—¿Qué tal? ¿Te da la impresión de que estás a punto de ponerte a escribir algo?
Me ruborizo un poco y niego con la cabeza. La señora Saeki sonríe y vuelve a la habitación contigua, junto al matrimonio de Osaka.
Sentado en la silla, me quedo contemplando su figura de espaldas. El movimiento de su cuerpo, cómo avanzan sus piernas. Todos sus gestos rebosan elegancia y naturalidad. No sé expresarlo bien, pero poseen
algo especial
. Parece que ella, a través de su espalda, me esté comunicando algo. Algo que no se puede formular con palabras. Algo que no puede transmitirse cara a cara. Pero no sé de
qué
se trata. Porque son muchas las cosas que ignoro.
Sentado en la silla, barro la estancia con la mirada. En las paredes cuelgan óleos que representan, al parecer, paisajes de las costas de la región. El estilo de las marinas es antiguo, pero el colorido es muy vívido. Encima de la mesa hay un gran cenicero y una lámpara de pantalla verde. Aprieto el interruptor, se enciende la luz. En la pared de enfrente cuelga un reloj negro de estilo viejo. Parece antiguo, pero las agujas marcan las horas con exactitud. En las tablas del entarimado del suelo se abren, aquí y allá, agujeros, y chirrían al pisarlas.
Cuando el recorrido acabó, el matrimonio de Osaka dio las gracias a la señora Saeki y se fue. Por lo visto ambos pertenecían al círculo de
tanka
de la región de Kansai. La mujer, aún, pero ¿qué diablos debía de escribir el marido? Sólo con síes y movimientos de cabeza no se puede hacer una poesía. Para ello hace falta un poco más de iniciativa. Claro que, tal vez exclusivamente en el momento de componer un poema, el hombre sacara de su interior
algo
que mantenía guardado dentro.
Vuelvo a la sala de lectura y continúo leyendo. Por la tarde se acercaron por allí varias personas. La mayoría llevaba gafas de présbita. Con ellas puestas, todos tenían la misma cara. El tiempo transcurría con extrema lentitud. Aquí todos se entregan a la lectura en silencio. A nada más. Nadie abre la boca. Hay alguno que toma notas sentado frente a la mesa, pero la gran mayoría devora su libro sentado en su asiento sin soltar una palabra, sin cambiar de postura. Igual que yo.
A las cinco dejo el libro, lo devuelvo a la estantería y salgo de la biblioteca.
—¿A qué hora abre mañana? —pregunto.
—A las once. Cerramos el lunes —dice él—. ¿Volverás mañana?
—Si no molesto…
Ôshima me mira entrecerrando los ojos.
—Pues claro que no molestas. Las bibliotecas son lugares adonde va la gente que quiere leer. Vuelve, por favor. Por cierto, ¿tú siempre llevas eso encima? Parece muy pesado, ¿qué diablos guardas dentro? ¿Un cargamento de Krugerrands?
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Me ruborizo.
—Vale, vale. No importa. No es que en verdad tenga ganas de saberlo —dice Ôshima. Y se aprieta la sien derecha con la goma del lápiz—. Hasta mañana.
—Adiós —me despido. Y él, en vez de levantar la mano, responde alzando el lápiz a modo de saludo.
Vuelvo a montar en el mismo tren de la ida y regreso a Takamatsu. Pido un plato combinado de pollo y una ensalada en el local barato que hay cerca de la estación. Me tomo otro bol de arroz y, después de comer, me bebo un vaso de leche caliente. En previsión del hambre que pueda sentir por la noche, me compro dos
onigiri
en una tienda de esas que no cierran nunca y otra botella de agua.
Luego ando hasta el hotel donde me hospedo. No camino ni más deprisa ni más despacio de lo necesario. Lo hago como una persona normal y corriente, para no llamar la atención.
