Las lágrimas impidieron que continuara con la lectura. Me preguntaba ahora si Olivia le había contado a Fuguet lo de la póliza de seguros, su plan para favorecer a Cósima, su necesidad de que la muerte se produjera no por enfermedad sino por causa fortuita. Pedro Fuguet no hablaba de ello en las líneas que venían a continuación, pero yo me inclinaba a pensar que sí. Era el argumento perfecto, el más sólido sin duda, para que él la ayudara a cumplir su propósito.
«Dios mío —me dije entonces—. ¿Y ahora qué hago, cómo debo proceder?» Aquel correo electrónico estaba escrito horas antes pero yo no lo había leído hasta ese momento, las ocho y media de la tarde. En menos de una hora, Rapunzel, o lo que es lo mismo Pedro Fuguet, tocaría al timbre. Yo le abriría, cenaríamos, y si la velada se desarrollaba más o menos en la misma línea que mi encuentro con Vlad Romescu era probable que acabáramos en la cama, sólo que esta vez (y de verdad) yo estaría durmiendo con el asesino de mi hermana. El mismo que llevaba semanas intentando desenmascarar porque así lo había dispuesto Olivia al dejar tantas y tan evidentes pistas en mi camino. Como el libro de Roger Ackroyd, por ejemplo, en el que el asesino es un médico. O como el de
Némesis
que se encontraba en el camarote de doña Cristina y en el que, por un lado, una persona muerta encarga desde la tumba la investigación de un asesinato, y por otro al final resulta que el asesino mata a la víctima por lo mucho que la ama. Luego estaba también aquel almohadón de tira bordada con su leyenda explícita… sí, tantas y tan evidentes piedras de Pulgarcito dejadas por Oli, igual que en uno de nuestros lejanos juegos infantiles. Y aún había además otras piedritas menos evidentes pero igualmente útiles, como el nombre de Miranda de Winter o como el libro dejado a doña Cristina con una dedicatoria que sugería consultar con Mycroft Holmes en caso de dificultad. «¿También estos dos detalles los planeaste de antemano? —le pregunté a Olivia como si estuviera delante—. No, perdona, te considero hábil, Oli, pero no hasta ese punto. Más bien me inclino a creer que el apellido de Miranda, por ejemplo, fue el que te dio la idea de imitar la forma de morir de Rebeca, como bien señaló Miri cuando hablamos en Londres, y no al revés. En cuanto a que doña Cristina y yo nos encontrásemos por la calle para que ella me diera la idea que acabó resolviéndolo todo al modo de Mycroft Holmes, me parece más un guiño del destino que tuyo. De hecho, yo no necesitaba en absoluto la intervención del hermano listo de Sherlock, iba ya camino de ese Registro y en seguida descubriría tu bello gesto.
«Qué curioso —me dije entonces, y siempre en voz alta, como si hablara con mi hermana— resulta que, al final, va tener razón ella, doña Cristina, me refiero a eso del reloj parado. Porque tú cumples admirablemente con esa metáfora suya, Oli: has dado la hora exacta, y dos veces además. La primera es obvia, tu forma de planearlo todo para resarcir a Cósima, la segunda ya no lo es tanto y tiene que ver conmigo.» Entonces me puse a pensar en cuánto había cambiado mi vida desde la muerte de mi hermana. Por supuesto no creo en esa teoría de Pedro de que las virtudes positivas de Oli estuvieran traspasándose a mí de alguna manera misteriosa. Pero lo que sí es cierto es que, una vez muerta ella, me estaba convirtiendo en una persona desenvuelta y segura, más atrayente, incluso. «Porque yo siempre viví a tu sombra, Oli: la hermana guapa y la fea, el ángel y el conguito, la cigarra y la hormiga. No, más evidente aún: Abel el bello, el indolente, pero que está tocado por la caprichosa mano de Yavé, frente a Caín, el torpe, al que todo le sale mal por mucho que se afane. Sin embargo, ahora que