Kafka en la orilla (49 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—¡Aah!

—Así que saca la piedra. Yo asumo toda la responsabilidad. Yo no soy un dios, ni soy Buda, pero algunas influencias sí que tengo. Te garantizó que no caerá sobre ti ninguna maldición.

—¿De veras asumes tú toda la responsabilidad?

—Yo no soy hombre de dos palabras —dijo el Colonel Sanders.

El joven Hoshino alargó el brazo y, como si estuviera viéndose con una mina, levantó con cuidado la piedra del suelo.

—¡Cómo pesa!

—Pues claro que pesa. Las piedras pesan. No son de
tôfu
.

—No, ésta pesa mucho, incluso para ser una piedra —dijo el joven Hoshino—. ¿Y ahora qué hago?

—Pues bastará con que te la lleves a casa y la dejes junto a tu almohada. Luego las cosas ya marcharán solas.

—¿Tengo que llevármela al
ryokan?

—Si pesa demasiado, coge un taxi —dijo el Colonel Sanders.

—Pero ¿no pasará nada si, así por la cara, me llevo la piedra tan lejos?

—Mira, Hoshino. Todos los objetos se encuentran en constante movimiento. La tierra, el tiempo, los conceptos, el amor, la vida, la fe, la justicia, el mal. Todas las cosas fluyen, son transitorias. Nada permanece indefinidamente en el mismo lugar ni con la misma forma. El universo es un enorme Kuroneko Takkyûbin.
[41]

—¡Aah!

—La piedra sólo está aquí, de momento, en forma de piedra. No porque tú, Hoshino, la hayas ayudado a desplazarse un poco va a cambiar nada.

—Oye, abuelo, ¿por qué es tan importante esta piedra? La verdad, no tiene una pinta muy lucida.

—Para ser exactos, la piedra en sí misma no tiene sentido. Las cosas cobran significado en un contexto concreto y, ahora, casualmente, le ha tocado a esta piedra. El escritor ruso Anton Chejov decía algo interesante: «Si en un relato sale una pistola, ¿hay que dispararla?». Se trata de eso. ¿Comprendes?

—No.

—¿No? ¡No me digas! —dijo el Colonel Sanders—. Ya lo suponía, hombre. Sólo te lo he preguntado por cortesía.

—Muchísimas gracias.

—Chejov quiere decir lo siguiente. La inevitabilidad es un concepto independiente. Su mecanismo es distinto al de la lógica, al de la moral o al del significado. Su función está comprendida en el papel que desempeña. Aquello cuya función no es estrictamente necesaria no debe existir. Y lo que la necesidad requiere debe existir. Eso es dramaturgia. La lógica, la moral o el significado no existen por si mismos, sino que nacen dentro de una relación. Chejov entendió muy bien qué es la dramaturgia.

—Pues yo no entiendo nada. Demasiado complicado para mí.

—La piedra que llevas en brazos es la pistola a la que se refiere Chejov. Y esta pistola hay que dispararla. En este sentido, la piedra cobra una gran importancia. Es una piedra especial. Pero no es ninguna piedra sagrada ni nada por el estilo. Así que no tienes por qué temer una maldición divina.

El joven Hoshino hizo una mueca.

—¿Esta piedra es una pistola?

—En un sentido metafórico sí lo es. Pero no puede disparar balas. Tranquilo

El Colonel Sanders se sacó un gran
furoshiki
[42]
del bolsillo de la americana y se lo entregó al joven Hoshino.

—Toma. Envuelve la piedra con esto. Es mejor que no la vea nadie.

—O sea, que sí que es un robo.

—¡No digas cosas tan feas! Nosotros no estamos robando nada. Sólo la estamos tomando prestada para un cometido muy importante.

—Vale, vale. Ya lo entiendo. De acuerdo con la dramaturgia, ahora sentimos la inevitabilidad de desplazar la materia.

—Exactamente —asintió el Colonel Sanders—. ¿Ves como lo has entendido?

Hoshino volvió al sendero que discurría entre los árboles con la piedra que llevaba envuelta en el
furoshiki
azul marino sujeta entre los brazos. El Colonel Sanders le iluminaba con la linterna el suelo donde pisaba. La piedra pesaba mucho más de lo que parecía y el joven tuvo que detenerse varias veces para recobrar el aliento. Al salir del bosquecillo cruzaron a toda velocidad el recinto iluminado para que no los viera nadie y salieron a una calle ancha. El Colonel Sanders levantó la mano, paró un taxi, hizo montar al joven con la piedra.

—¿Y, ahora, basta con ponerla junto a la almohada? —preguntó el joven.

—Sí, con eso es suficiente. Y no le des más vueltas. Lo importante es que la piedra esté allí —dijo el Colonel Sanders.

