Invisible (30 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Intriga, #Otros, #Drama

BOOK: Invisible
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No lo interrumpí. Por una vez, R. B. estaba hablando de forma racional, aun cuando su argumentación era más bien rudimentaria. ¿Qué me dices de Argelia e Indochina, quería preguntarle, qué hay de Corea y Vietnam, qué ocurre con la injerencia de Estados Unidos en Latinoamérica, los asesinatos de Lumumba y Allende, los soviéticos entrando con sus tanques en Budapest y Praga, la larga guerra de Afganistán? No tenía mucho sentido hacerle esas preguntas. Ya había soportado peroratas de esa clase cuando era joven como para saber que enredarse en discusiones con R. B. no merecía la pena. Que siga con su discurso, dije para mí, que suelte sus opiniones simplistas, y antes de que se entere se cansará de hablar y concluirá la velada. Aquél era el R. B. de los viejos tiempos, y por primera vez desde que puse los pies en su casa, me sentí en terreno familiar.

Pero no se cansaba de hablar, y la velada se prolongaba mucho más de lo que yo había esperado. Sólo se estaba calentando con aquellas observaciones sobre la guerra fría, aclarándose la garganta, como si dijéramos, y durante las dos horas siguientes me soltó la más virulenta diatriba que jamás había oído de sus labios. El terrorismo árabe, el 11 de Septiembre, la insidiosa invasión de Irak, el precio del petróleo, el calentamiento del planeta, la escasez de alimentos, las hambrunas, la depresión mundial, la guerra sucia, los atentados con ántrax, la aniquilación de Israel: ¿de qué no hablaría, qué espantosa profecía, augurio de muerte, no evocó para lanzármela a la cara? Algunas de las cosas que dijo eran tan mezquinas y horrorosas, tan despiadadas y con tanto odio hacia todo el mundo que no fuera europeo de piel blanca, hacia cualquiera que, en definitiva, no fuese el propio Rudolf Born, que llegó un momento en que no pude soportarlo más. Cállate, le dije. No quiero oír una palabra más. Me voy a acostar.

Cuando me levanté de la silla y me marché del comedor, él seguía hablando, continuaba la perorata con su voz pastosa, de borracho, sin darse cuenta siquiera de que ya no estaba sentada a la mesa. Las capas de hielo polar se están fundiendo, afirmó. Dentro de quince o veinte años vendrán las inundaciones. Ciudades anegadas, continentes arrasados, el fin de todo. Tú seguirás viviendo, Cécile. Alcanzarás a verlo, y luego morirás ahogada. Te ahogarás con todos los demás, con otros miles de millones, y ahí se acabará todo. Cómo te envidio, Cécile. Podrás presenciar el fin de todas las cosas.

A la mañana siguiente (ayer) no se presentó al desayuno. Cuando pregunté si estaba bien, Nancy hizo un ruidito con la garganta, algo parecido a una risa muda, hacia dentro, y me dijo que el señor Born seguía en el mundo de los sueños. Me pregunté cuánto tiempo más se habría quedado bebiendo después de que me fui del comedor.

Cuatro horas más tarde se presentó para el almuerzo, al parecer de buen humor, los ojos animados y centrados, preparado para entrar en acción. Por primera vez desde que había llegado, se había tomado la molestia de ponerse una camisa.

—Disculpa mis desaforados comentarios de anoche —empezó a decir—. La mitad de las cosas no las dije en serio; menos de la mitad, en realidad, casi ninguna.

—¿Por qué dirías esas cosas si no fuera en serio? —le pregunté, un tanto desconcertada por aquella extraña retractación. No acostumbraba a poner en tela de juicio su comportamiento, a echarse atrás en algo que hubiera dicho o hecho, desaforado o no.

—Estaba tanteando ciertas ideas, intentando ponerme en el estado de ánimo adecuado para el trabajo futuro.

—¿Y qué trabajo es ése?

—El libro. El libro que vamos a hacer juntos. Después de nuestra charla de ayer por la mañana, estoy convencido de que tienes razón, Cécile. Nunca podrá publicarse la verdadera historia. Hay demasiados secretos, demasiados detalles de asuntos sucios que desvelar, demasiadas muertes por las que responder. Los franceses me detendrían si intentara hablar de todo eso.

—¿Estás diciendo que quieres renunciar al proyecto?

—No, en absoluto. Pero con objeto de exponer la verdad, debemos darle carácter de ficción.

—Eso es lo que dijiste ayer.

—Lo sé. Se me ocurrió de pronto mientras estábamos hablando, pero ahora que he tenido tiempo para pensarlo, creo que es la única solución.

—Una novela, entonces.

—Sí, una novela. Y ahora que tengo una novela en la cabeza, veo las ilimitadas posibilidades que se abren de pronto para nosotros. Podemos decir la verdad, sí, pero también contamos con la libertad de inventarnos cosas.

