Invitación a un asesinato (18 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

BOOK: Invitación a un asesinato
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Mientras daba cuenta de los arenques a la crema y a la espera de que llegara el café, hice dos cosas: primero, tomarme la mágica píldora homeopática que me había recomendado mi vecina, y después me entretuve en observar la llegada de Vlad Romescu, que acababa de hacer su entrada en cubierta. «Mirar es gratis, me dije, al tiempo que recordaba que, de ser verdad lo que Olivia había apuntado la noche anterior (y por qué no iba serlo), este guapísimo Vlad del que yo no lograba apartar la vista ni un segundo y que tenía un aire tan masculino, habría sido un buen hoplita en los ejércitos de Esparta, digamos. Tonta, más que tonta, me dije, ya verás lo que ocurre cuando pase por delante de Cary, que también es de la misma cofradía y sus cuerpos se rocen. Qué mundo éste en el que es más difícil encontrar un tío heterosexual que un rinoceronte albino, añadí con un suspiro y, a la espera de tener la confirmación de mi teoría, recuerdo que enterré un gran trozo de pan en la anaranjada yema de uno de mis huevos rancheros como quien intenta cegar un ojo demasiado iluso. Llegó entonces el momento en que Vlad se disponía a acercarse a Cary, y yo venga mirar. Pero por más atención que puse, lo cierto es que no logré detectar nada, ninguna reacción delatora en él. Qué raro, continué cavilando muy asombrada mientras aquella perfección de hombre se acercaba a mí.»

Aquí Ágata hace otra pausa en sus pensamientos. Y es que lo que viene a continuación lo quiere paladear despacio, muy poco a poco, como un manjar. No culinario pero igualmente exquisito, porque lo cierto es que después de acercarse a darle los buenos días, fue
él
quien la rozó a ella y, no una, sino dos veces. Sí, sí, no había duda posible. Vlad había dejado que su brazo se deslizara sobre el hombro de Ágata demorando el contacto y lo retuvo ahí mientras le hablaba de algo que Ágata ni siquiera recuerda porque estaba atenta a otro tipo de lenguajes que poco tienen que ver con las cuerdas vocales, la verdad.

«Vamos, querida —se reconvino entonces mientras engullía una cantidad considerable de arenques a la crema revueltos con la yema de dos huevos—, más vale que pares ahora mismo de hacerte la novelita rosa. No sólo tú no le gustas (cosa bastante comprensible) sino que te recuerdo una vez más, por si no te has enterado, que el tío es g—a—y» —deletreó como si intentase tatuar esas tres letras en su iluso y, según ella, bastante patético corazón.

Entonces es cuando Ágata cree que comenzó a fraguarse su desastre. No la muerte de su hermana, eso vendría unas cuantas horas más tarde, sino otra calamidad. Una anterior y no tan terrible pero que sin duda jugaría un papel decisivo en su percepción de todo lo ocurrido aquel día. Quizá la culpa fuera de aquel roce imprevisto que le regaló Vlad Romescu. O tal vez del café, que estaba muy cargado. Quizá se debiera a que había engullido casi sin masticar dos huevos rancheros con arenques a la crema. Aunque lo más probable es que se debiera a todo eso unido a aquella píldora homeopática de efectos, oh, Dios mío, laxantes. Pero lo cierto es que en cuanto Vlad se alejó un par de metros para servirse unas tostadas, Ágata sintió los primeros indicios de una suerte de turbulencia. De un tsunami que comenzaba a manifestarse no en el mar, que estaba en perfecta calma, sino en su estómago o, más concretamente, en sus intestinos. Uno siempre sabe cuándo se avecina este tipo de catástrofe. Primero fue un eructo perfumado al café y revuelto con chile poblano. Después un ruido como de cañería obturada, seguido de una especie de desplome o «plop» interior que la hizo estremecerse de arriba abajo y romper a sudar en frío. «Oh no», se dijo, y a partir de ese momento ya todos sus recuerdos son de los que no se pueden rememorar ni siquiera a solas sin enrojecer de espanto. Sucedió de modo tan repentino y a la vez fugaz que tal vez hubiera sido posible («sí, sí, ojalá, ojalá, Dios mío») que a nadie le diese tiempo de observar cómo por su pareo (de color kaki, qué gran bendición) se extendía infamante cierta mancha parda que fue creciendo, creciendo, antes de que ella acertara a levantarse y correr como alma que lleva el diablo.

Ágata ahora, sentada al borde de su cama a la espera de la llegada del cabo Padilla y su superior, el teniente Gálvez, para comenzar con la ronda de preguntas, cierra de modo instintivo sus rodillas y contrae los glúteos. No. Nada de todo esto piensa contárselo a la Guardia Civil, ni loca que estuviera. Por eso es necesario que invente alguna otra razón que explique por qué, desde la hora del desayuno hasta el momento en que se descubrió el cadáver de su hermana Olivia, hacia las cinco de la tarde, ella no había estado con los demás.