no estás, ya no hay sombras a mi alrededor. Por eso pienso que no me queda más remedio que ser muy fiel a tu memoria y hacer exactamente lo que tú deseabas que hiciera. Y ¿cuál era tu idea al inducirme a investigar tu muerte? Por lo general un encargo de estas características tiene por finalidad desenmascarar al asesino y llevarlo ante la Justicia. ¿Es eso lo que quieres que haga, Oli, delatar a Pedro? ¿Por eso dejaste tantas pistas en mi camino, para que yo revelase la verdad y me ocupara luego de que se hiciera justicia? Dime, ¿cómo has podido hacerme semejante putada? Supongo que porque un reloj parado da la hora exacta dos veces, pero no más…»
Escribo estas líneas finales de mi relato en mi viejo Hewlett Packard. Son las cinco de la mañana y está oscuro. Apenas una mínima línea gris anuncia que alumbra por el este una nueva y posiblemente muy calurosa mañana de julio. Cuento las páginas que llevo escritas. 353 en total desde que comencé a hacerlo en aquel hotelucho de Magaluf, y trece desde el capítulo anterior que encabecé con un «A quien pueda interesar» como una carta burocrática, como una confesión de parte, también. Calculo que necesitaré aún otras seis o siete para narrar cómo acabó todo. No debo extenderme más. No dispongo de tiempo,
él
podría despertar y entonces…
Por eso no voy a detenerme en contar cómo llegó Pedro Fuguet a mi casa y lo que yo pensaba en el momento de abrir la puerta. Baste decir que me debatía entre dos posibilidades. Olvidarlo todo y tener una cita romántica con alguien que había llevado a cabo lo que yo consideraba un gran acto de amor, o hacerle caso a la prudencia. Y ésta me recordaba que por mucho que me gustara Pedro, cara a la Justicia, las razones por las que había actuado no servían en absoluto para absolver a alguien de asesinato. Me agradase o no, él había matado a mi hermana. «¿Qué te parece que haga, Oli?», le pregunté entonces porque, a pesar de los pesares, me he acostumbrado a hablar con ella como si estuviera aquí, igual que cuando éramos niñas.
Por supuesto no me contestó, ella nunca lo hace, de ahí que, a la espera de alguna nueva indicación suya, continué ante mi viejo Hewlett Packard escribiendo lo sucedido desde que Pedro Fuguet entró en mi casa.
Y lo que pasó fue que la velada resultó maravillosa. Los espaguetis a la Ágata me quedaron deliciosos, porque últimamente hasta mis dotes culinarias han mejorado y una cosa fue llevando a otra y una copa a otra (todas ellas de aquel brebaje llamado
Sparkling Cyanide).
Pero ya se sabe el efecto que dicho mejunje tiene sobre las conciencias y más aún sobre las voluntades. Por tanto, creo que bien puedo poner como excusa el alcohol para explicar cómo por segunda vez en el lapso de tres días acabé en la cama en una primera cita. Y fue una experiencia aún más tierna y completa que la vivida con Vlad, pero aún así y lamentablemente, no puedo permitirme recrear sus extraordinarios pormenores. Lo más urgente ahora es decidir qué diablos voy a hacer con el texto que tengo delante de mi pantalla. Si estoy ante ella a horas tan peregrinas es porque poner una duda negro sobre blanco ayuda mucho a aclarar las ideas. Escribir es ordenar el caos, dicen los clásicos, y qué razón tienen. Por eso ahora sé que existen dos soluciones posibles para mí. O hago lo que es deber de todo buen ciudadano y denuncio un asesinato, o si no, selecciono las 354 páginas que llevo escritas con tanto esfuerzo y luego le doy a la tecla supr. ¿Por qué no? Tiene algo de divino esa potestad de borrar la parte de la vida que a uno menos le gusta con sólo un movimiento de los dedos sobre el teclado. Además, nadie tiene por qué saberlo. Ni siquiera ese hombre que ahora duerme confiado en mi cama como un niño grande.
