Con el uso de la violencia, eché a perder para siempre aquel espacio intocado que quedaba en su interior. Decidí tratar de reparar mi error, poco a poco, con paciencia. Pero luego ocurrió el incidente y ya no pude llevar a cabo mis deseos. Nakata fue trasladado al hospital de Tokio sin haber recobrado el conocimiento y yo jamás volví a verlo. Todo aquello lo tengo clavado como una espina en el corazón. Aún recuerdo la expresión de su rostro cuando le pegué. El profundo pánico y la resignación que se leían en él aún permanecen vivamente ante mis ojos.
Le he escrito una carta larga, pero déjeme añadir algo más. Cuando mi marido murió en las Filipinas, poco antes del fin de la guerra, no recibí una conmoción tan grande. Lo único que sentí fue una gran impotencia. Ni desesperación ni rabia. No derramé una sola lágrima. Porque yo ya sabía que mi marido moriría joven en el frente. Porque desde el año anterior, cuando en sueños hice el amor tan apasionadamente con él, desde que subí con los niños a la montaña y me empezó la menstruación fuera de tiempo y, presa de la rabia y la confusión, pegué a Nakata y los niños cayeron en el estado de letargo colectivo, desde entonces yo ya sabía que su muerte era algo decidido de antemano, algo predestinado. El anuncio de la muerte de mi marido no hizo más que confirmarme lo que ya sabía. Parte de mi alma aún permanece en aquel bosque. Porque lo que allí ocurrió ha sobrepasado mi vida entera.
Me despido de usted deseándole que prosiga sus investigaciones. Cuídese mucho.
Atentamente.
Pasado mediodía, estoy almorzando y contemplando el jardín cuando se me acerca Ôshima y se sienta a mi lado. No hay nadie aparte de mí en la sala de lectura. Como lo mismo de siempre, el
bentô
más barato del quiosco de la estación. Intercambiamos unas palabras. Ôshima me ofrece la mitad de sus emparedados. Me dice que ha hecho más de la cuenta pensando en mí.
—No te lo tomes a mal, pero siempre te quedas con cara de hambre.
—Es que estoy reduciendo el estómago —le explico.
—¿A propósito? —me pregunta él con interés.
Asiento.
—¿Y es por razones económicas?
Vuelvo a asentir.
—Comprendo tus intenciones. Pero a tu edad hay que comer bien. Así que cuando puedas comer, come. Estás en una edad en que necesitas una buena nutrición, y en todos los sentidos.
Los emparedados que me ofrece tienen una pinta exquisita. Le doy las gracias, los cojo y les hinco el diente. Pan blanco tierno con salmón ahumado, berro y lechuga. La corteza del pan está crujiente. Rábanos y mantequilla.
—¿Te los haces tú mismo?
—No tengo a nadie que me los haga —dice.
Vierte el café negro del termo en un tazón y bebe un sorbo; yo abro el tetrabrik de leche que he traído y bebo un poco.
—¿Y qué libro estás devorando ahora?
—Estoy leyendo una antología de Natsume Sôseki —digo—. Me quedaban algunas de sus obras por leer, y como ahora tengo la ocasión, he decidido leérmelas todas de corrido.
—¿Tanto te gusta Natsume Sôseki como para leerte entera toda su obra?
Asiento.
De la taza que Ôshima sostiene en la mano se alza un vapor blanco. El cielo sigue cubierto de nubarrones negros, pero ha dejado de llover.
—¿Qué has leído desde que estás aquí?
—Ahora estoy con
Gubijinsô
, y acabo de leer
El minero
.
—
¿El minero?
—preguntó Ôshima como si hurgara en la memoria—. ¿Es la que va de un estudiante universitario de Tokio que, no sé por qué razón, empieza a trabajar en una mina, sufre un montón de experiencias durísimas allí abajo y, al final, regresa al mundo exterior? Es ésa, ¿verdad? Una novela no muy larga. La leí hace muchísimo tiempo. La temática no es muy propia de Natsume Sôseki, el estilo es poco depurado y, por lo general, se la considera una de las obras más flojas de Sôseki… ¿Qué le encuentras tú de particular?
