—¿Compensación emocional?
—Así lo llama el psiquiatra tan elegante al que mandaron a Sonia una vez que salió del sanatorio. Un tipo que, tanto a doña Cristina como a mí, nos miraba con una cara que sólo le faltaba decirnos «Pasen ustedes por la puerta de servicio». Yo sólo lo vi una vez y nunca he estado presente en ninguna de las entrevistas que mantuvieron, pero Sonia, una vez terminadas sus sesiones, me lo contaba todo y nos reíamos de sus modales tan finos. Doña Cristina le tenía tanta
tirria
—así lo pronunció Kardam— como yo, y cuando pasó lo de los pendientes de la joyería y él salió con lo de la compensación emocional…
Entonces Kardam me contó cómo, apenas unos meses después de que le dieran el alta y cuando ya había vuelto a trabajar en Nueva York como modelo, sorprendieron a Sonia robando unos pendientes en una joyería de la avenida Madison. Ni siquiera unos muy caros, según dijo él. Unos que, incluso es posible, que los dueños le hubieran regalado a cambio de lucirlos en cualquiera de las muchas fiestas a las que Sonia tenía que acudir por su trabajo; de ahí que el robo fuera aún más incomprensible. Sin embargo, al tener lugar el delito en Estados Unidos, lo sucedido después —siempre según el relato de Kardam— fue complicado y doloroso. Como allí no se andan con miramientos con los infractores, más aún si son extranjeros, la chica pasó dos noches detenida. En cuanto se enteró de lo sucedido, doña Cristina voló desde Madrid no sólo para pagar los pendientes, sino para solucionar cualquier otro problema que pudiera surgir y, por lo visto, logró incluso que la noticia no trascendiera a la prensa.
—Aun así, y a pesar de que al final todo salió bien, ésa fue la única vez que la vi llorar —me explicó entonces Kardam bajando de nuevo la voz como si traicionara otro gran secreto—. También fue la única vez que habló conmigo a estómago abierto, ¿se dice así en español?, me refiero a que confió sus temores. «Lo tiene todo, Kardam,
¿por qué,
entonces? ¿Qué le han hecho a mi hijita? ¿En qué la han convertido? ¿Y qué pasará cuando ya no esté para protegerla? Por supuesto, ni siquiera me escuchó cuando le dije que yo estaría siempre allí para cuidar de nuestra niña —continuó Kardam—. Estaba obsesionada con las consecuencias del robo. Yo no entiendo por qué le dio al asunto tanta importancia, sobre todo ella, una mujer que conoce la vida. No es tan grave tener los dedos ligeros, ¿no crees, Ágata? ¿Cuántas modelos, cuantas actrices han hecho lo mismo que nuestra niña? Más de una, te lo aseguro. De donde yo vengo no pasan estas cosas, naturalmente. Nadie roba lo que ya tiene sino lo mucho que le falta. Es un mundo extraño el vuestro aunque yo, por Sonia, intento entenderlo.