—¿Y por qué querrías hacer eso?

—Para dar más interés a la historia. Basaremos la acción en mi propia vida, claro, pero el personaje que me representa en el libro tendrá un nombre distinto. No podremos llamarlo Rudolf Born, ¿verdad? Tendrá que ser otro: el señor X, por ejemplo. Una vez que me convierta en el señor X, ya no seré yo mismo, y entonces podremos añadir tantos detalles nuevos como queramos.

—¿Como cuáles?

—Como…, a lo mejor el señor X no es la persona que parece ser. Lo presentaremos como un hombre que lleva una doble vida. El mundo lo conoce como un aburrido profesor, alguien que da clases de política interior y asuntos internacionales en una universidad o un instituto igualmente aburridos, pero que en realidad es también un agente secreto especial, que libra una guerra justa contra los comunistas soviéticos.

—Eso ya lo sabemos. Es la premisa del libro.

—Sí, sí; pero espera. ¿Y si su doble vida no es tal, sino una triple vida?

—No te entiendo.

—Parece que trabaja para los franceses, pero en realidad está en connivencia con los rusos. El señor X es un topo.

—Empieza a parecer una novela de misterio…

—De misterio. ¿No te encanta esa palabra? Misterio.

—Pero ¿por qué iba el señor X a traicionar a su país?

—Por muchas razones. Tras años de trabajo en el campo de batalla, Occidente acaba desilusionándolo y se convierte a la causa comunista. O si no, es un cínico que no cree en nada, y los rusos le pagan buen dinero, mucho más que los franceses, lo que significa que gana más del doble de lo que cobraría si trabajara para un solo bando.

—No parece un personaje muy simpático.

—No tiene que ser simpático. Sólo interesante y complejo. Piensa en Mayo del 68, Cécile. ¿Recuerdas aquellas tremendas discusiones que manteníamos?

—Nunca se me olvidarán.

—¿Y si el señor X, el doble agente confabulado con el enemigo, está en completo acuerdo con el personaje de la joven Cécile Juin? ¿Y si está encantado viendo cómo Francia se sume en la anarquía, si no cabe en sí de alegría ante la desintegración del país y la inminente caída del gobierno? Pero tiene que proteger su tapadera, y para ello ha de defender ideas diametralmente opuestas a aquellas en las que cree. Eso le dará un buen toque, ¿no te parece? —No está mal.

—He pensado en otra escena. Sería difícil de conseguir, pero si adoptamos la idea de convertir al señor X en un topo, se convertiría en un factor crucial: uno de los momentos más oscuros y desgarradores del libro. El señor X tiene un colega francés, el señor Y. Han sido amigos íntimos durante muchos años, han vivido juntos innumerables y angustiosas aventuras, pero ahora el señor Y sospecha que el señor X trabaja para los soviéticos. Se encara con él y le dice que si no abandona el servicio de forma inmediata, hará que lo detengan. Son los primeros años sesenta, recuérdalo. La pena capital sigue en vigor, y la detención significa la guillotina para el señor X. ¿Qué puede hacer? No tiene más remedio que matar al señor Y. No de un balazo, por supuesto. No de un golpe en la cabeza ni de un navajazo en el vientre, sino con un medio más sutil que elimine la posibilidad de ser descubierto. Es verano. El señor Y y su familia están de vacaciones en la montaña, al sur de Francia. El señor X va para allá, se introduce furtivamente en plena noche en la propiedad, y desconecta los frenos del coche del señor Y. A la mañana siguiente, camino del pueblo para comprar pan en la panadería de la localidad, el señor Y pierde el control del automóvil y se precipita por la ladera de la montaña. Misión cumplida.

—¿Qué estás diciendo, Rudolf?

—Nada. Te estoy contando una historia, eso es todo. Te describo cómo el señor X mata al señor Y.

—Estás hablando de mi padre, ¿verdad?

—Pues claro que no. ¿Cómo se te ocurre pensar eso? —Me estás diciendo cómo intentaste matar a mi padre.

—Tonterías. Tu padre nunca estuvo en el servicio. Tú lo sabes. Trabajaba en el Ministerio de Cultura.

—Eso dices tú. ¿Quién sabe lo que hacía realmente?

—Déjalo, Cécile. Sólo estamos divirtiéndonos un poco.

—No tiene gracia. Ninguna en absoluto. Me estás revolviendo las tripas.

—Mi querida niña. Cálmate. Te estás portando como una boba.

—Me voy de aquí, Rudolf. No soporto estar contigo ni un momento más.

—¿Ahora mismo, en mitad del almuerzo? ¿Por las buenas?

—Sí, por las buenas.

—Y yo que pensaba…

—No me importa lo que pensabas.

