Authors: Ava McCarthy
Se fijó en su aspecto endeble. Tenía los brazos pegados al cuerpo y en las sábanas no había ni una arruga. Estaba consumido y parecía un muñeco, pero lo que más impresionaba a Harry era el movimiento mecánico de su pecho.
Notó un dolor en la garganta y tragó saliva. Aquélla era la diferencia entre la vida y la muerte: el vaivén de la respiración espontánea. Se le empañaron los ojos y apartó la vista.
—Deja la mente en blanco —le dijo Miriam sin alzar la voz—. Es la única manera de sobrellevarlo.
Harry la miró. La tez de su madre era de un gris fantasmal. Observaba a su marido con el mentón erguido y los hombros erguidos. ¿Siempre se había enfrentado a la vida así, ignorando las cosas?
Harry la cogió del brazo, pero no obtuvo respuesta. Apartó la mano, se levantó y caminó hacia la puerta para turnarse con Amaranta. Salió de la habitación sin tocar a su padre. Hubiera parecido una despedida.
Los intentos por desconectarlo de las máquinas se prolongaron durante varias semanas.
Las visitas iban y venían en una interminable procesión de amigos y vecinos que les ofrecían su apoyo. Harry apenas los conocía, pero todos se dirigían a su madre por el nombre de pila. Las relaciones públicas parecían reanimar a Miriam, que aceptaba la solidaridad de la gente con gentileza y aplomo. Harry era la única que se encontraba lo bastante cerca para notar el temblor de sus manos.
Jude iba al hospital cada día. Aún llevaba el brazo en cabestrillo, pero las quemaduras faciales se le estaban curando. No pretendía ser ninguna molestia, así que se quedaba en el pasillo, como si quisiera mostrarles que estaba allí por si hacía falta. Harry no sabía si necesitaba a Jude; lo único cierto era que ya no creía en héroes.
Imogen fue a visitarla. Pálida y horrorizada, aún intentaba asimilar la verdad sobre Dillon. De alguna manera, ella también había perdido a un héroe. Trajo el periódico en el que salía publicado el artículo de Ruth Woods. La periodista dejaba al descubierto los numerosos problemas económicos de Dillon. Su ambiciosa estrategia para adquirir otras empresas de seguridad y fusionarlas con Lúbra había fracasado. Invirtió mucho dinero en adquirir aquellos negocios. Cuando se quedó sin fondos, empezó a solicitar créditos para sufragar las adquisiciones, pero fue incapaz de saldar sus deudas. En aquel momento, muchas de las empresas habían perdido todo su valor y sus acreedores amenazaban con llevarlo a juicio. Todo apuntaba a que Dillon se le daba mejor el tráfico de información privilegiada que los negocios legales.
Cuando Ashford llegó, Harry se quedó helada. Vio cómo estrechaba las manos de su madre. No le había explicado nada a la policía acerca de la relación que estableció entre Ashford y Leon. Después de todo, sólo contaba con un nombre. Harry se fijó en los esfuerzos de su madre por contener las lágrimas y no supo qué pensar. ¿Qué sería de ella si Ashford acababa en la cárcel? Observó a Miriam, que había recobrado la compostura, e imaginó que, ocurriera lo que ocurriese, su madre seguramente saldría adelante.
Ashford se acercó a Harry y le alargó la mano. Ella se mordió los labios. Estaba de pie justo delante de ella, con la cabeza inclinada a un lado y aquellos mechones de cabello como algodones de azúcar. No contaba con ninguna prueba de que Ashford hubiera intentado perjudicarla. Quizás había formado parte de la organización, quizá no. Lo único que sabía es que era amigo de su padre. Harry examinó sus grandes ojos tristes y le tendió la mano lentamente.
Durante seis semanas los médicos trataron de que su padre respirara sin ayuda artificial, pero fue en vano. En el último intento, sufrió una parada cardíaca y desde entonces se encontraba visiblemente más débil.
Harry le tocó los dedos. Estaban calientes pero no respondían a ningún estímulo. Se quedó mirando fijamente la hoja de papel que sostenía su madre en la mano, encabezada por las iniciales «NR». Hacía sólo unos minutos que la enfermera se la había entregado para que la firmara, previa explicación por parte del médico.
El doctor habló de paro cardíaco y fallo respiratorio, y de cómo el corazón y los pulmones de su padre se habían rendido. Explicó que, para algunos pacientes, la respiración artificial sólo prolongaba la agonía. Le escucharon en silencio. Ni siquiera Amaranta quiso intervenir.
Finalmente, el médico dijo con suavidad:
—Puede llegar un momento en el que piensen que ya no debemos reanimarlo más.
«NR.» No reanimar.
El pensamiento de Harry se detuvo.
Si el corazón se le paraba, ya no intentarían que volviera a latir.
No harían más esfuerzos.
Harry apretó los dedos de su padre y examinó la habitación llena de tubos y monitores que no dejaban de pitar. Pensó en todas las cosas que le había enseñado y en todos los lugares a los que la había llevado. Aquella habitación esterilizada no tenía nada que ver con lo que él era.