Kardam siguió hablando. De doña Cristina, de Sonia, de su elegante psiquiatra, de su teoría de la compensación emocional, de los pecados de los ricos, pero yo no lo escuchaba. En realidad, ahora que tenía una primera explicación de cómo había desaparecido el reloj de Olivia lo único que me preocupaba era planear cómo y por dónde iba a seguir con mis averiguaciones. Y es que, cuando uno empieza a tirar de una madeja y logra desenredar la primera parte de la trama, resulta casi imposible no seguir adelante, puesto que un cabo lleva a otro cabo y luego a otro y a otro… A mí, por ejemplo, cada vez me resultaba más difícil creer que Sonia San Cristóbal fuera tan simple como su novio, su madre y también Olivia daban a entender. Por lo poco que había hablado con ella, no me parecía tonta en absoluto. Al contrario, había un brillo extraño en esos ojos bellos y duros como dos aguamarinas. ¿Serían figuraciones mías? Quizá. Olivia decía siempre que las personas tontas pueden en ocasiones llegar a parecer muy inteligentes porque las cosas que dicen son tan insólitas, tan de aurora boreal, que a uno no le cabe en la cabeza que alguien pueda razonar así, y termina buscándole a sus afirmaciones todo tipo de interpretaciones y quintas derivadas. Tal vez por eso, porque todo era muy intrigante, y tal vez también porque estábamos en el mes de julio y las vacaciones de una maestra de Lengua y Literatura son largas y sobre todo aburridas, yo comenzaba a aficionarme a este juego de las adivinanzas tan distinto a todos los que había conocido hasta el momento. Y es que, en el pasado, me había conformado con ver la vida desde fuera, desde la barrera, como quien dice, o en el mejor de los casos a través de la maravillosa ventana de internet. Y en verdad lo es, maravillosa, me refiero, de modo que era mucho lo que había aprendido de la naturaleza humana gracias a madame Poubelle y su Club de Corazones Solitarios. Sin embargo ahora se me presentaba la oportunidad de continuar con este interesante estudio, no en el mundo virtual, sino en el real, ese que siempre había temido y esquivado. Un territorio que me había parecido inaccesible para alguien como yo. Y es que el mundo real, el que todos disfrutan y dicen amar tanto, era hasta hace muy poco el de Oli, mientras que el otro, el de las sombras, era el mío.
Pero las cosas habían cambiado. Olivia estaba muerta y yo viva; he ahí la gran diferencia entre nosotras.
«¿Qué pasaría —me pregunté a continuación— si me hiciese la encontradiza con otro —o mejor dicho otra— de las pasajeras del
Sparkling Cyanide?
¿Qué nuevos hilos de la madeja desenredaría hablando con Sonia San Cristóbal, por ejemplo? ¿No era así, precisamente, como actuaban todos los detectives privados de todas las novelas policiales, buenas o malas que se han escrito en este mundo, entrevistándose uno a uno con los sospechosos para tirarles de la lengua? ¿Qué nuevas piezas de este curioso puzle lograría colocar en su sitio utilizando un sistema tan viejo y, por lo visto, tan eficaz?» Entonces aprendí que, cuando uno empieza a fingir y a mentir, descubre que ambas cosas pueden ser no sólo útiles sino también de lo más divertidas. Por eso fue que, con la más angelical de mis sonrisas, le hice a mi interlocutor la siguiente pregunta:
—Oye, Kardam, ¿me podrías decir cuál es la dirección del gimnasio de Sonia? Es que verás, en el barco ella mencionó que frecuentaba uno estupendo que, por lo que recuerdo, no quedaba demasiado lejos de mi casa. No lo anoté en su momento y ahora que he terminado este trabajillo sobre los jóvenes del extrarradio pienso que me vendría genial ponerme un poco en forma antes de irme a la playa. ¿Dónde dices que queda? Espera, espera, que voy a apuntar la dirección. ¿Tienes un boli?
—Está mucho mejor muerta —comenzó diciendo Sonia San Cristóbal al tiempo que me observaba con su dos maravillosas aguamarinas un tanto empañadas en esta ocasión por el esfuerzo físico—. Mami insiste siempre en que tengo que tener un poquito de cuidado con las cosas que digo porque no todo el mundo las entiende. Pero también dice que lo que se desea para los demás debe ser lo mismo que se desea para uno.
—¿… Como dices? —pregunté, porque lo cierto es que no entendía su razonamiento.
—Muy fácil —rió Sonia—. Me refiero a que, ahora que sabemos cuáles eran las circunstancias personales de la pobre Oli cuando ocurrió su accidente, fue lo mejor que le pudo pasar, ¿no? Mami dice también que allá arriba se ocupan de que todo sea para bien en la vida de los seres humanos. Yo no soy tan de cristos y de vírgenes como ella, pero la verdad es que en este caso está clarísimo.