«Verá, cabo, después del desayuno me sentí levemente mareada (sí, eso dirá. Tan digno el mareo, tan socorrido, y en un barco más que comprensible)… muy levemente, pero claro, usted ya sabe lo desagradable que puede llegar a ser esa sensación. He ahí la causa de que pasara tantas horas sola en mi camarote.» «¿Entonces desde la hora del desayuno hasta las cinco, cuando se descubrió el cuerpo de su hermana, usted no vio ni oyó nada?» Seguramente Padilla y su superior preguntarán algo parecido a esto y a continuación tal vez añadan: «Y dígame, señora Uriarte, ¿nadie en todo ese tiempo se acercó a su camarote a ver cómo estaba usted? ¿Tampoco a través del ojo de buey vio o escuchó algo, una conversación, un grito, un golpe?»

Y, si los policías de la vida real se parecen en algo a los de las películas —piensa Ágata—, tras la pregunta anterior es muy posible que Padilla o quizá su jefe se asomen al ojo de buey de su camarote, con lo que comprobarán que, en efecto, desde allí sí se alcanza a ver al menos la mitad de la plataforma de madera. La misma que ella había visto esta mañana antes de su baño matutino, la misma en la que apareció por la tarde el cuerpo sin vida de su hermana Olivia.

«Una caída muy desafortunada. Con toda probabilidad su hermana de usted estaba sentada allá arriba en cubierta en la barandilla de popa, hablando por teléfono de espaldas al mar (encontramos su móvil en la plataforma) y cayó. Desnucada, sí, es fácil de colegir que ésa ha sido la posible causa de la muerte. Pero es necesario averiguar si estaba sola o acompañada. Piense una vez más, señora, mientras estaba usted aquí en su camarote con su leve mareo, ¿vio o escuchó algo?»

Ágata cierra aún con más fuerza sus rodillas. Un nuevo amago de tsunami recorre su cuerpo y hasta su boca sube incluso una pequeña ola con regusto a café rancio. Sí. Si la policía le hace esta pregunta, ella no tendrá más remedio que contestar de forma afirmativa. Y es que fueron varios los retazos de conversaciones que llegaron hasta sus oídos en aquellas cinco o seis horas. También varias las sombras que habían bailoteado ante el cristal de su ojo de buey desde el que, en efecto, se alcanza a ver parte de la plataforma. ¿Pero qué decían esas voces? ¿Y qué demonios hacían esas sombras? «Si esto fuera una película y no la vida real, seguro que ahora —se dice Ágata— comenzarían a acudir a su memoria, poco a poco, ráfagas de conversación, palabras sueltas, incluso alguna visión fugaz pero muy reveladora que ayudasen a descifrar cómo se produjo el mortal accidente. Pero esto no es una película sino la realidad. Y, por lo que se ve —continúa diciéndose Ágata— la vida real no tiene el menor escrúpulo en mezclar lo irreparable con lo inconfesable, lo luctuoso con lo bochornoso. O, dicho en román paladino, la muerte de mi única hermana con una monumental cagalera.»

Por eso, en los recuerdos de Ágata Uriarte se entreveran y confunden palabras sueltas con retortijones. También una risa que tiene la particularidad de acabar en una nota aguda, muy infantil y luego, al cabo de varios minutos, la fugaz visión de algo a través del ojo de buey (un móvil caído, unas gafas de sol), todo esto mezclado, por supuesto, con desesperados corre—corres al cuarto de baño y con oh dios mío, que otra vez no llego al retrete.

«Qué mala, pero qué mala guionista es la vida y, sobre todo, qué desconsiderada», se dice ahora Ágata aún con las rodillas muy juntas y tratando de hacer memoria y poner en orden sus recuerdos antes de que se abra la puerta y aparezca Padilla con el teniente Gálvez para comenzar la ronda de preguntas.

«Piensa, Ágata piensa, por lo que más quieras ¿Qué fue exactamente lo que viste u oíste y en qué orden? Recuerda, recuerda.»

Invitación a un asesinato

Ha pasado un tiempo desde la muerte de mi hermana Olivia y aquí estoy, tomando lápiz y papel (esto es sólo una licencia literaria, claro; yo, como todo el mundo, escribo en ordenador) para contar lo sucedido desde entonces. Una parte de mí piensa que se trata de una historia que merece ser publicada en una novela, o mejor aún, en un blog, para que la gente opine sobre sus extrañas circunstancias, que son muchas y poco comunes. Pero otra parte —que de momento es la que manda— razona que es preferible que jamás vea la luz. Hay historias así, que mejor no se sepan nunca.

Sea como fuere, de momento mi intención es escribirla con detalle. ¿Otra de mis muchas contradicciones? Sí, es cierto, pero ocurre también que determinadas cosas que uno vive sólo se comprenden en su totalidad cuando se ponen negro sobre blanco.