Dirigió una mirada fugaz a su madre, que aún sujetaba el impreso. ¿Lo firmaría y consentiría que muriera? Harry apretó los ojos. ¿Cómo iba a poder presenciar aquello?
—¿Mamá?
Harry abrió los ojos. Amaranta le había puesto la mano en el brazo a su madre e hizo un ademán hacia la hoja. Miriam miró a Harry con una pregunta en los ojos. Harry tragó saliva y negó con la cabeza.
Lentamente, su madre dobló el impreso y lo guardó en el bolso sin firmar. Entonces agarró a sus hijas por el brazo, primero a Harry y después a Amaranta. Harry la miró sorprendida y le estrechó la mano con un nudo en la garganta. Unidas, observaron la máquina que respiraba por su padre. En aquel momento, Harry se dio cuenta de algo que debió de haber entendido hacía mucho tiempo: su padre no era un impostor ni un héroe. Simplemente, era un ser humano.
Harry se fue a vivir con su madre una temporada a la casa que una vez había sido su hogar. No tenía muy claro quién consolaba a quién. Su padre siguió respirando; dentro y fuera, arriba y abajo. Cuando parecía que nada iba a cambiar, Harry se marchó a las Bahamas.
Harry desembarcó del avión en el aeropuerto de Nassau y se sintió envuelta por una gruesa manta de calor. Paró un taxi delante de la sala de llegadas con una ligera esperanza de que el conductor fuera Ethan. Naturalmente, no lo era.
Se recostó en el asiento. Aquel modo de conducir parsimonioso y la soporífera música
reggae
que emitía la radio ejercían un efecto anestésico sobre ella. Miró el paisaje teñido de ardientes rojos y naranjas. Dos meses atrás había viajado a las Bahamas para estafar un banco, pero ahora estaba allí por un motivo totalmente distinto.
El taxi avanzó lentamente entre el ajetreo de Bay Street se dirigió hacia Paradise Island Bridge. En el muelle vio algunos yates blancos de líneas elegantes; una bandada de gaviotas los acompañaba a todas partes. Harry abrió la ventanilla y, bajo el puente, los vendedores de caracolas voceaban los precios del género que habían recogido aquel día y las paradas del mercadillo rebosaban de pescado reluciente, piñas y plátanos dorados.
El taxi la dejó en el Atlantis Resort Hotel y Harry se registró en una habitación que dejaba al Nassau Sands a la altura de un albergue juvenil. Después de arreglarse, bajó de nuevo al gran vestíbulo abovedado. Agarró con más fuerza el estuche que llevaba en la mano, rodeó la estancia y entró al casino.
En el umbral, tuvo un momento de vacilación. La sala estaba llena a pesar de que era media tarde. Escuchó el ruido de las máquinas dispensadoras de fichas y las bolas de acero en las ruletas. Las camareras ofrecían bebidas gratis, pero Harry sabía que los auténticos jugadores estarían tomando cava. Suspiró y se abrió camino con dificultad entre las mesas de juego hacia el otro extremo de la sala.
Enfrente, en la caja, una mujer de mediana edad canjeaba dólares por fichas tras las barras. Harry se puso en la cola detrás de un hombre con sombrero de vaquero, colocó el estuche sobre la repisa y se volvió para observar las mesas de juego.
Justo delante se estaba disputando una partida de póquer con apuestas elevadas. Harry se percató de que mandaban dos jugadores: un hombre con los labios apretados que vestía un traje de negocios, y un enjuto joven italiano con gafas de sol. Sobre la mesa había una pareja de ases y el tres de tréboles. La incómoda posición de los hombros del italiano parecía indicar que éste no contaba con un tercer as.
Harry miró el estuche. Pasó los dedos sobre una rozadura que encontró en el vinilo negro. Dillon lo había abollado con sus patadas pero, por lo demás, el estuche de fichas de póquer de su padre seguía intacto.
Presionó los oxidados cierres con los pulgares, los abrió y levantó la tapa para echar un vistazo. Encontró ocho prietas columnas de fichas colocadas en las ranuras del forro de fieltro: dos tercios de ellas eran de color carmesí, y el resto se dividía a partes iguales entre el dorado y el azul zafiro. Harry sacó dos fichas carmesíes y las hizo girar con los dedos mientras admiraba su suave brillo nacarado y el sonido que producían al chocar la una con la otra. Eran más grandes y ovaladas que las fichas de juguete fabricadas con plástico que contenía el estuche cuando lo compró. Harry pasó el pulgar sobre la superficie de cerámica de una de ellas, que tenía el nombre del casino grabado junto a su valor: cien mil dólares.
