Sin embargo, no todo eran sarcasmos ni enfoques económicos de lo sucedido. Otras publicaciones, más interesadas en el lado rosa de la noticia, hablaban de naufragios de una índole bien distinta. Junto a una foto nada favorecedora de Oli, se publicaba, por ejemplo, la de una de esas rubias ninfas centroeuropeas, tan jóvenes y perfectas que parecen diseñadas por ordenador. A continuación se contaba su historia: Se llamaba Kalina, y según relataban aquellos medios chismosos, ella no sólo era la causante del precipitado divorcio de mi hermana, sino que estaba embarazada de ocho meses. También se decía que Olivia, incluso en el caso de que la ruina de su marido no fuera tan absoluta como parecía, no iba a poder reclamar ni un ochavo de pensión, puesto que existía un «prenup», palabra desconocida para mí pero que ahora me entero que quiere decir contrato prematrimonial (y leonino, por lo general).
Confieso que leí toda esta información sobre la vida de Oli como si hablara de otra persona, de una perfecta extraña. Porque en efecto, así era, yo no conocía a mi propia hermana, y recién estaba empezando a descubrir quién era después de su muerte. ¿Cómo es posible que ella no me hubiese contado circunstancias de su vida que, ahora me doy cuenta, eran del dominio público? Cierto es que, en el día y medio que estuvimos embarcados, no hubo mucho tiempo para hablar. Y el poco que compartimos lo dedicó —no a contarme su situación tan apurada— sino a esas ocurrencias típicas suyas como asegurar que todos lo que estábamos a bordo teníamos razones para cometer un asesinato. Horas más tarde, como si el destino se riera de ella y de paso también del resto de nosotros, se producía el accidente. «La Providencia tiene un extraño sentido del humor», eso le gustaba decir siempre a Oli, y me temo que, una vez más, tenía razón.
Un terrible, estúpido y también paradójico accidente fue lo que acabó con la vida de mi hermana. Me apresuro a decirlo, puesto que es importante señalar que, desde el primer día, no hubo dudas al respecto. Incluso aquellas publicaciones escandalosas que recogieron la noticia en ningún momento se atrevieron a especular con otras posibilidades. Una suerte, en realidad, porque la profusión de datos sobre quiebras repentinas, divorcios apresurados, así como el escenario en el que se había producido la muerte de mi hermana, daban para especular, y mucho, sobre sus posibles causas. Estoy segura de que si Olivia hubiese sido más rica, más importante, o simplemente, no hubiera sido abandonada por Flavio, ahora correrían por ahí todo tipo de bulos. Pero el fracaso y la ruina tienen al menos esa agradable contrapartida, no se especula tanto sobre el cadáver de alguien que se ha convertido en un don nadie.
Llegado este punto, creo que debería dedicar unas líneas a relatar qué sucedió una vez que subió a bordo la Guardia Civil de mar. Explicar también cómo se produjeron eso que ahora se llaman «diligencias informativas». He visto tantas películas, que tenía demasiadas ideas preconcebidas sobre cómo ha de ser una investigación policial. Yo imaginaba, por ejemplo, que se procedería a hacer un minucioso rastreo en busca de huellas así como una toma de muestras de ADN a lo largo y ancho del
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También imaginaba un interrogatorio individual a los posibles sospechosos para comparar después sus versiones. Y por supuesto pensaba que todo se completaría con una inspección minuciosa del lugar en que se encontró el cadáver. Sin embargo, he de decir que, de estas tres diligencias, la única que se pareció un poco a la de las películas fue la última. En efecto, se sacaron fotos, se midió bien la plataforma en la que apareció el cuerpo de Olivia al tiempo que se recogían los objetos que se encontraron junto a él. Sin embargo, respecto de las otras diligencias, todo parecido con el cine y las novelas brilló por su ausencia.
Empecemos por la primera. Posiblemente en otros accidentes con resultado de muerte se tomen muestras biológicas, huellas dactilares y cosas por el estilo pero, como tuvo a bien explicarme el cabo Padilla, que era muy amable: «¿Qué huellas y qué muestras de ADN cree usted que pueden buscarse en un barco de cuarenta metros, señora?» Tenía razón, no hacía falta mucha sesera para darse cuenta de que, en un caso como éste, en el que habíamos convivido estrechamente cerca de veinte personas en un espacio reducido, no había ni un rincón, ni un centímetro cuadrado del
Sparkling Cyanide
que no contuviera una huella dactilar, un pelo, o un rastro de algún fluido corporal de uno o incluso de varios de nosotros. «Qué situación perfecta para cometer un asesinato», recuerdo haber pensado al oír esto, pero por supuesto en seguida descarté tan infantil pensamiento. Para mí, entonces, no había la menor duda de que la muerte de Olivia había sido accidental.