«¿Qué haces, Ágata?» Es la voz de Pedro que me interrumpe. Puedo verlo a la luz del ordenador. Está apoyado en uno de sus codos, su largo cuerpo medio erguido entre las sábanas.
—Nada, no podía dormir y me he puesto a contestar correos.
—¿A estas horas?
—Tontas costumbres de personas solitarias como yo —le digo riendo—. Para nosotros no hay horas buenas ni malas.
—Ven, vuelve a la cama, amor.
Lo hago despacio. Regreso a su cuerpo suave y desnudo entre mis mejores sábanas, esas que heredé de mamá. Las mismas que ella guardaba en el armario de la ropa blanca sin usar y entre las que solía ocultarse mi hermana Olivia, cuando jugábamos al escondite hace tantos años. Pero no. No quiero pensar ahora en Oli. Tampoco en lo que voy a hacer dentro de unas horas, cuanto amanezca. La noche tiene al menos esa ventaja, es una tregua, un santuario. Ya lo he decidido. Por la mañana iré a la policía. Es lo que haría cualquier ciudadano responsable, entregar al asesino de su propia hermana. Si al menos Pedro me confesara lo sucedido, si se sincerase conmigo… Pero sé que nunca lo hará, no es posible porque, ¿cómo puede contar que sus manos están manchadas de mi misma sangre? Y —como él escribió en su correo— esa sombra, esa gran mentira estará siempre entre nosotros. Porque las mentiras tienen ese terrible poder, crean agujeros negros en las relaciones, zonas oscuras que se hacen cada vez más grandes e insalvables a medida que trascurre el tiempo. Así, tarde o temprano, el fantasma de Olivia se acabará imponiendo entre Pedro y yo: Olivia, siempre Olivia. ¿Por qué me hiciste averiguarlo todo, Oli? Tengo la terrible sospecha de que lo que tú en realidad deseabas era que yo hiciese exactamente lo que estaba haciendo hace unos minutos. Escribir tu historia para que todos vieran lo lista que eras, lo bien que encajan las piececitas del puzle que ideaste, cada una de las cuentas de ese collar de abalorios que fuiste engarzando poco a poco desde antes de tu muerte. Sí, creo que por fin lo voy comprendiendo. Siempre fuiste terriblemente exhibicionista. Por eso querías que yo, tu hermana menor, la tonta, el ratón de biblioteca, la profe de literatura, escribiera tu historia y luego la diera a conocer. Sabías que lo haría, me conoces bien, estabas por tanto segura de que no podría vivir con esa gran mentira. ¿Y tú, que todo lo preveías, no pensaste ni por un momento que Pedro y yo tal vez pudiéramos acabar juntos? No, claro que no. Porque en nuestras vidas tú eras la brillante que se casó cinco veces y yo la rara, la solterona. Sin embargo, ahora que lo pienso, se me ocurre una posibilidad aún peor: tal vez
sí
lo previste, pero no te importó en absoluto. Sigues siendo la misma Oli, la misma grandísima egoísta de siempre, hermanita.
—¿Qué escribías antes, amor? —me pregunta él.
—Nada —le digo—, tonterías de alguien que se ha acostumbrado a verter sobre un papel o una pantalla todo lo que le pasa por la cabeza, como hacen las almas solitarias.
—¿Escribías, a lo mejor, al Club de los Corazones Solitarios? —me pregunta, y yo me sobresalto al oír el nombre de mi blog, pero se trata de una coincidencia, claro. Tampoco es tan original como apelativo.
Me río para despistar y luego dudo si abrazarme a él.
¿Pero por qué no hacerlo por última vez? Son nuestros postreros minutos juntos, pronto llegará el día.
—Sí —le digo entonces, buscando refugio en el cuenco de su cuerpo.
Él está tumbado frente a mí y yo me vuelvo para acomodar mi espalda contra su pecho y acurrucarme ahí, «Como cucharitas guardadas juntas en un cajón», dice él, y me dejo acunar de este modo; me hace sentir protegida.