—Bueno, abuelo. Te tengo que dar las gracias. Gracias por haberme enseñado dónde estaba la piedra.

El Colonel Sanders sonrió.

—No hay de qué. Yo me he limitado a cumplir con mi deber. Simplemente he realizado a la perfección mi cometido. ¿Y qué, mujer? Estaba bien, ¿eh, Hoshino?

—¡Jo! Fuera de serie, abuelo.

—Eso es lo principal.

—Pero, dime. Esa mujer era real, ¿verdad? No sería un zorro, abstracción, algún mal rollo de esos, ¿verdad?

—No. No era ningún zorro ni ningún ente abstracto. Es una genuina máquina sexual. Propulsión de pura pasión. Me costó mucho encontrarla. Así que tú tranquilo.

—¡Uff! Menos mal —dijo el joven.

Pasaba de la una de la madrugada cuando Hoshino depositó la piedra envuelta en el
furoshiki
junto a la almohada de Nakata. Pensó que era más fácil evitar la maldición divina dejándola junto a la almohada de Nakata que junto a la suya propia. Nakata dormía como un tronco, tal como había supuesto. El joven desenvolvió el
furoshiki
, descubrió la piedra. Luego se puso el pijama, se escurrió dentro del futón extendido junto al futón de Nakata y se durmió en un santiamén. Tuvo un breve sueño en el que un dios con pantalones cortos, por los que asomaban unas piernas velludas, corría por el campo haciendo sonar el silbato.

Cuando Nakata se despertó, a las cinco de la mañana, descubrió la piedra junto a su almohada.

31

Poco después de la una, subo un café recién hecho al estudio del primer piso. La puerta está abierta, como de costumbre. La señora Saeki se encuentra junto a la ventana y mira hacia fuera. Tiene una mano apoyada en el alféizar. ¿Qué estará pensando? Quizá de modo inconsciente mantiene la otra mano, inmóvil, junto a los botones de su blusa. Sobre la mesa no veo la pluma, tampoco el papel. Dejo la taza de café sobre la mesa. Una fina capa de nubes cubre el cielo, no se oye el canto de los pájaros.

De repente, la señora Saeki advierte mi presencia, se aparta de la ventana, vuelve a sentarse frente a la mesa, toma un sorbo de café. Me señala la misma silla de ayer. Me siento. Con la mesa de por medio, observo cómo se toma el café. ¿Se acordará, aunque sólo sea un poco, de lo sucedido anoche? No sabría decirlo. Puede que se acuerde de todo, o que no sea consciente de nada. Yo recuerdo su cuerpo desnudo. Recuerdo el tacto de cada una de las partes de su cuerpo. Pero ni siquiera estoy seguro de que se tratara del cuerpo de
esta
señora Saeki. Aunque, en aquel momento, lo hubiera jurado.

La señora Saeki lleva una blusa brillante de color verde pálido y una falda de tubo beige. Por el cuello de la blusa asoma un fino collar de plata. Muy elegante. Sus delgados dedos están bellamente entrelazados sobre la mesa como si fueran una obra de artesanía.

—¿Te va gustando el lugar? —me pregunta.

—¿Se refiere a Takamatsu? —pregunto a mi vez.

—Sí.

—No lo sé. Apenas lo conozco. Sólo he visto los lugares por donde he pasado por casualidad. Esta biblioteca, el gimnasio, la estación, el hotel…

—¿Te parece un lugar aburrido?

Sacudo la cabeza.

—Pues, no lo sé. A decir verdad, no he tenido tiempo de aburrirme, y me da la impresión de que todas las ciudades se parecen… ¿considera usted que éste es un lugar aburrido?

Ella se encoge un poco de hombros.

—Al menos a mí, cuando era joven, me lo parecía. Quería marcharme. Salir de aquí, ir a lugares donde hubiera cosas especiales, personas más interesantes.

—¿Personas más interesantes?

La señora Saeki sacude levemente la cabeza.

—Era joven —explica—. Cuando se es joven, se suele pensar de ese modo. ¿Tú no?

—No. Yo jamás he pensado así. Nunca he creído que, yéndome a otra parte, pudiera encontrar algo especialmente interesante. Lo único que yo quería era irme a otro lugar. No estar
allí
.

—¿Allí?

—En Nogata, en el distrito de Nakano. En el barrio donde nací y crecí.

Al oír el nombre del lugar percibo que algo se cruza por sus pupilas. Al menos eso me parece.

—Y bastaba con salir de allí. No te importaba demasiado adónde pudieras dirigirte, ¿no es así? —dice la señora Saeki.

—Exacto —contesto yo—. Eso no tenía mucha importancia. Era necesario que me alejara de allí, para no perderme. Por eso quería irme.

La señora Saeki contempla sus manos, que descansan sobre la mesa, con una mirada muy objetiva. Después dice con calma:

—Yo, una vez, pensé lo mismo que tú. Fue a los veinte años, fue cuando me marché de aquí —me cuenta ella—. Me decía a mí misma que, a menos que me marchara, no podría sobrevivir. Estaba firmemente convencida de que jamás volvería a ver este lugar. Y la idea de regresar jamás se me pasó por la cabeza. Hasta que sucedieron diversas cosas y tuve que hacerlo. Como si tornara al punto de partida.

La señora Saeki se vuelve hacia la ventana abierta y mira hacia fuera. La tonalidad de las nubes que cubren el cielo no ha cambiado. No sopla el viento. La escena es tan estática como el telón de fondo de una película.

—La vida depara muchas sorpresas —dice la señora Saeki.

—¿Se refiere a que es posible que yo también vuelva al punto de partida?

—¿Acaso yo puedo saberlo? Es tu vida y, por otro lado, es algo que tal vez suceda mucho más adelante. Lo que yo creo es, sin embargo, que el lugar donde se nace y el lugar donde se muere son muy importantes para una persona. El lugar donde se nace no se puede elegir, claro está. Pero el lugar donde se muere, hasta cierto punto, sí.

Habla en voz baja, con la cara vuelta hacia fuera. Como si se dirigiera a una persona imaginaria que estuviese al otro lado de la ventana. Luego, como si recordara de improviso que yo estoy allí, se vuelve hacia mí.

—¿Por qué te confesaré tantas cosas?

—Porque no soy de aquí, porque tenemos edades muy diferentes —digo.

—Sí, tal vez sí —admite ella.

Luego cae el silencio. Veinte o treinta segundos. Y, mientras tanto, ambos vagamos, probablemente, en nuestras propias cavilaciones. Ella levanta la taza, toma un sorbo de café.

Me decido a hablar.

—Señora Saeki, yo también tengo algo que confesarle.

Ella me mira a la cara. Sonríe.

—¡Vaya! Así que vamos a intercambiar nuestros secretos.

—En mi caso no se trata de un secreto. Es una simple hipótesis.

—¿Una hipótesis? —repite la señora Saeki—. ¿Vas a confesarme una hipótesis?

—Sí.

—Suena interesante.

—Tiene que ver con lo que hablábamos antes —digo—. Entonces, señora Saeki, ¿volvió usted a esta ciudad para morir?

Ella esboza una tranquila sonrisa parecida a la luna blanca del amanecer.

—Tal vez sí. Pero, en cualquier caso, y por lo que respecta al día a día, tanto si has ido a un lugar para sobrevivir como para hallar la muerte las cosas nunca son muy distintas. Acabas haciendo prácticamente lo mismo.

—Señora Saeki, ¿usted desea morir?

—¿Que si lo deseo? —dice ella—. Ni yo misma lo sé.

—Mi padre deseaba la muerte.

—¿Y murió?

—Hace poco —digo—.
Hace muy poco
.

—¿Y por qué deseaba tu padre la muerte?

Respiro hondo.

—Yo nunca logré comprender la razón. Pero ahora creo que sí. Que la he descubierto, por fin, al venir aquí.

—¿Por qué?

—Creo que mi padre estaba enamorado de usted. Pero él no logro que usted volviera a su lado. Y es que, en primer lugar, jamás había conseguido tenerla a usted
de verdad
. Y mi padre lo sabía. Por eso deseaba morir. Además, quería que fuera yo, su hijo y, a la vez, el de usted, quien lo matara. Mi padre también quería que hiciera el amor con usted y con mi hermana. Ésa era su profecía, su maldición me programó para eso.

La señora Saeki deja en el plato la tacita de café. Con un sonido neutro. Me clava la mirada en el rostro. Pero no es a mí a quien está mirando. Contempla el vacío que hay en alguna parte.

—Me pregunto si yo he conocido a tu padre.

Sacudo la cabeza.

—Tal como le he dicho antes, es sólo una hipótesis.

La señora Saeki deposita sus manos, una sobre otra, encima de la mesa. En sus labios permanece todavía una pálida sonrisa.

—Y, en esa hipótesis, yo sería tu madre.

—Sí —digo—. Usted vivió con mi padre, me tuvo a mí y, luego me abandonó. El verano en que yo acababa de cumplir cuatro años.

—¿Ésta es tu hipótesis?

Asiento.

—Es por esto por lo que me preguntaste ayer si tenía hijos.

Asiento.

—Y yo te dije que no podía responderte a eso. Que no podía darte un sí o un no.

—Sí.

—Así pues, tu hipótesis todavía se mantiene.

Asiento una vez más.

—Sí, todavía se mantiene.

—Entonces… ