Kafka en la orilla (17 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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Casi todo cae en el olvido. Incluso esta gran guerra terrible, incluso la pérdida irreparable de vidas humanas parecen pertenecer ya a un pasado remoto. La vida cotidiana ocupa nuestras mentes y multitud de cosas importantes van saliendo, una tras otra, de la órbita de nuestras conciencias como si fueran antiguas estrellas heladas. Son demasiadas las cosas en que debemos pensar día tras día, son demasiadas las cosas que tenemos que reaprender. Nuevos estilos, nuevos conocimientos, nuevas técnicas, nuevas palabras… Sin embargo, hay recuerdos que, por mucho tiempo que haya transcurrido, por muchas cosas que nos hayan sucedido, no podemos olvidar jamás. Hay recuerdos que no palidecen. Hay cosas que permanecen firmes dentro de nosotros como el arquitrabe que sostiene el arco. Y para mí lo sucedido en la montaña es una de esas cosas.

Tal vez sea ya demasiado tarde. Seguramente se preguntará usted a qué viene eso ahora. Pero hay algo sobre el incidente que quiero contarle antes de que se acabe mi vida.

Nos encontrábamos en plena guerra, la censura ideológica era muy fuerte y, a veces, no resultaba fácil expresarse con libertad. En concreto, cuando me entrevisté con usted, también estaban presentes miembros del ejército y aquélla no era la atmósfera idónea para hablar con franqueza. Además, en aquella época, yo no lo conocía a usted, señor profesor, ni el trabajo que estaba realizando, y para una mujer joven no es fácil hablar abiertamente sobre ciertos temas ante hombres desconocidos. Hay, por lo tanto, varios hechos que guardé en el fondo de mi corazón. Dicho de otro modo: reconozco haber cambiado parte de los datos de manera intencionada y por propia conveniencia durante la investigación oficial. Asimismo, después de la guerra repetí el mismo testimonio a los miembros del ejército norteamericano encargados del caso. Fuera por miedo o para guardar las apariencias, volví a repetir la misma mentira. Y eso posiblemente dificultó el esclarecimiento de aquel extraño incidente y acabó distorsionando, en mayor o menor medida, las conclusiones. Es más: no me cabe la menor duda de que fue así. Lo lamento de todo corazón. Ha sido una carga que he llevado siempre en mi conciencia.

Por esta razón he decidido escribirle, señor profesor, esta larga carta. Soy consciente de que usted es una persona muy ocupada y de que quizá le esté haciendo perder el tiempo. De ser así, piense sencillamente que se trata de las chocheces de una anciana y no dude en tirar la carta. Sólo que siento la necesidad de confesar lo que en verdad ocurrió, ponerlo por escrito y entregárselo a alguien mientras me sea posible. He sufrido una enfermedad y, aunque ahora esté restablecida, mi mal puede reproducirse. Le agradecería, pues, que tomara en consideración este hecho.

La noche antes de llevar a los niños a la montaña soñé con mi marido. Fue antes del amanecer. Mi marido, que había sido incorporado a filas, se me apareció en sueños. Fue un sueño erótico terriblemente realista. Uno de esos sueños que se tienen a veces, tan vívidos que se desvanece la frontera entre fantasía y realidad.

Hacíamos el amor una y otra vez sobre una roca plana como una tabla de cortar. Es una roca de color gris pálido que hay en la cima de la montaña. Su superficie es de unos dos tatamis.
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Una roca lisa y húmeda. El cielo estaba nublado y parecía que de un momento a otro fuera a llover torrencialmente. No corría viento. Se acercaba la noche e incluso los pájaros mostraban prisa por volver a sus nidos. Bajo ese cielo nosotros hacíamos el amor sin musitar palabra. La guerra nos había separado poco después de casarnos y mi cuerpo deseaba de forma ardiente a mi marido.

El placer carnal que sentía difícilmente puede expresarse con palabras. Copulábamos en diferentes posturas, en diversos ángulos, y yo alcancé varias veces el cénit.