Además, una vez que termine con esta crónica, si por fin prefiero que no se sepa, siempre puedo quemarla o mejor aún, pulsar la tecla
supr.
Todos los que pasamos mucho tiempo en internet sabemos que tiene algo de divino hacer que lo vivido se disuelva en un segundo, así, sin dejar rastro. Pero bueno, me parece que ya estoy elucubrando demasiado. Volvamos al comienzo de este relato, que empieza conmigo sobre la cama de un hotelucho de nombre Sa Tomasa, cerca de Magaluf, una semana después de la muerte de mi hermana Olivia, sola como es mi costumbre, pero rodeada de recortes de periódico y revistas. Aunque, antes de lanzarme a narrar los hechos, tal vez debería dedicar un par de líneas a describir mi estado de ánimo. Eso es lo que haría un escritor profesional, ellos conceden mucha importancia a lo que llaman «el factor humano». Muy bien, seguiré su ejemplo y para eso he de decir que, por aquellas fechas, me encontraba aturdida, preocupada y también vacía. Sí, creo que esta última es la palabra exacta. Es verdad que Olivia y yo nunca estuvimos lo que se dice muy unidas, pero era la única persona de la familia que me quedaba, si exceptuamos unos primos ingleses a los que hace años no veo. Y algo se extingue dentro de uno cuando desaparece la última persona de la familia, o al menos eso me ocurría a mí. Además, para qué voy a hacerme la dura e imperturbable, es terrible tener que contemplar el cuerpo sin vida de alguien de nuestra misma sangre. Y sin embargo, ahora que lo pienso, el de Olivia parecía tan sereno… Incluso estoy por afirmar que había una mínima sonrisa en sus labios cuando la encontramos. Pero no, deben de ser figuraciones mías, nadie más pareció reparar en tan significativo detalle. Por eso es mejor que vuelva al punto en que me disponía a comenzar esta historia, a aquel hotelucho de Magaluf y a los recortes de periódico sobre mi cama.

«La muerte viaja en yate»,
así rezaba el titular de uno de ellos, y otro decía:
«Una caída mortal acaba con la vida de divorciada en apuros». «El actor Cary Faithful
y la "top" Sonia San Cristóbal, testigos de una muerte fortuita»
era el enfoque de un tercero, y había lo menos tres o cuatro más si sumamos periódicos, revistas y hasta uno de esos escandalosos confidenciales de internet que yo había tenido la prudencia de imprimir para leer con más detenimiento. Los subtítulos de unos y otros, por su parte, se ocupaban sobre todo de guarismos.
«A pesar de que la tragedia se desarrolló en cuarenta metros de gran lujo con diez personas de tripulación y ocho invitados a bordo, nadie vio ni oyó nada.»
Y luego estaba este otro que hablaba de ciertas cifras que fueron una verdadera sorpresa para mí.
«Una deuda de cien millones de libras, un tercer divorcio y varios embargos proyectan su larga sombra sobre una muerte accidental.»
Con todo detalle se exponía la situación financiera del ex marido de Olivia, Flavio Viccenzo, que yo desconocía por completo. Se hablaba de una quiebra ocurrida meses atrás y de cómo un gran imperio se puede desmoronar de la noche a la mañana. Aunque lo más sorprendente para alguien lega como yo en los muchos enigmas del sistema capitalista, eran las líneas que venían a continuación. En ellas se explicaba que todo lo que habíamos vivido a bordo del
Sparkling Cyanide
—la gastronomía tres estrellas, el lujo, también la cohorte de silenciosos e invisibles marineros asiáticos— no era más que un espejismo.
¿Cómo se explica que una persona arruinada y con sus bienes embargados como Flavio pueda seguir disponiendo

e incluso prestar a su ex

un yate de cuarenta metros que cuesta la friolera de 4.100 euros al día mantener?,
se preguntaba el autor de aquel interesante reportaje para luego, bajo el subtítulo de «Los ricos también lloran… pero menos» explicar otra cosa que, al menos para mí, resulta casi imposible comprender. Me refiero al hecho de que, a diferencia de los simples mortales que cuando se arruinan lo pierden todo y a la calle, los multimillonarios que quiebran pasan de ser ricos en dinero a serlo en deudas. Y por lo visto, cuanto más debes a todo el mundo, mucho mejor, por lo que a ellos se les permite seguir navegando —ésta era la oportuna metáfora que utilizaba aquella publicación— hasta que, a veces logran salir a flote y otras —como al parecer era el caso— naufragan sin remedio. Sin embargo, incluso cuando se van a pique, los millonarios en deudas lo hacen con mucho estilo. Es algo parecido al hundimiento del
Titanio,
se van al fondo entre comilonas y saraos mientras la orquesta toca
Nearer my Lord to thee,
como quien dice.

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