Después de salir de Rosenstock Bank con la maleta llena de dinero, había regresado al hotel para quedarse allí un rato. Necesitaba tiempo para pensar. Seguidamente se había dirigido al Atlantis Casino. Rousseau se puso hecho una furia cuando le explicó lo que quería, pero Harry contaba con pruebas del tráfico y abuso de información privilegiada que él había cometido y ambos sabían que no tenía alternativa. Rousseau respondió por ella ante el gerente del casino, que canjeó con mucho gusto buena parte de su dinero por fichas para jugar partidas de altos vuelos. Resultaron ser demasiadas piezas incluso para el Atlantis, así que Rousseau solicitó la ayuda de otros dos casinos para reunir el número de fichas necesarias. Nadie osó contrariar a un jugador empedernido como él.
Se oyó un grito ahogado por detrás y Harry se volvió. El crupier de la mesa de póquer había levantado el
turn
: otro tres. En aquel momento había sobre la mesa una pareja de ases y otra de treses. El italiano tenía la cabeza apoyada en las manos, pero el hombre del traje estaba más a gusto que una lagartija bajo el sol. Harry imaginó que había conseguido un
full house
con tres ases.
Llegó el turno del hombre con el sombrero de vaquero, que avanzó hacia la caja. Harry arrastró los pies detrás de él sin dejar de toquetear las fichas que sostenía en la mano. Tan pronto como hubo visto el dinero, comprendió que no podía limitarse a entregarlo todo así como así. Le asaltaron algunas imágenes de su padre: sus brazos extendidos hacia ella sobre la mesa de la cárcel; su cuerpo inmóvil como un cadáver que se mantenía con vida merced a unos tubos. Harry quiso darle un motivo para despertar.
Por eso, había canjeado siete millones y medio de euros por unas fichas que apiló en su estuche de póquer. El resto del dinero lo conservó en efectivo. Llenó parte de la maleta negra de Rosenstock Bank con tacos de papel de impresora del hotel y dispuso los billetes restantes por encima en cinco capas de un millón y medio de euros cada una. Supuso que llegaría un momento en el que El Profeta quisiera abrir la maleta y, entonces, los billetes sólo podrían servirle para ganar algo de tiempo. Era una lástima que nunca hubiera llegado a tenderle aquella trampa, pero seguramente los billetes le salvaron la vida en el laberinto.
Harry miró fijamente las fichas que llevaba en la mano. Se sentía decaída; ya no quería el dinero. Lo había guardado para su padre, pero a él ya no le servía para nada, y nunca llenaría el hueco que había dejado.
El hombre del sombrero se marchó y Harry se acercó a la mujer de la ventanilla. Pensó en las teorías de Jude sobre la ética de la Bolsa, sobre cómo el abuso de información privilegiada destruía la confianza en ella. Había vuelto a Nassau para canjear las fichas por un dinero que devolvería a las autoridades pertinentes. Era lo correcto, lo que hubiera hecho Jude y, así, nadie podría perjudicar a su padre.
La mujer de la caja daba golpecitos con el bolígrafo sobre la mesa y Harry se mordió los labios. ¿Qué le importaba a ella la ética de la Bolsa? Aunque devolviera el dinero, los inversores no se verían recompensados. ¿Quién sabe adónde iría a parar aquella cantidad?
Suspiró y prestó atención a la mujer de la ventanilla, que había soltado el bolígrafo y observaba lo que sucedía detrás de Harry.
—Lo apuesto todo.
Harry se giró. El italiano empujó todas sus fichas hacia el centro de la mesa, incluida una gran pila de color carmesí. Harry contuvo la respiración. Los jugadores dieron la vuelta a las cartas y se oyó un murmullo entre el público. El italiano apartó su silla de la mesa, se sacó las gafas de sol y empezó a caminar de un lado a otro por detrás de su asiento. El hombre del traje bebió un trago de agua embotellada.
Harry estiró el cuello para mirar las cartas. Se había equivocado respecto al
full house
. El hombre del traje tenía una pareja de ases que le proporcionaba cuatro cartas del mismo valor, una mano prácticamente invencible. El italiano contaba con el dos y el cuatro de tréboles. Harry calculó las combinaciones y abrió los ojos de par en par. Con el as y el tres de tréboles que ya había sobre la mesa, sólo estaba a una carta de conseguir una escalera de color, la única mano capaz de ganar la partida.
Harry notó un cosquilleo en la nuca y dio un paso hacia la mesa. El italiano dejó de caminar y agarró el respaldo de la silla mostrando sus blancos nudillos. El crupier giró el
river
y por unos instantes se hizo el silencio. Harry se puso de puntillas pero no alcanzó a ver la carta. Entonces, el público rugió. El italiano alzó el puño en el aire y gritó como un vaquero. Se dio la vuelta para abrazar a los espectadores y estrechó la mano de su contrincante. A través de un hueco entre el gentío, Harry vio el cinco de tréboles sobre la mesa y sonrió.
Se llevó los dedos a la nuca. «La vida no es divertida si no lo arriesgas todo alguna vez.» Las palabras de su padre resonaron en su interior y le dieron fuerzas.
Lentamente, se volvió hacia la caja, guardó de nuevo las fichas dentro del estuche y cerró la tapa con suavidad.
—Disculpe —le dijo a la mujer de la ventanilla—. He cambiado de opinión.