Nos encontrábamos en una de esas pausas ¡maravillosas! que los entrenadores personales conceden cuando lleva uno más de treinta minutos trabajando músculo sin resuello, y yo aproveché para indicarle a aquel tipo que con eso era suficiente. Que ya continuaría otro día, muchas gracias. Sonia a mi lado sudaba de un modo encantador. Apenas unas muy favorecedoras perlas coronaban su frente y labio superior mientras que yo lo hacía como un pollo desplumado. O al menos así se reproducía en la gran luna que teníamos enfrente. Supongo que los espejos de los gimnasios están pensados para favorecer, ora el narcisismo de los guapísimos y sílfides, ora la mala conciencia de los que no somos ni una cosa ni otra, pero maldita la gracia que me hacía vernos reflejadas allí. Sin embargo, y a pesar de las oprobiosas diferencias, me fue imposible separar la vista de aquella pulida superficie, de modo que tuve oportunidad de ver en ella toda la escena que voy a contar como si fuera en una pantalla de cine.
No me detendré demasiado en describir detalles ambientales o de vestuario, como que Sonia lucía unos minúsculos shorts grises acompañados de un top blanco y yo una vieja bermuda con un polo que daba un calor terrible; tampoco mencionaré que ella portaba un medidor de pulsaciones y un iPod y yo por mi parte un walkman del paleolítico inferior y un podómetro. Finalmente, no creo que merezca tampoco más de un par de líneas decir que, para continuar con mis averiguaciones detectivescas, en esta ocasión había preferido no fingir un encuentro fortuito como hice en el caso de Kardam Kovatchev, sino utilizarlo a él como coartada que explicase mi presencia allí sudando la gota gorda.
—…Sí, tu chico y yo nos encontramos por pura casualidad el otro día cerca de su trabajo y estuvimos charlando un buen rato. ¿No te lo dijo? Fue él quien mencionó que venías a este gimnasio y entonces pensé, ¿por qué no? Encima tuve la suerte de que, al llegar aquí vi la oferta de un día gratis para probar el circuito de máquinas, de modo que me dije: perfecto, aparte de ver a Sonia, que me cae tan bien, aprovecharé para quitarme un par de michelines; dos pájaros de un tiro.
Dicho esto, tuve la mala suerte de que «dos pájaros de un tiro» fuera, vaya por dios qué tonta casualidad, el mote con el que en aquel gimnasio se referían a cierta máquina superatómica que había a pocos metros más allá de donde nosotras estábamos, lo que hizo que Sonia se empeñase en que la probara de inmediato. «No
puedes
dejar de hacerlo. Es mega eficaz y una gozada, porque trabaja a dos niveles, uno interno y otro superficial. Ven, que yo te enseño», enfatizó mientras me empujaba hacia aquel potro de tortura con ese optimismo energético y a la vez tiránico que destilan los prosélitos del deporte y al que es inútil oponer resistencia. Por eso no fue hasta quince penosos minutos más tarde cuando pudimos retomar nuestra conversación. Miento. Fueron casi veinte los minutos que transcurrieron sin intercambiar palabra. Y es que mientras yo me encontraba aprisionada en el «dos pájaros de un tiro», Sonia aprovechó para subirse, alehop, a una barca de remo para trabajar sus impecables bíceps y tríceps. Y no contenta con eso, cuando por fin sonó la campanita salvadora de mi máquina, se empeñó en enseñarme a manejar el remo de la suya para que tonificara la cara interna de mi antebrazo. «Una zona rebelde y muy jodidilla», dijo textualmente. «Como si mi cuerpo tuviera alguna zona que no lo fuese», pensé, pero no me quedó más remedio que obedecer. Hace tiempo que me he dado cuenta de que los fanáticos del deporte y la vida sana ni siquiera conciben que a uno le espante lo que yo prefiero llamar el
mens sana in corpore insepulto,
de modo que es mejor capitular sin condiciones. Por fin, cuando ya estaba a un paso de la rotura fibrilar, Sonia me colgó del cuello una toalla a modo de guirnalda, o mejor aún, de corona de laureles y dijo: «Venga, corazón, creo que nos hemos ganado un buen zumo de pepinos, yo invito», y sonrió al tiempo que se dirigía hacia la puerta de la cantina, que Dios la bendiga.
