—Comprendo.
Ôshima sonríe.
—Pero tranquilo. No es fácil que tengamos un accidente. Aunque no lo parezca, conduzco con precaución. Soy una persona muy sensata. Y el coche lo mantengo siempre en condiciones óptimas. Además, por lo que respecta a morir, me gustaría hacerlo solo, con tranquilidad.
—O sea, que arrastrar a alguien contigo a la muerte no entra dentro de tus opciones vitales.
—Exacto.
Entramos en un restaurante de un área de servicio y cenamos. Yo tomo pollo y ensalada; él, curry con gambas. Una comida para llenar el estómago. Él paga la cuenta. Luego volvemos a montar en el coche. Ya es noche cerrada. Al pisar el acelerador, la aguja del velocímetro se dispara.
—¿Te importa que ponga música? —pregunta Ôshima.
Le respondo que no.
Aprieta el botón del reproductor de discos compactos. Empieza a sonar música clásica de piano. Escucho con atención durante unos instantes. Más o menos puedo adivinar de qué se trata. No es Beethoven, ni tampoco Schumann. Se sitúa en una época intermedia.
—¿Schubert? —pregunto.
—Sí —dice. Me echa una mirada rápida, tiene ambas manos sobre el volante en posición de las diez y diez—. ¿Te gusta Schubert?
Le digo que no mucho.
Ôshima asiente.
—Suelo escuchar sus sonatas de piano a todo volumen mientras conduzco. ¿Sabes por qué?
—No —respondo.
—Porque tocar a la perfección las sonatas de piano de Franz Schubert es una de las cosas más difíciles del mundo. Especialmente la sonata en re mayor. No hay quien pueda con ella. Tomando uno o dos movimientos por separado, hay pianistas que lo logran. Pero yo no conozco a ninguno que sea capaz de tocar los cuatro movimientos de corrido y que suenen como una unidad. Hasta hoy, muchos pianistas de renombre han intentado medir sus fuerzas con esta pieza, pero en todas sus interpretaciones hay defectos evidentes. Todavía no existe ninguna que se pueda tomar como referencia. ¿Y eso a qué crees que se debe?
—No lo sé —digo yo.
—Pues a que la obra es en sí misma imperfecta. Robert Schumann, gran conocedor de la música de Schubert, calificó esta obra de «redundancia celestial».
—Y si esta pieza es tan imperfecta, ¿cómo es que tantos pianistas famosos quieren medir sus fuerzas con ella?
—Buena pregunta —dice Ôshima. Y hace una pausa. La música llena el silencio—. No puedo responderte a eso. Pero sí puedo decirte una cosa. Y es que hay obras que poseen cierto tipo de imperfección que cautiva el corazón de las personas justamente por eso, por ser imperfectas… Bueno, como mínimo el corazón de cierto tipo de personas. Tú, sin ir más lejos, te has sentido fascinado por
El minero
. Y eso se debe a que esa obra posee un poder de atracción del que carecen otras obras perfectas como
Kokoro
o
Sanshirô
. Tú has descubierto esa obra. O, dicho de otra manera, esa obra te ha descubierto a ti. Y lo mismo ocurre con la sonata en re mayor de Schubert. Esta pieza posee una capacidad muy peculiar de ir tirando del hilo de los sentimientos.
—Entonces —digo—, volviendo a mi primera pregunta, ¿por qué escuchas las sonatas de Schubert, en particular mientras conduces?
—Las sonatas de Schubert, especialmente la sonata en re mayor, interpretadas con esa facilidad no llegan a la categoría de arte. Tal como observó Schumann, esta pieza es demasiado pastoral, excesivamente larga, posee una técnica demasiado simple. Y si la tocas ciñéndote fielmente a ella, acabas convirtiéndola en algo frío, insípido, en una simple antigualla. Por eso los pianistas se esmeran. Idean diversos artificios. Observa, por ejemplo, cómo remarca éste la articulación. Otros añaden rubato. O aceleran el ritmo. O añaden modulación. Porque es la única manera que tienen de conseguir el intervalo preciso. Pero si no lo hacen con una atención extrema, todos esos artificios acaban echando a perder la distinción de la pieza. Y deja de ser música de Schubert. Y todos los pianistas que tocan esta sonata, todos sin excepción, se debaten dentro de esta antinomia. —Ôshima escucha la música con gran atención. Tararea la melodía. Luego prosigue—. Por eso la escucho mientras conduzco. Tal como te he dicho antes, la mayoría de las interpretaciones son fallidas por una u otra razón. Y una imperfección rebosante de calidad estimula la conciencia, mantiene alerta. Si condujera escuchando la interpretación perfecta de una música perfecta, tal vez acabaría cerrando los ojos y me entrarían ganas de morir sin volver a abrirlos. Pero, al escuchar la sonata en re mayor, puedo percibir en ella las limitaciones de la vida humana. Puedo descubrir que cierto tipo de perfección sólo puede conseguirse a través de una imperfección sin límites. Y me estimula. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Más o menos.
—Lo siento —se disculpa Ôshima—. A la que empiezo a hablar de esto me dejo llevar por el entusiasmo.
—Pero con respecto a la imperfección, existen diferentes clases, diversos grados, ¿no?
—Claro.
—Aunque sólo sea en
comparación
, ¿cuál de las interpretaciones que has oído de la sonata en re mayor crees que es la mejor?
—Es una pregunta difícil —dice.
Reflexiona unos instantes. Pone una marcha más corta, sobrepasa la línea discontinua, adelanta con celeridad un enorme camión frigorífico de una compañía de transportes, pone una marcha más larga, vuelve a su carril.
—No pretendo asustarte, pero los Road Star de color verde son uno de los coches más difíciles de distinguir de noche por la autopista. Es un coche bajo, el color verde se confunde con la oscuridad. Resulta especialmente difícil de ver desde el asiento del conductor de un tráiler. Si no tienes cuidado, es muy peligroso. Sobre todo, dentro de los túneles. La verdad es que todos los coches deportivos deberían tener la carrocería de color rojo. Por eso hay tantos Ferrari de ese color. Pero a mí me gusta más el verde. Lo prefiero aunque sea peligroso. El verde es el color de los bosques. Y el rojo es el color de la sangre.
Mira su reloj de pulsera. Luego vuelve a tararear al compás de la música.
—Se suele decir que las interpretaciones que logran que la melodía tome una forma más definida son las de Brendel y Ashkenazy. Pero, a decir verdad, a mí no me emocionan. Si me preguntas, te diré que la música de Schubert es para desafiar las maneras y desgarrarse. Ésta es la esencia del romanticismo, y la música de Schubert está, en este sentido, en la flor del romanticismo. —Escucha con atención la sonata de Schubert—. ¿Qué? Aburrida, ¿no? —comenta.
—Pues sí, la verdad —le digo con franqueza.
—Para entender la música de Schubert es necesario cierto aprendizaje. A mí también me pareció aburrida la primera vez que la escuché. Y a tu edad es normal que así sea. Pero pronto aprenderás a apreciarla. En este mundo, las personas enseguida nos cansamos de las cosas que no son aburridas, y las cosas de las que no nos hartamos suelen ser aburridas. Así son las cosas. En mi vida hay espacio para el aburrimiento, pero no lo hay para el hastío. La mayoría de la gente no sabe discernir entre ambas cosas.
—Cuando hace un rato has dicho que eras una «persona especial», ¿te referías a la hemofilia?
—También a eso —me mira y sonríe. Su sonrisa tiene algo de diabólico—. Pero no sólo a eso. Hay algo más.
Al acabar la larga sonata celestial de Schubert no escuchamos nada más. Ambos enmudecemos de manera espontánea y nos abandonamos a pensamientos deshilvanados en silencio. Contemplo distraído los postes indicadores que aparecen de tanto en tanto. Al torcer en una encrucijada hacia el sur, la carretera se adentra en la montaña y empiezan a sucederse largos túneles. Ôshima se concentra en las maniobras de adelantamiento. En la carretera son muchos los vehículos de gran tonelaje que circulan a poca velocidad y nosotros vamos dejándolos atrás, uno tras otro. Al adelantar un vehículo grande se oye un silbido en el aire. Como si le arrancáramos el alma a algo. De vez en cuando me vuelvo hacia atrás y compruebo que mi mochila sigue amarrada atrás.
—El lugar adonde nos dirigimos se encuentra en el corazón de las montañas y no puede decirse que sea un sitio cómodo para vivir. Mientras estés allí, posiblemente no veas a nadie. Tampoco hay radio, ni televisión, ni teléfono —dice Ôshima—. ¿Te importa?
Le respondo que no me importa.
—Tú estás acostumbrado a la soledad —concluye Ôshima.
Asiento.
—Sin embargo, hay diferentes tipos de soledad. Y la que te vas a encontrar allí tal vez sea un tipo de soledad insospechada.
—¿En qué sentido?
Ôshima empuja hacia atrás el puente de sus gafas.
—No puedo decirte nada. Eso lo interpretarás tú a tú manera.
Dejamos la autopista, tomamos una carretera nacional. Un poco más allá de la salida de la autopista hay un pueblo bordeando el camino, tiene una tienda que abre las veinticuatro horas. Ôshima detiene el coche, compra tanta comida que apenas puede acarrear las bolsas él solo. Verdura y fruta, galletas, leche y agua, latas de conserva, pan, comida precocinada y envasada al vacío. Únicamente alimentos cómodos de preparar, que no hay que cocinar apenas. Vuelve a pagar la cuenta. Cuando yo hago ademán de sacar dinero, él niega en silencio con un movimiento de cabeza.
Volvemos a montar en el coche, seguimos por la carretera. Sentado en el asiento del copiloto, abrazo las bolsas de comida que no han cabido en el portaequipajes. Al dejar el pueblo atrás, negras tinieblas cubren la carretera. Las casas desaparecen, cada vez nos cruzamos con menos coches. La carretera se vuelve tan estrecha que por momentos se hace más dificultoso cruzarse con un coche que venga de frente. Pero Ôshima pone las luces largas y avanza sin reducir apenas la velocidad. Su mano pasa del freno al acelerador sin parar. De su rostro se borra toda expresión. Toda su atención se concentra en conducir. Los labios apretados, los ojos clavados en algún punto de las tinieblas que se extienden frente a él. La mano derecha en el volante, la izquierda en el pomo de la palanca corta del cambio de marchas.
Poco después, el lado derecho de la carretera queda delimitado por un barranco. Por lo visto al fondo discurre un riachuelo. Las curvas son cada vez más cerradas, la calzada menos segura. El coche resbala entre gemidos estridentes. Pero yo ya he decidido dejar de pensar en el peligro. Tener un accidente en este lugar no debe de contarse entre sus opciones vitales.
Las agujas del reloj señalan casi las nueve. Entreabro la ventanilla. Entra aire fresco. A mi alrededor, los ecos también son distintos. Nos hallamos en plena montaña, adentrándonos en un lugar recóndito. Finalmente, el camino se aparta del precipicio (cosa que me tranquiliza un poco) y se interna en el bosque. Altos árboles se yerguen a nuestro paso, hechiceros. Los faros del coche iluminan, uno tras otro, los gruesos troncos como si los lamieran. Ya hace rato que el pavimento ha desaparecido, los neumáticos levantan piedrecillas que se estrellan contra la carrocería con un ruido seco. La suspensión del coche oscila sin cesar al compás del abrupto camino. No se ven ni estrellas ni la luna. De vez en cuando una lluvia menuda azota el parabrisas.
—¿Vienes por aquí a menudo? —pregunto.
—Hace tiempo sí venía. Pero ahora trabajo y ya no puedo desplazarme tan a menudo. Mi hermano mayor es surfista, vive en la costa de Kôchi. Tiene una tienda de artículos de surf y construye tablas. Y a veces se pasa por aquí. ¿Tú haces surf?
Le respondo que no lo he probado nunca.
—Si tienes ocasión, pídele a mi hermano que te enseñe. Es muy bueno —dice Ôshima—. Y, si lo ves, ya te darás cuenta, pero no se parece en nada a mí. Él es corpulento, callado, poco sociable, está muy bronceado, le gusta la cerveza, no distingue a Schubert de Wagner. Pero nos llevamos muy bien.
Avanzamos por el camino de montaña, cruzamos un bosque tras otro y al fin llegamos a nuestro destino. Ôshima detiene el coche, se apea dejando el motor encendido, abre el candado de una especie de valla metálica, la empuja y abre. Luego se adentra con el coche en el terreno vallado y, durante un tiempo, sigue por el camino pedregoso. Poco después aparece ante nuestros ojos un pequeño claro. El camino muere allí. Ôshima detiene el coche y, todavía sentado en su asiento, exhala un profundo suspiro, se echa el flequillo para atrás con ambas manos, luego da la vuelta a la llave y apaga el motor. Echa el freno de mano.
Al detenerse el motor nos invade un pesado silencio. El ventilador de refrigeración gira y el motor, recalentado por el prolongado esfuerzo, se contrae expuesto al aire externo. Un ligero vaho blanco flota sobre el capó. Al parecer, un riachuelo fluye por las cercanías: me llega el murmullo del agua. El viento sopla a ráfagas sobre mi cabeza con un silbido simbólico. Abro la portezuela del coche y me apeo. El aire frío se concentra a rachas aquí y allá. Me subo hasta arriba la cremallera de la chaqueta que llevo sobre la camiseta.
Tengo ante mis ojos un edificio pequeño. Parece una cabaña, pero está demasiado oscuro para que pueda apreciar bien los detalles. Sólo los contornos, que se recortan contra el bosque a sus espaldas. Ôshima, que ha dejado los faros del coche encendidos, avanza despacio con una pequeña linterna en la mano, sube los peldaños del porche, saca una llave del bolsillo y abre la puerta. Entra, raspa una cerilla, enciende una lámpara. De pie en el porche que antecede la puerta levanta la lámpara y dice:
—Bienvenido a mi casa.
Su figura me recuerda una ilustración de algún cuento antiguo.
Subo los peldaños del porche, entro en el edificio. Ôshima enciende una lámpara grande que cuelga del techo.
El edificio se compone de una sola habitación, grande como una caja. En un rincón hay una cama pequeña. Una mesa para comer y sillas de madera. Un sofá desvencijado. Una alfombra fatalmente decolorada por el sol. Un conjunto de muebles desechados, al parecer, de varios hogares y reunidos al azar. Hay una librería hecha con recias tablas de madera puestas sobre ladrillos y un montón de libros alineados en sus estantes. Los lomos de todos los libros se ven viejos, gastados tras múltiples lecturas. Hay un armario ropero de líneas anticuadas. Una cocina sencilla. Un mostrador y una cocina pequeña de gas, un fregadero sin grifo. En su lugar, un depósito de aluminio. En la alacena se alinean las ollas y una tetera. De la pared cuelga una sartén. En el centro de la habitación se yergue una estufa de hierro para quemar leña.