Pensándolo bien, aquello era extraño. Los dos teníamos un carácter más bien introvertido, jamás nos habíamos dejado arrastrar por un frenesí semejante, tampoco yo había experimentado nunca un placer tan intenso. Pero en el sueño habíamos dejado atrás nuestras represiones, copulábamos como dos animales.

Al despertar, envuelta todavía en la oscuridad, me embargaron sensaciones muy extrañas. Sentía el cuerpo pesado y notaba la presencia del órgano sexual de mi marido en el fondo de mi vientre. El corazón me palpitaba con fuerza, estaba sofocada. Mi sexo estaba húmedo, igual que después del acto sexual. Todo era tan vívido como en la realidad, no como en un sueño. Me avergüenza decirlo, pero me masturbé. El deseo sexual que sentía entonces era tan fuerte que necesitaba satisfacerlo de algún modo.

Luego me monté en la bicicleta, fui a la escuela, recogí a los niños y nos dirigimos todos a la montaña del «bol de arroz». Mientras íbamos andando por el sendero, yo saboreaba todavía las reminiscencias del acto sexual. Al cerrar los ojos podía sentir a mi marido eyaculando en mi interior. Notaba cómo el esperma daba contra las paredes del útero. Abandonada a esas sensaciones, me aferraba extasiada a la espalda de mi marido. Las piernas tan abiertas como me era posible, los tobillos entrelazados en torno a sus muslos. Conducía a los niños por el sendero con la mente distraída, perdida entre sensaciones. Se podría decir que aún estaba dentro de aquel sueño tan vívido.

Subimos por el sendero, llegamos al bosque y, cuando nos disponíamos a empezar a buscar setas, me vino de repente la menstruación. No tocaba. La había tenido apenas diez días atrás y yo tenía un periodo muy regular. Era muy posible que el sueño erótico hubiera estimulado algún órgano haciendo que la hemorragia empezara extemporáneamente. En cualquier caso, era algo imprevisto y yo no llevaba nada encima. Estábamos, además, en plena montaña.

Les indiqué a los niños que descansaran un rato, me interné sola en el corazón del bosque, hice un apaño provisional con unas cuantas toallitas de mano. La hemorragia era abundante y yo me sentía terriblemente turbada, pero pensé que tal vez aguantaría hasta llegar a la escuela. Estaba muy azorada, era incapaz de pensar con lógica. Creo que me sentía culpable por haber tenido aquel sueño erótico desenfrenado, por haberme masturbado, por haberme abandonado a fantasías eróticas estando los niños delante. Y yo era una persona que tendía más bien a refrenar esos impulsos.

Decidí dejar que los niños buscaran setas un rato más, acabar pronto los ejercicios prácticos y bajar de la montaña. Una vez de vuelta a la escuela, mis problemas habrían acabado. Me senté y me quedé vigilando cómo los niños iban recogiendo setas. Iba contando cabezas, atenta a que ningún niño se me escapara de la vista.

Pero, poco después, vi cómo uno de ellos se me acercaba con algo en la mano. Uno que se llamaba Nakata. Sí. El niño aquel que permaneció ingresado tanto tiempo en el hospital, incapaz de recobrar la conciencia tras el incidente. El niño llevaba en la mano una de las toallitas manchadas de sangre. Contuve el aliento. No podía creer lo que veía. Yo la había tirado en un lugar muy oculto, lo bastante lejos como para que los niños no llegaran hasta allí, y muy bien escondida, para evitar que en caso de que llegaran hasta allí pudieran encontrarla. Era lo natural. Porque a una mujer no hay nada que le dé tanta vergüenza, no hay nada tan íntimo como eso. No sé cómo pudo descubrirlo.

Me encontré a mí misma pegándole. Lo agarré por el hombro y lo abofeteé una y otra vez. Es posible que también le gritara. Estaba conmocionada. Había perdido por completo el control de mí misma. Me sentía profundamente avergonzada. En estado de
shock
. Hasta aquel instante jamás había tocado nunca a un solo niño. Pero aquélla no era yo.