Debo decir que, si las confidencias de Kardam me habían costado cafés con leche, cruasanes y otros engordantes alimentos, las de Sonia resultaron muy bajas en calorías: sólo dos batidos, uno de soja con cardamomo (no tan horrible como era de esperar dados los ingredientes) y otro de pepino con ginseng que aún no me había atrevido a probar. Pero no sólo tuve suerte en el aspecto dietético. No sé si se debió a las endorfinas, feromonas o cómo demonios se llamen esas sustancias opiáceas que por lo visto produce el ejercicio. O quizás se debiera a la camaradería que concita el deporte, o sencillamente al hecho de que Sonia es una de esas personas que no tienen demasiados filtros, pero lo cierto es que a los pocos minutos estábamos hablando de todos los temas que más me interesaban.
—…Sí, realmente fue una pena —comentó ella— que las cosas acabaran de un modo terrible cuando estábamos pasando unos días tan chulos. Un barco sensacional, unos invitados megainteresantes, y luego estaban las bromas superdivertidas de Olivia a propósito de su asesinato. Sólo ella era capaz de crear un ambiente tan superguay.
Eso dijo, y otra vez no tuve más remedio que preguntarme si hablaba en serio o me tomaba el pelo. A decir verdad, cada vez se me antojaba más difícil adivinar lo que podía esconderse dentro de aquella cabecita de belleza tan fuera de lo común. Y como era complicado, por no decir imposible, decidí recurrir por segunda vez al sistema que tan buen resultado me había dado con Kardam Kovatchev. Me refiero a ése del disparo por elevación o, lo que es lo mismo, a tirarle de la lengua —no sobre sus impresiones de lo ocurrido en el
Sparkling Cyanide
— sino preguntarle cuáles eran, según ella, las del resto de los pasajeros. Es un truco muy bueno, creo yo. Y es que la gente suele mentir mucho sobre sus propias apreciaciones, pero rara vez lo hace cuando reproduce las ajenas.
—¿Que qué pensó la gente sobre la broma de Oli? —repitió Sonia mientras daba buena cuenta de su batido de pepino—. ¿Te refieres a la primera broma de decir que cada uno tenía motivos para mandarla al otro barrio o a la segunda de fingir que ya la habíamos asesinado? A mí me gustó más la primera, fue superimaginativa. Pero creo que a los demás no les pareció tan
cool.
¿Te acuerdas, por ejemplo, de lo que pasó al día siguiente, después del desayuno? Eso sí que fue curioso.
Aquí le tuve que recordar a Sonia que yo había estado ausente desde la hora del desayuno hasta que se descubrió el cuerpo de Olivia a las cinco de la tarde.
—No sabes lo mal que me sentía, estaba supermareada —expliqué, copiando sin querer la especial predilección de mi interlocutora por los aumentativos—. Megamal —insistí en la misma línea—. Por eso hubo lo menos cuatro horas que los demás compartisteis con ella y de las que yo no sé nada. Cuéntame qué pasó, por ejemplo, empezando por después del desayuno. ¿Ocurrió algo interesante?
—Al principio fue bastante rollo —dijo Sonia encogiéndose deliciosamente de hombros—, y es que ya sabes cómo son las mañanas en un yate: mucho sol, mucho baño, poca conversación y cada uno a su bola leyendo o hablando por teléfono. Lo que sí recuerdo, por ejemplo, es que mami estaba furiosa con Oli a causa de sus bromas y yo tuve que insistirle más de una vez en que no tenían importancia, cosas que se dicen para hacer unas risas. También Cary era de mi opinión, sólo que él utilizó para convencerla un proverbio inglés supersabio que dice algo así como «a palabras necias, oídos sordos». Mami replicó entonces que ese refrán era español de toda la vida y se fue a su camarote dando un portazo pero no sin antes explicarnos algo así como que el relativismo y el buenísimo de nosotros los jóvenes está llegando a unos niveles de cretinez increíbles, por lo que ya nada tiene importancia y a ver adonde nos lleva eso. No volvió a subir a cubierta. Incluso pidió que le sirvieran el almuerzo en su camarote, y allí se quedó hasta la tarde, cuando mantuvo aquella larga conversación con Olivia.