sería la única solución. Mientras volvía a Brooklyn en el metro, llegué a la conclusión de que no me importaba. A ella sí, pero a mí no.
Pasaron varios meses, y en ese tiempo apenas pensé en la propuesta de Gwyn. Trabajaba con ahínco en mi libro, estaba entrando en las últimas fases de una novela que ya había consumido varios años de mi vida, y Walker y su hermana empezaban a perderse de vista, a disiparse, convirtiéndose en dos vagas figuras vislumbradas en el lejano horizonte de la conciencia. Siempre que Adam me venía de algún modo a la cabeza, llegaba a la casi inevitable conclusión de que no quería hacer nada con su libro, que ese episodio estaba zanjado. Entonces ocurrieron dos cosas que me hicieron cambiar de opinión. Llevé mi novela a buen término, lo que significaba que me encontraba libre para dirigir la atención a otras cosas, y por casualidad encontré nuevos datos relacionados con la historia de Walker, un colofón, por decirlo así, un pequeño y último capítulo que dio otro sentido al proyecto, y con ese nuevo significado, el necesario impulso para acometerlo.
Ya he descrito cómo arreglé las notas de Walker para Otoño. En cuanto a los nombres, los he inventado de acuerdo con las instrucciones de Gwyn, y el lector puede tener por tanto la seguridad de que Adam Walker no es Adam Walker. Gwyn Walker Tedesco no es Gwyn Walker Tedesco. Margot Jouffroy no es Margot Jouffroy. Héléne y Cécile Juin no son Héléne y Cécile Juin. Cedric Williams no es Cedric Williams. Sandra Williams no es Sandra Williams, y su hija, Rebecca, no es Rebecca. Ni siquiera Born es Born. Su verdadero nombre se asemeja al de otro poeta provenzal, y me he tomado la libertad de sustituir la traducción de ese otro poeta hecha por el que no es Walker, por otra traducción mía, lo que significa que las observaciones sobre el Inferno de Dante que aparecen en la primera página de este libro no se recogen en el manuscrito original del que no es Walker. Por último, supongo que no es necesario añadir que no me llamo Jim.