Intento traducir en palabras mis impresiones sobre la obra. Pero para ello necesito la ayuda del joven llamado Cuervo. Éste aparece salido de alguna parte, con sus grandes alas desplegadas, y busca las palabras por mí. Yo hablo:
—El protagonista es el hijo de una familia adinerada. A causa de una desgraciada historia de amor empieza a detestar todo lo que le rodea y se escapa de casa. Va andando sin rumbo y se encuentra a un tipo sospechoso que le propone trabajar en una mina y él lo sigue sin pensárselo dos veces. Y acaba en las minas de cobre de Ashio. Allí, en las entrañas de la tierra, pasa por unas experiencias que él antes ni siquiera habría podido imaginar. Es la historia de un señorito incauto que se ve arrastrado hasta los estratos más bajos de la sociedad.
Mientras tomo otro trago de leche, busco las palabras para proseguir. El joven llamado Cuervo tarda un poco en volver. Pero Ôshima espera paciente.
—Unas vivencias de vida o muerte. Logra escapar de allí y regresa al mundo de la superficie. Pero si el protagonista ha aprendido algo de sus experiencias, o si a raíz de ellas su modo de vida ha cambiado, o si ha reflexionado sobre la vida humana, o si se ha cuestionado algún aspecto de la sociedad, de todo eso nada queda recogido en el libro. Tampoco da la sensación de que él haya madurado. Y, al acabar de leerlo, te quedas con una sensación extraña. Con un «¿y qué diablos querrá decir esta novela?». Pero ¿sabes?, ¿cómo te lo diría?, ese «no sé adónde quiere ir a parar» se te queda grabado en la mente. Es extraño. ¡Ay, no sé! No sé explicarme mejor.
—Lo que tú quieres decir es que
El minero
no es una obra pedagógica moderna como puede serlo Sanshirô, ¿verdad?
—No sé. Todo esto es muy complicado. Pero quizá tengas razón. Sanshirô va haciéndose un hombre a lo largo del relato. Se da de cabeza contra la pared, reflexiona seriamente sobre ello, intenta superarse
a sí mismo
. Pero el protagonista de
El minero
es muy distinto. Él se limita a contemplar de forma pasiva lo que se le pone delante, lo acepta tal como viene. Alguna impresión sí que le queda, claro, pero ninguna remarcable. Lo que lo reconcome de verdad es su historia de amor. Y, al menos en apariencia, sale al exterior en un estado casi idéntico al que tenía al entrar en el agujero. O sea, que él ni ha juzgado nada ni ha elegido nada. Es, ¿cómo te diría?, un ser terriblemente pasivo. Pero lo que yo me pregunto es si en verdad le es tan fácil al ser humano poder elegir algo por sí mismo.
—¿Entonces crees que te pareces al protagonista de
El minero?
Sacudo la cabeza en ademán negativo.
—No. Eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.
—Pero el ser humano necesita vivir aferrado a algo —dice Ôshima—. Es inevitable. Tú mismo debes de hacerlo sin darte cuenta. Tal como dice Goethe: «Todas las cosas de este mundo son una metáfora».
Reflexiono sobre ello.
Ôshima toma un sorbo de café y dice:
—Sea como sea, tus opiniones sobre
El minero
de Sôseki son muy interesantes. Y en boca de un chico que de verdad se ha escapado de casa son más convincentes aún. Me han entrado ganas de releer el libro.
Me acabo los emparedados que Ôshima me ha preparado. Aplasto el tetrabrik de leche vacío y lo tiro a la papelera.
—Oye, Ôshima. Tengo un problema y tú eres la única persona a quien puedo recurrir —le suelto con decisión.