A la que me di cuenta, todos los niños me estaban mirando fijamente. Algunos de pie, otros sentados, todos con el rostro vuelto hacia mí. Y ante sus ojos estaba yo, de pie, pálida como un sudario; y Nakata, caído por el suelo, magullado; y los paños manchados de sangre. Por unos instantes, la imagen pareció congelarse. Nadie se movía. Nadie hablaba. En el rostro de los niños no se reflejaba expresión alguna, parecían máscaras de bronce. Un silencio profundo cayó sobre el bosque. Sólo se oían los trinos de los pájaros. Todavía hoy recuerdo la escena con toda claridad.

¿Cuánto tiempo debió de transcurrir? No mucho, creo. Pero a mí se me hizo eterno. El tiempo me acorraló hasta el fin del mundo. Pronto volví en mí. El paisaje que me rodeaba recobró el colorido. Escondí a mis espaldas los paños ensangrentados, cogí en brazos a Nakata, caído por el suelo. Lo estreché con fuerza contra mi pecho, le pedí perdón. «Lo siento mucho. Perdóname», le dije. Él todavía parecía encontrarse en estado de
shock
. Su mirada estaba vacía, mis palabras no parecían llegar a sus oídos. Con el niño en brazos me dirigí a los demás y les dije que continuaran buscando setas. Y ellos reemprendieron la actividad como si nada hubiera ocurrido. Creo que no habían comprendido nada. Todo había sido demasiado extraño, demasiado repentino.

Permanecí unos instantes abrazando con fuerza a Nakata. Hubiera deseado morirme. Desaparecer. En el mundo inmediato proseguía una guerra cruel, devastadora, millones de personas seguían muriendo. Y yo había dejado de comprender qué era lo correcto, qué no lo era. ¿Era verdaderamente real el paisaje que estaba mirando? ¿Era verdaderamente real el colorido que tenía ante mis ojos? ¿Era verdaderamente real el canto de los pájaros que llegaba a mis oídos?… Y yo estaba en el corazón del bosque, sola, conmocionada, con una gran cantidad de sangre manando de mi útero sin parar. Hundida en la ira, el miedo, la vergüenza. Y lloré. Lloré y lloré sin alzar la voz, en silencio. Y entonces los niños empezaron a perder el sentido.

Como usted comprenderá, yo no podía hablar abiertamente de todo eso delante de los militares. Estábamos en guerra y, en aquella época, todos debíamos guardar las apariencias. Así pues, omití lo referente a la menstruación, omití lo referente a que Nakata me había traído los paños manchados de sangre, omití lo referente a que yo le había pegado. Y, tal como le he dicho antes, temo que este hecho haya representado un obstáculo en su investigación del incidente y en sus trabajos. Me siento muy aliviada al poder contárselo, finalmente, sin tapujos.

Cosa extraña, ninguno de los niños recordó esos acontecimientos. Nadie se acordaba ni de los paños manchados de sangre ni de que yo hubiese pegado a Nakata. Se había borrado de sus mentes. Poco después del incidente, también yo los interrogué a todos a título personal. Posiblemente la pérdida de conciencia colectiva ya hubiera empezado en aquel momento.

Hay algunos aspectos de Nakata que, como profesora tutora, me llamaron la atención y de los que me gustaría hablarle. No sé qué fue del niño después del incidente. El oficial norteamericano que me entrevistó después de la guerra me contó que se lo habían llevado a un hospital militar, que había permanecido allí largo tiempo en estado de coma hasta que, finalmente, había recobrado el sentido. Pero no me dio más detalles. Imagino que usted, señor profesor, sabrá algo más sobre la evolución del caso.

Nakata, como usted sabe, era uno de los cinco niños evacuados de Tokio y, de entre ellos, era el que mejores notas sacaba, el más inteligente. Además era guapo e iba siempre muy bien vestido. Con todo, era de carácter tranquilo y nunca se entrometía en nada. En clase jamás levantaba la mano. Pero, cuando le preguntaba, me respondía correctamente y, cuando le pedía su parecer, me daba una opinión razonada. Comprendía rápido fuera cual fuese la materia que explicara. En todas las clases hay un niño de estas características. Uno de esos niños que, aunque los dejes solos, continúan estudiando por sí mismos, que pasan a las mejores escuelas y universidades y que, cuando empiezan a trabajar, consiguen colocarse bien. Son buenos por naturaleza.