—De acuerdo, vete si eso es lo que quieres. No voy a tratar de impedírtelo. Desde que has venido no he hecho otra cosa que inundarte de ternura y afecto, y ahora te vuelves contra mí de esta manera. Eres una mujer ridícula, una histérica, Cécile. Lamento haberte invitado a mi casa.

—Y yo lamento haber venido.

Ya estaba de pie para entonces, cruzando la habitación, llorando ya. Justo antes de llegar al pasillo, me volví a mirar por última vez al hombre con el que mi madre estuvo a punto de casarse, al hombre que me había pedido en matrimonio, y allí estaba, sentado de espaldas a mí, encorvado sobre su plato, zampándose la comida. Con absoluta indiferencia. Aún no me había marchado de la casa y ya me había borrado de su mente.

Fui a mi cuarto a recoger mis cosas. Esta vez no tendría a Samuel para acompañarme, y como no estaría en condiciones de bajar la montaña con la maleta en la mano, tendría que dejarla allí. Metí ropa interior limpia en el bolso, me quité las sandalias sacudiendo los pies, me puse unas zapatillas de deporte y luego comprobé que el pasaporte y el dinero estaban en su sitio. La idea de dejarme la ropa y los libros me causaba una pequeña punzada de pesar, pero la sensación desapareció al cabo de un par de segundos. Mi plan consistía en bajar a la ciudad de Saint Margaret y sacar un billete para el primer avión con destino a Barbados. Estaba a diecisiete kilómetros de la casa. Era capaz de hacerlo. Siempre que fuera en terreno llano, podría seguir andando eternamente.

El descenso de la montaña resultó ser menos penoso de lo que había sido la ascensión. Empecé a sudar, como es natural, los tábanos y mosquitos me acribillaron con sus ataques aéreos, pero en esta ocasión no me caí, ni una sola vez. Avancé a un paso moderado, ni muy lento ni muy apresurado, deteniéndome de cuando en cuando a observar las flores silvestres que crecían al lado del camino: de colores vivos, preciosas, con nombres desconocidos para mí. Azul intenso. Rojo encendido. Amarillo radiante.

Cuando me acercaba a la base de la montaña, empecé a oír algo, un ruido o una serie de ruidos que era incapaz de reconocer. Al principio, pensé que se parecía al canto de los grillos o las chicharras, el persistente grito metálico de los insectos en el calor de la tarde. Pero hacía demasiado bochorno entonces para que los insectos se estuvieran llamando unos a otros, y cuando me aproximé más, comprendí que los ruidos eran demasiado fuertes, que su ritmo era demasiado complejo, demasiado vibrante e intrincado para que proviniese de algún ser vivo. Una barrera de árboles me estorbaba la vista. Seguí andando, pero el obstáculo siguió hasta que llegué abajo del todo. Una vez allí, me detuve, torcí a la derecha, y por fin vi de dónde procedía el rumor, finalmente vi lo que mis oídos me estaban anunciando.

Un campo desolado se extendía frente a mí, un terreno árido y polvoriento abarrotado de pedruscos grises de diversas formas y tamaños, y desperdigados entre las piedras de aquel descampado había cincuenta o sesenta hombres y mujeres, todos con un martillo en una mano y un cincel en la otra, golpeando las piedras hasta partirlas en dos, machacando luego los trozos pequeños para romperlos en dos, y luego triturando los más pequeños y reduciéndolos a gravilla. Cincuenta o sesenta hombres y mujeres de color agachados en el campo con martillos y cinceles, golpeando las piedras mientras el sol les machacaba la espalda, sin sombra en parte alguna y el sudor reluciendo en cada rostro. Me quedé allí largo rato, observándolos. Miré y escuché y me pregunté si alguna vez había visto algo así. Era la clase de trabajo que se relaciona con reclusos, con gente encadenada, pero aquellas personas no llevaban grilletes. Estaban trabajando, ganando dinero, haciendo lo posible por subsistir. La música de las piedras era ampulosa e increíble, un rumor de cincuenta o sesenta martillos tintineantes, cada uno moviéndose a su propio ritmo, atrapado en su propia cadencia, y conjuntamente formaban una armonía indisciplinada, majestuosa, un sonido que se me metió en la piel y permaneció en mi interior mucho después de marcharme de allí, e incluso ahora, sentada en el avión que cruza el océano, sigo oyendo en mi cabeza el tintineo de aquellos martillos. Ese sonido vivirá siempre en mí. Durante el resto de mi vida, esté donde esté, haga lo que haga, irá siempre conmigo.

PAUL AUSTER nació en 1947 en Nueva Jersey y estudió en la Universidad de Columbia. Tras un breve período como marino en un petrolero, vivió tres años en Francia, donde trabajó como traductor, "negro" literario y cuidador de una finca; desde 1974 reside en Nueva York.

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