Él abre las manos con ademán de decir: «¡Adelante!».
—Es una historia un poco larga, pero el hecho es que no tengo donde pasar la noche. Llevo un saco de dormir, no necesito ni futón ni cama. Me basta con un techo. Cualquier sitio me va bien. ¿No conoces ninguno por aquí cerca?
—Por lo que veo, no te planteas ir a un hotel o a una pensión.
Niego con la cabeza.
—También está lo del dinero, pero es que no quiero que la gente se fije en mí.
—Especialmente los policías del Departamento de Menores, ¿verdad?
—Tal vez.
Ôshima reflexiona unos instantes.
—Podrías quedarte aquí —dice.
—
¿En la biblioteca?
—Sí. Techo, lo tiene. Y también hay una habitación libre. Por la noche no la utiliza nadie.
—¿Puedo de verdad?
—Claro que tendría que consultarlo. Pero es posible. Me refiero a que no es imposible. Creo que puedo hacer algo por ti.
—¿Cómo?
—Lees buenos libros, eres capaz de pensar por ti mismo. Al parecer, eres fuerte, tienes una personalidad independiente. Llevas una vida ordenada, incluso eres capaz de reducirte el estómago de manera voluntaria. Hablaré con la señora Saeki sobre la posibilidad de que seas mi ayudante y de que permita que te alojes en la habitación libre de la biblioteca.
—¿Ser tu ayudante?
—Bueno, no tendrías que hacer gran cosa. Sólo ayudarme a abrir y cerrar la biblioteca. De la limpieza a fondo se encargan periódicamente unos profesionales, y de los ordenadores, unos técnicos especializados. Y poco más hay que hacer. Y luego podrás leer tanto como quieras. No está mal, ¿verdad?
—No, qué va —digo. No sé qué diablos decir—. Pero dudo que la señora Saeki lo permita. Tengo quince años y me he escapado de casa, no sabe nada de mí.
—Es que la señora Saeki, cómo te diría… —empieza a explicarme Ôshima, y luego, cosa extraña en él, se queda titubeando. Busca las palabras—: Ella no es una persona ordinaria.
—¿No es una persona ordinaria?
—Me refiero a que ella, para expresarlo en cuatro palabras, no es una persona que se rija por
criterios ordinarios
.
Asiento. Aunque no tengo la menor idea de qué significa en concreto
no regirse por criterios ordinarios
.
—Es decir, que es una persona singular.
Ôshima niega con la cabeza.
—No, no es eso. Para singular,
yo
. Ella es una persona que no es esclava de los convencionalismos.
Yo aún no conozco la diferencia entre no ser una persona ordinaria y ser una persona singular. Pero me da la sensación de que es mejor no seguir preguntando. Al menos de momento. Ôshima hace una pausa y luego añade:
—Claro que quizá no sea posible que te quedes aquí esta noche, así de pronto. Voy a llevarte a otro lugar mientras se arregla lo tuyo. Tal vez tengas que permanecer allí dos o tres días. ¿Te importa? Está un poco lejos.
—No me importa —digo.
—La biblioteca cierra a las cinco —dice Ôshima—. Ordeno un poco y, a las cinco y media, ya estaré a punto para salir. Te llevaré a ese sitio en mi coche. Ahora no hay nadie y dormirás bajo techado.
—Gracias.
—Las gracias ya me las darás cuando lleguemos. Es posible que sea muy distinto a lo que te imaginas.
Vuelvo a la sala de lectura y sigo leyendo
Gubijinsô
. Yo no soy, en principio, una persona que lea deprisa. Soy de los que se toman su tiempo en ir resiguiendo línea tras línea. Saboreo el estilo. Si éste no me hace disfrutar, dejo el libro a medias. Poco antes de las cinco acabo de leer la novela, la devuelvo a la estantería, me siento en el sofá, cierro los ojos y dejo que los hechos de la noche anterior acudan a mi cabeza. Pienso en Sakura. En su apartamento. Pienso en lo que me hizo. Las cosas han cambiado y siguen su curso.
A las cinco y media espero en el vestíbulo de la biblioteca a que Ôshima salga. Él me conduce hasta el aparcamiento, detrás del edificio, y me invita a ocupar el asiento del copiloto de un coche deportivo de color verde. Es un Mazda Road Star. La capota está subida. Mi mochila no cabe en el maletero de este elegante descapotable y la tenemos que atar atrás, en el portaequipajes con una cuerda.
—Tardaremos un poco en llegar, pero a medio camino podemos parar a comer algo —dice Ôshima. Luego da la vuelta a la llave de contacto y el motor se pone en marcha.
—¿Adónde vamos?
—A Kôchi —dice—. ¿Has estado alguna vez allí?
Niego con la cabeza.
—¿Queda muy lejos?
—Pues para llegar adonde vamos tardaremos unas dos horas y media. Cruzaremos la montaña y luego seguiremos hacia el sur.
—¿Y no te importa desplazarte hasta tan lejos?
—En absoluto. La carretera nos lleva directamente hasta allí, aún es de día, tengo el depósito de gasolina lleno.
Cruzamos la ciudad bañada por el sol del ocaso y, desde el principio, tomamos la autopista del oeste. Ôshima va cambiando de carril, sorteando los coches con destreza. Cambia de marcha, una y otra vez, con la palma de la mano izquierda.
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Alterna las marchas cortas y largas con suavidad. Cada vez que cambia de marcha, las revoluciones del motor varían sutilmente. Pone una marcha corta, pisa el pedal hasta el fondo, acelera hasta los ciento cuarenta kilómetros por hora.
—El motor está ajustado para que el coche tenga una buena aceleración. Este coche no se parece en nada a otros Road Star. ¿Entiendes de coches?
Niego con la cabeza. No sé nada de automóviles.
—¿Te gusta conducir?
—El médico me tiene prohibido hacer deportes peligrosos. Así que, a cambio, conduzco. Una especie de compensación.
—¿Te pasa algo?
—El término médico es muy largo, pero, simplificando, se trata de un tipo de hemofilia —explica Ôshima con ligereza—. ¿Sabes qué es la hemofilia?
—Más o menos —respondo. Lo aprendí en clase de biología—. A la que empiezas a sangrar no puedes detener la hemorragia. Es algo genético, la sangre no coagula.
—Exacto. Hay muchas clases de hemofilia y la mía es de un tipo muy poco frecuente. No es que sea especialmente grave, pero, con todo, debo andarme con cuidado para no lastimarme. A la que empieza la hemorragia tengo que correr al hospital. Además, como tú ya debes de saber, a veces hay problemas con los bancos de sangre de los hospitales. Y coger el sida e ir muriéndome poco a poco no entra dentro de mis opciones vitales. En la ciudad tengo un enchufe para conseguir sangre segura. Por eso no viajo. Aparte de unas visitas periódicas al hospital de la Universidad de Hiroshima apenas salgo de la ciudad. ¡Bah! En fin. Lo cierto es que nunca me ha entusiasmado viajar, y tampoco hacer deporte, así que no me resulta muy duro. Claro que, por lo que respecta a la cocina, sí es un inconveniente. Es muy triste no poder cocinar en serio con un buen cuchillo en la mano.
—Pero yo diría que conducir es un deporte bastante peligroso, ¿no crees? —pregunto yo.
—Sí, pero es un tipo de peligrosidad distinto. Cuando conduzco, yo corro tanto como puedo. Y si tuviera un accidente a esa velocidad, la cosa no acabaría con un cortecito en el dedo. En caso de una gran hemorragia, las condiciones de supervivencia son las mismas para un hemofílico que para una persona que no lo es. Estamos en una posición equitativa. Y podría disponerme a morir tranquilo sin preocuparme de temas tan complejos como si coagulo o no.