Sólo que había algo en Nakata que a mí, como maestra, me preocupaba. Y era la resignación que a veces mostraba. Por más complicado que fuera el problema que le planteara, no mostraba el menor júbilo al resolverlo. Tampoco bufaba exasperado ante el esfuerzo, ni se agobiaba al tener que repetir una y otra vez un ejercicio hasta lograr hacerlo bien. Ni suspiros ni sonrisas. Siempre con aire de hacer las cosas sólo porque tenía que hacerlas. Como un obrero que, plantado ante la cinta transportadora, llave inglesa en mano, va apretando la tuerca de las piezas que se le van poniendo delante. Se limitaba a despachar con habilidad lo que le venía de frente. Supongo que la raíz del problema se hallaba en su entorno familiar. Lo cierto es que jamás vi a sus padres, que permanecieron en Tokio, y no puedo afirmarlo categóricamente. Pero a lo largo de mi carrera docente me he encontrado con varios casos semejantes. Con niños que tienen talento y, justamente porque lo tienen, los adultos que los rodean les van poniendo el listón cada vez más alto. Y suele pasar que esos niños, agobiados por los problemas reales que les plantean, vayan perdiendo gradualmente el entusiasmo y la alegría lógicos ante la meta superada. Los niños que se encuentran en esos ámbitos pronto acaban encerrándose en sí mismos, escondiendo sus emociones genuinas. Y hace falta mucho tiempo y esfuerzo para lograr abrir de nuevo sus corazones. La mente de los niños es muy maleable y se puede moldear de muchas maneras. Pero una vez que se ha moldeado y endurecido cuesta mucho volver atrás. En la mayoría de los casos es imposible. Sin embargo, señor profesor, ésta es su especialidad y yo tengo muy poco que decir al respecto.

Además, no pude por menos de detectar la sombra de la violencia en el comportamiento del niño. En tres ocasiones pude observar en su rostro o en sus actos una leve expresión de pánico. Una reacción espontánea producto de un estado de violencia sufrido por el niño durante un largo periodo de tiempo. El grado que había alcanzado esa violencia, yo no lo sé. Nakata era un niño con un fuerte control sobre sí mismo y, ante mí, lograba esconder ese miedo. Pero lo que no podía ocultar era una ligera crispación de sus músculos cuando algo ocurría. Y yo comprendí que en su hogar estaba presente, en mayor o menor medida, la violencia. Cuando pasas tanto tiempo con niños, acabas dándote cuenta de esas cosas.

Las familias rurales son muy violentas. Casi todos los padres son campesinos. Todos logran a duras penas sobrevivir. Están exhaustos por trabajar de sol a sol, acaban bebiendo y, cuando se enfadan, son más dados a pegar que a hablar. No es ningún secreto. Pero los niños no lo viven como algo ominoso, no guardan ningún resentimiento y esos golpes no dejan ninguna huella en su corazón. Pero el padre de Nakata era profesor de universidad, y su madre, según pude apreciar por sus cartas, era una mujer que había recibido una educación esmerada. Es decir, que pertenecían a la elite de la gran ciudad. Y si en su hogar estaba presente la violencia, forzosamente tenía que ser muy diferente a la violencia cotidiana de los niños del pueblo. Debía de ser una violencia más íntima, compuesta de elementos más complejos. Un tipo de violencia capaz de dejar huella en el corazón de un niño. Por eso lamento tanto haberle pegado aquel día en la montaña y por eso me arrepiento de todo corazón de haberlo hecho, por más que fuera un acto inconsciente. Porque era lo último que debería haber hecho. Le habían separado medio a la fuerza de su familia con las evacuaciones infantiles colectivas, le habían introducido en un nuevo entorno y, a raíz de ello, estaba empezando a abrirme su corazón.

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