En cuanto al interrogatorio de los sospechosos (o mejor dicho de los testigos, que es como deben llamarse en realidad), tampoco éste se ajustó a la idea que todos tenemos por las películas. Para empezar, y pese a lo que me había dicho Padilla de que se realizaría por separado, al final no fue así. «Y es que, mire usted, no estamos investigando los crímenes de Jack el Destripador, precisamente. Sucesos como éste pasan todos los días, aunque no en un decorado tan fino», explicó en esta ocasión el teniente Gálvez, con lo que me pareció un cierto retintín, y dirigiéndose a madame Serpent. Y es que ella, minutos antes, había manifestado su deseo de declarar en su camarote para, según dijo, «no tener más orejas delante».
Tampoco creo que pueda llamarse «interrogatorio» a la ronda de preguntas rutinarias que a continuación procedieron a hacernos los dos guardias civiles. Nos habían reunido a todos en el salón interior del
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Primero teníamos que dar nuestro nombre, dirección, razón por la que estábamos a bordo y, a continuación, se nos preguntaba si habíamos visto algo que mereciera ser investigado cerca de la hora del accidente; también, si habíamos hablado con la víctima y cuándo. Como es lógico, a esta última pregunta todos respondimos que sí, pero que cada uno lo había hecho a una hora distinta. Y es que se da la circunstancia de que la muerte de mi hermana se descubrió a las cinco de la tarde, la hora de la siesta, y en un momento en el que casi todo el mundo se había retirado a su camarote a descansar. Cary, por ejemplo, dijo haber hablado con ella por última vez cerca de las cuatro. Según explicó, había subido a cubierta para darse un baño y vio entonces a Olivia tumbada en popa tomando el sol. También Miranda dijo haberla visto hacia esa hora. Según parece, unos minutos después de que Cary subiera, ella le siguió para ver si necesitaba una toalla.
Sonia, por su parte, aseguró haber visto a Olivia
después
que ellos dos. Hacia las cuatro y media o cinco menos cuarto, dijo. Había olvidado su iPod en cubierta y observó que mi hermana mantenía una larga conversación telefónica con alguien (sobre esta conversación tendré que volver más adelante porque es una ironía, una más, en la muerte de mi hermana).
Ahora no recuerdo con exactitud si madame Serpent dijo haber subido a cubierta a las cuatro y cuarto o a las cuatro menos cuarto. Pero bueno, tampoco creo —o al menos
creía
en ese momento— que la precisión fuera tan relevante. Lo que sí recuerdo es su razón para ir allí: «Olvidé la novela que estaba releyendo —explicó y, sin que nadie le preguntara cuál era, reveló su título—:
Némesis»
—dijo, y luego añadió que lo mejor de las novelas de detectives es que
«a cada chancho le llega su San Martín».
Sí, exactamente ese fue su comentario, muy poco afortunado, la verdad.
Kardam Kovatchev era el único de los invitados que no había bajado al camarote a descansar después del almuerzo. Según le explicó a la Guardia Civil, deseaba estar un rato solo y se había tumbado en proa. A la pregunta del cabo Padilla de si allí no hacía un calor achicharrante sin sombra donde cobijarse, Kardam meneó filosóficamente la cabeza. «Mejor al sol que estar demasiado cerca de las sombras», fue su extraña respuesta, pero yo en ese momento, tampoco le di importancia. El castellano de este muchacho dista mucho de ser perfecto. «Seguro que quiso decir "sombra" en singular», recuerdo haber pensado.
Puesto que Kardam estaba en cubierta y a menos de treinta metros de donde se produjo la fatídica caída, la Guardia Civil se extendió en su interrogatorio. Se le insistió, por ejemplo, para que recordara si había visto u oído algo digno de mención. El negó una y otra vez con la cabeza. «No estaba mirando hacia popa —dijo, pero luego, tras pensárselo unos segundos, mencionó que, en un momento, calculaba él que más o menos quince o veinte minutos antes de que Vlad diera la voz de alarma al descubrir el cuerpo sobre la plataforma de los bañistas, una ráfaga de viento le trajo unas palabras sueltas de Olivia—. Fueron éstas —dijo—: "Lo sabía" —y luego, siempre según Kardam, ella añadió: "Las desgracias nunca vienen solas", seguido de una carcajada—. Seguramente mantenía una conversación telefónica» —añadió el muchacho—. «¿Algo más que haya usted oído?», insistió el jefe de Padilla, pero él dijo que no, que no tenía por costumbre escuchar conversaciones ajenas y menos aún las de personas que no le gustaban «ni unos pelos», así lo expresó él, de modo no tenía nada que añadir.
Continuando con la ronda de preguntas, le llegó el turno a Vlad. Dijo que no había hablado con Olivia desde la hora del almuerzo pero que, hacia las cinco, comenzó a levantarse mucho viento, por lo que subió a preguntar a la «jefa» (así la llamó, supongo que para darle más formalidad a sus palabras delante de la policía) si quería que levaran ancla en busca de un sitio más resguardado. «Al no verla en popa, miré hacia el agua suponiendo que estaría dándose un baño —explicó—. Entonces descubrí su cuerpo, abajo, tendido sobre la plataforma y, en efecto, debía de estar hablando por teléfono cuando cayó porque su móvil se encontraba junto a ella. También reparé en unas gafas de sol» —añadió. «¡Las mías —intervino entonces Cary a toda prisa—. Me las debí dejar olvidadas al salir del agua. No me he dado cuenta hasta ahora de que las había perdido.»