—No has contestado a mi pregunta, Ágata.
—¿A cuál, vida mía?
—A la del Club de los Corazones Solitarios.
Sus brazos rodean ahora mi cuerpo y yo me aferró a ellos como una niña que al buscar el abrazo de su padre busca también absolución previa antes de que se descubra su última travesura.
—Supongo que te refieres a esa fantástica canción de los Beatles,
Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band,
así se llamaba aquel álbum, era uno de mis favoritos.
—No me refiero ahora a los Beatles precisamente, sino a tu blog, mi querida madame Poubelle.
Nuestros cuerpos parecen uno solo, de geografía variable. Lleno de curvas y valles el mío, largo y rocoso el suyo. Prefiero no moverme ni un centímetro de donde estoy por si esto es un espejismo y se desvanece.
—¿Cómo has dicho? ¿Tú sabías entonces que era yo? ¿Por eso me escribiste ayer ese correo antes de venir?
—No se me ocurrió otra forma de contártelo todo, Ágata. Tenía que hacerlo. No como te decía en mi correo para descargar mi conciencia, precisamente, sino para que lo supieras. Tenía que evitar que la sombra de tu hermana viviera siempre entre nosotros.
—¿Cómo diablos te diste cuenta de que era yo? Es completamente imposible entre todos los millones de cibernautas que hay en la red. ¿Crees que también esto lo planeó Olivia?
—Oli era lista y manipuladora pero no hasta ese punto —ríe él—. Yo creo más en las casualidades, en las causalidades mejor dicho, y sobre todo creo en las palabras jurásicas.
—¿Jurásicas?
—Carámbanos, Ágata, sólo tú y la inefable madame Poubelle habláis así. Nunca me alegraré tanto de que seas una antigualla. Pero dime… ¿qué haces amor, adonde vas ahora?
Me he puesto en pie. Estoy desnuda. Sin responder a la pregunta de Pedro, me dirigiré ahora a mi ordenador, que aún está abierto, porque entre mis muy jurásicas costumbres está también la de no apagar los aparatos y desconocer las virtudes de los
standby killers.
Por eso no me llevará más de unos segundos entrar en word, pinchar en el documento al que he puesto por título «Invitación a un asesinato» y abrirlo.
Mis dedos corren rápido sobre las teclas. Casi tanto como mis pensamientos, que ahora se dirigen una vez más y por última vez a mi hermana para decirle:
—Adiós, Oli. Si lo que querías era la pequeña y póstuma gloria de que tu historia se hiciera pública, lo siento querida. Ya nada se interpone entre Pedro y yo, ni siquiera tu sombra. En el futuro, cuando te recuerde, también yo borraré de mi memoria esta última piedra de Pulgarcito. Me refiero a cómo pretendías que, al final, cuando descubriese al asesino, escribiera un libro contando tu historia. Lo siento, pero me quedaré con la piedrecita anterior y el modo como planeaste tu muerte, con tanta astucia, con tanta generosidad también. No siempre se puede ganar,
Oli, y así como los relojes parados como tú dan la hora exacta dos veces al día, los relojes en buen funcionamiento y puntuales como creo ser yo, a veces omitimos, deliberadamente, una campanada. Mala suerte, hermana, ya nadie sabrá lo lista que eras. Mira qué fácil es borrar la huella de un asesinato. ¿Ves? Sólo tengo que pinchar «Edición», luego «Seleccionar todo», y luego, tecla Supr. ¿Te das cuenta qué sencillo? Tú siempre fuiste bastante torpe con los aparatos, verdad, pero no importa, yo con mucho gusto te explico cómo va esto. Y para rematarlo, ¿ves esa ventanita que pregunta «¿Está seguro de que desea eliminar el documento
"Invitación a un asesinato"?»
Pincho aquí, donde dice «Sí», y adiós para siempre, Oli. A partir de ahora Pedro y yo te recordaremos sólo por lo bueno que hiciste y, en especial por unirnos. Gracias, tesoro.