Aunque de grandes dimensiones, es el típico hotel de segunda categoría. Al registrarme en recepción anoto una dirección, un nombre y una edad falsos y pago por adelantado una noche. Estoy un poco nervioso. Pero ellos no me miran con ojos inquisitivos. Tampoco gritan «¡Eh! No mientas de manera tan descarada. Que no somos tontos. Pero si se nota a la legua que eres un niño de quince años que se ha escapado de casa». Todos los trámites se llevan a cabo mecánicamente.
Subo al quinto piso en un ascensor que vibra como si chocaran unas piezas con otras, augurando lo peor. La habitación es pequeña, larga y estrecha; la cama es poco confortable; la almohada, dura; el televisor, de pequeño tamaño; las cortinas están descoloridas por el sol. Incluso el baño no es más grande que un armario. No hay ni champú ni crema suavizante para el pelo. Por la ventana sólo se ve la pared del edificio de enfrente. Pero tengo que pensar que estoy bajo techo y que, por el grifo, sale agua caliente. Dejo la mochila en el suelo, me siento en una silla e intento familiarizarme con la habitación.
«Soy libre», me digo. Cierro los ojos y, durante unos instantes, pienso que soy libre. Pero aún no acabo de entender qué significa. En estos momentos, lo único que tengo claro es que estoy solo. Solo en una tierra desconocida. Como un explorador solitario que hubiese perdido la brújula y el mapa. ¿Consistirá en esto la libertad? Ni siquiera lo sé. Dejo de pensar en ello.
Permanezco largo tiempo dentro de la bañera, me lavo minuciosamente los dientes en el lavabo. Me tumbo en la cama y vuelvo a leer un poco más. Cuando me canso, pongo las noticias de la televisión. Pero, en comparación con lo que me ha sucedido a lo largo del día, son unas noticias aburridas y desprovistas de todo interés. Apago el televisor enseguida y me deslizo entre las sábanas. El reloj marca ya las diez. Pero no logro dormirme fácilmente. Un día nuevo en un lugar nuevo. Es, además, el día de mi decimoquinto cumpleaños. Y me he pasado la mayor parte del tiempo en aquella extraña biblioteca provista de un encanto indiscutible. He conocido a varias personas. A Sakura. A Ôshima y a la señora Saeki. Agradezco que no fueran del tipo de personas que me amedrentan. Tal vez sea un buen presagio.
Luego pienso en mi casa de Nogata y en mi padre, que ahora debe de encontrarse en ella. ¿Qué sentimientos abrigará al darse cuenta de que he desaparecido de repente? ¿Habrá sentido alivio al dejar de verme? ¿Experimentará desconcierto? ¿O no sentirá nada en particular? No, posiblemente ni siquiera se haya dado cuenta de que he desaparecido.
De pronto se me ocurre algo, saco de la mochila el teléfono móvil de mi padre. Lo conecto y marco el número de mi casa de Tokio. Enseguida suena el que timbre de llamada. A pesar de los más de setecientos kilómetros que nos separan, el sonido es tan nítido como si estuvieses llamando a la habitación contigua. Esta nitidez casi inesperada me sorprende. Al segundo timbrazo cuelgo. Los latidos de mi corazón se han desbocado, a duras penas logro calmarme. El teléfono funciona. Mi padre todavía no se ha dado de baja. Posiblemente todavía no se haya dado cuenta de que el teléfono no está en el cajón. Vuelvo a meter el teléfono en el bolsillo de la mochila, apago la luz de la mesilla de noche y cierro los ojos. Ni siquiera sueño. Ahora que lo digo, hace mucho tiempo que no sueño.
—Buenos días —dijo el hombre de edad madura.
El gato alzó ligeramente la cabeza y respondió al saludo con voz grave y aire de fatiga. Era un gato macho, grande y viejo, de color negro.
—Hace muy buen tiempo, ¿no le parece a usted?
—¡Hum! —dijo el gato.
—No se ve ni una nube en el cielo.
—… De momento.
—¿Cree acaso que va a empeorar?
—Yo diría que al atardecer se estropeará. No sé, me da esa impresión —comentó perezosamente el gato negro alargando una pata. Después, entrecerrando los ojos, echó otra ojeada a la cara del hombre.
El hombre miraba sonriente al gato.
El gato dudó unos instantes. Luego dijo con un tono resignado:
—¡Hum! Veo que sabes hablar.
—Sí —dijo el hombre con timidez. Y, como muestra de respeto, se quitó de la cabeza la raída gorra de alpinista—. No es que hable en cualquier momento y con cualquier señor gato, pero, sí, puedo hacerme entender más o menos.
—¡Hum! —el gato manifestó sus impresiones de una manera muy concisa.
—Oiga, ¿le importaría que me sentara aquí un momento? Es que Nakata está cansado de andar.
El gato negro se incorporó despacio, hizo vibrar sus largos bigotes y soltó un bostezo tan grande que pareció que se le fuera a desencajar la mandíbula.
—No me importa. Siéntate durante el tiempo que gustes en el lugar qué te plazca, a mí tanto me da. Total, nadie va a quejarse.
—Muchas gracias —dijo el hombre mientras se sentaba al lado del gato—. ¡Uff! He estado andando sin parar desde las seis de la mañana.
—Entonces, ¿tú eres Nakata?
—Sí, soy Nakata. Y usted, señor gato, ¿cómo se llama usted?
—Lo he olvidado —dijo el gato negro—. No es que no tuviera nombre, pero dejé de necesitarlo y lo olvidé.
—Sí, las cosas que no hacen falta se olvidan enseguida. A Nakata también le sucede —dijo el hombre rascándose la cabeza—. O sea, que usted, señor gato, no pertenece a ninguna familia, ¿verdad?
—Hace tiempo sí. Pero ahora no. A veces me dan de comer en alguna casa del vecindario, pero no pertenezco a ninguna.
Nakata asintió y enmudeció durante unos instantes. Luego añadió:
—Entonces, ¿podría llamarlo señor Ôtsuka?
—¿Ôtsuka? —preguntó el gato contemplando el rostro de su interlocutor con sorpresa—. ¿Y eso qué significa? ¿Por qué me llamas así…, Ôtsuka?
—No, no. No es que tenga un sentido en particular. Sólo que a Nakata se le ha ocurrido, sin más. Es que, si no tiene usted nombre, me cuesta acordarme; así que le he puesto uno que a mí me ha parecido adecuado. Sólo eso. Es más práctico que se llame usted de alguna forma. Así, por ejemplo, incluso un idiota como Nakata podrá archivar de una manera fácil de entender un dato concreto como que la tarde de tal día y de tal mes se ha encontrado y hablado con un gato negro llamado señor Ôtsuka en un solar de la manzana segunda del barrio.
—¡Hum! —dijo el gato negro—. No lo acabo de entender. Los gatos no necesitamos esas cosas. A nosotros nos basta con un olor, con una forma, con que nos den algo concreto. Y tampoco andamos tan mal.
—Sí, incluso esto lo sabe Nakata muy bien. Pero ¿quiere que le diga algo, señor Ôtsuka? Los hombres son distintos. Para poder aprender las cosas les son imprescindibles las fechas o los nombres.
El gato resopló por la nariz.
—¡Qué engorro!
—En efecto. Es un verdadero engorro tener que aprenderse tantas cosas. En el caso de Nakata, debe saber el nombre del gobernador, incluso los números de los autobuses. Por cierto, ¿le importa que lo llame señor Ôtsuka? ¿Le desagrada?
—Si me preguntas si lo encuentro gracioso, pues no me lo parece… Pero tampoco me resulta desagradable. Vamos, que no me importa, eso de Ôtsuka. Si me quieres llamar así, hazlo. Sólo que me da la impresión de que no va conmigo.
—A Nakata le alegra mucho oírle decir eso. Muchísimas gracias, señor Ôtsuka.
—Pero tú, para ser un hombre, hablas de una manera muy extraña —dijo Ôtsuka.
—Sí, todo el mundo me lo dice. Pero Nakata no es capaz de hablar de otra forma. Y siempre acabo hablando así. Es que soy idiota, ¿sabe? No es que lo haya sido siempre. Pero cuando era pequeño tuve un percance, me volví tonto y, desde entonces, lo soy. Ni siquiera sé escribir. Tampoco soy capaz de leer un libro o un periódico.
—Pues, no es algo de lo que me enorgullezca, pero yo tampoco sé escribir —dijo el gato lamiéndose la almohadilla de la pata derecha—. Pero mi inteligencia es normal y nunca lo he considerado un inconveniente.
—Sí, en efecto. Esto sucede en el mundo de los gatos —dijo Nakata—. Pero, en el mundo de los humanos, si no sabes escribir, es que eres estúpido. Si no eres capaz de leer un libro o un periódico, es que eres estúpido. Las cosas son así. Fíjese en el padre de Nakata. Ya ha fallecido, pero era un ilustre profesor de universidad especializado en algo que se llama teoría financiera. Además, Nakata tiene dos hermanos más jóvenes y los dos son muy inteligentes. Uno es jefe de departamento de un sitio que se llama Itôchû
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y el otro trabaja en un lugar llamado Tsûsanshô.
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Ambos viven en casas muy grandes y comen anguila. Sólo Nakata es idiota.
—Pero tú sabes hablar con los gatos, ¿verdad?
—Sí —dijo Nakata.
—Y eso no puede hacerlo cualquiera, ¿verdad?
—En efecto.
—Entonces tan estúpido no serás, ¿no?
—No, sí…, es decir, Nakata no lo sabe. Desde que era pequeño, Nakata no ha parado de oír que le llamaban «idiota», «idiota», así que jamás ha creído otra cosa. Como no sé leer el nombre de las estaciones, no puedo comprar un billete y coger el tren. En los autobuses urbanos sí puedo subir, mostrando el pase especial de impedido.
—Hum —dijo Ôtsuka sin emoción.
—Y si no sabes leer y escribir, no encuentras trabajo.
—¿Y cómo te las arreglas para vivir?
—Tengo un subsidio.
—¿Un subsidio?
—Sí, el señor gobernador me da dinero. Y tengo una pequeña habitación en un edificio que se llama Shôeiso, en Nogata. Y como tres veces al día.
—Pues no llevas una vida tan mala. Vaya, eso me parece a mí.
—Sí, tiene usted razón. Mala no es —repuso Nakata—. Estoy a cubierto de la lluvia y del viento, vivo sin estrecheces. Además, a veces me piden que busque a algún gato, que es lo que estoy haciendo ahora. Y, por ello, me pagan un estipendio. Claro que esto lo hago a escondidas del gobernador. Así que no se lo diga usted a nadie. Porque al tener unos ingresos extraordinarios, tal vez resulte que estoy defraudando en lo que respecta al subsidio. De estipendio no me dan gran cosa, no crea. Lo justo para poder comer anguila. A Nakata le gusta la anguila.
—A mí también me gusta. Claro que sólo la comí una vez hace tiempo y ya casi no recuerdo el sabor.
—Huy, sí. La anguila es algo muy bueno. Algo incomparable. En este mundo, la mayoría de alimentos pueden sustituirse por otros, pero Nakata no conoce ninguno que pueda sustituir a la anguila.
Por el camino delante del descampado pasó un hombre junto con un gran perro labrador. Éste llevaba un collar rojo al cuello. El perro echó una mirada de reojo a Ôtsuka, pero prosiguió tal cual. Sentados en el descampado, los dos enmudecieron unos instantes esperando a que el hombre y el perro pasaran de largo.
—¿Buscar gatos, dices? —preguntó Ôtsuka el gato.
—Sí, busco a señores gatos extraviados. Tal como puede ver usted, Nakata es capaz de hablar un poco con los gatos, así que va recogiendo información de aquí y allá hasta que descubre el paradero del gato desaparecido. Así pues, Nakata ha llegado a ser muy hábil encontrando gatos y la gente no para de pedirle que le busque alguno. Últimamente son pocos los días que no tiene que ponerse en marcha. Sin embargo, a Nakata no le gusta irse lejos, así que la búsqueda debe circunscribirse al distrito de Nakano. Si no, el que acabaría perdido sería Nakata.