El doctor Fuguet, por su parte, comenzó asegurando que había visto a Olivia a las cinco en punto de la tarde, pero inmediatamente se desdijo cuando se le recordó que fue a esa hora cuando descubrieron el cuerpo. «Claro, claro, debió de ser un poco antes —rectificó con evidentes muestras de nerviosismo—. Yo no sé por qué subí a cubierta —continuó diciendo—. Quizá porque me pareció oír su risa a través del ojo de buey de mi camarote, y era todo menos alegre.» «¿Entonces usted también la vio u oyó hablar por el móvil?», preguntó uno de los guardias civiles. «Sí, estaba sentada de espaldas al mar sobre la barandilla de popa. Nunca pensé que pudiera ser tan peligroso. En ningún momento recordé que había una plataforma debajo, y ese fallo me perseguirá mientras viva. Ni siquiera me acerqué a donde ella estaba. Volví a bajar a mi camarote sin molestarla pues no quería interrumpir su conversación.» «¿Pudo oír usted lo que decía?» «Sólo tres palabras —explicó Fuguet—: "No—hay—tiempo."»
Aquí es necesario que haga una pausa para explicar algo que se supo muy poco después. Me refiero a la larga conversación telefónica que Olivia estaba manteniendo pocos minutos antes del accidente. Como el número quedó grabado en la memoria de su móvil, fue sencillo rastrear la llamada. Y saber quién era su interlocutor resultó decisivo para explicar una circunstancia más en la muerte de mi hermana. Se trataba de un médico, el doctor Pedralbes, un conocido especialista que en cuanto supo del accidente no tuvo la menor reserva en revelar el contenido de su conversación. Mi hermana sufría cáncer de páncreas. Le habían hecho pruebas unos días antes y fue ella quien llamó al médico para comentar una vez más los resultados. «Era una gran mujer —aseguró Pedralbes—. Tomó la noticia con mucha entereza. En cuanto a su llamada, dijo que era porque necesitaba que yo le volviera a explicar algunos pormenores del diagnóstico para algo importante que no quiso precisar» —añadió.
La Guardia Civil tuvo la amabilidad de darme en un aparte toda esta información sobre la llamada telefónica por ser la persona más allegada a Olivia, pero yo decidí compartirla con el resto de los presentes. Podía habérmela guardado, al fin y al cabo pertenecía a la intimidad de mi hermana, pero al mismo tiempo explicaba muy bien lo sucedido aquella tarde. Me pareció además que ayudaba a neutralizar las miradas sardónicas de madame Serpent y de Kardam Kovatchev, así como la muy inglesa y flemática suspicacia de Cary Faithful sobre cómo se había producido el accidente. Al fin y al cabo, es más que comprensible que uno se altere al hablar de tema tan delicado con su médico y pierda el equilibrio; es posible incluso que sufriera un pequeño mareo una vez que acabó su conversación telefónica. Así debió de suceder, puesto que el doctor Pedralbes estaba muy seguro de que la caída
no
se produjo mientras hablaban. «Me hubiera dado cuenta, como es lógico», enfatizó.
«Mi pobre hermana», pensé entonces, pero de inmediato no tuve más remedio que rectificar mi apreciación. Bien mirado, tenía algo de providencial la forma en que se habían producido los hechos y hasta en eso se manifestaba la buena estrella de Oli. Porque es evidente que, entre una enfermedad incurable que presagia una dolorosa agonía y una muerte imprevista y a la vez muy rápida, todo el mundo elegiría esta última. «Posiblemente ni siquiera sufrió», me dije, y en ese momento comencé a llorar. Era la primera vez que lo hacía. El doctor Fuguet me rodeó entonces con su brazo. «Haríamos cualquier cosa por ella ¿verdad?», dijo cariñosamente, y a mí me sorprendió tanto aquel plural como el comentario en sí, pero naturalmente no dije nada. No era el momento.
Hasta aquí la crónica de una muy breve investigación policial que, tras la llegada del forense, acabó con la misma conclusión que ya señalé antes: una caída accidental con resultado de muerte. Por eso no hace falta que diga que, apenas unos minutos más tarde, el fallecimiento de mi hermana Olivia era ya caso cerrado. Uno de esos sucesos que gustan tanto a la policía porque no dejan flecos ni dudas, todo resuelto y archivado sin molestos interrogantes que den lugar a especulaciones. «La acompaño en el sentimiento, señora», me dijo Padilla al despedirse, y lo mismo añadió su superior. Todo había acabado y ahora tocaba ocuparse de los preparativos para la incineración y el funeral, algo para mí no sólo penoso, sino también con la dificultad añadida de tener que organizarlos en una ciudad que no es la mía y sin apoyo de nadie. Vlad debió de darse cuenta de la situación, porque se ofreció a ayudarme en lo que pudiera necesitar. «Gracias», le dije, y una vez más se me saltaron las lágrimas. Se cerraba así una travesía que comenzara apenas veinticuatro horas antes, pero qué largas pueden ser a veces ciertas horas…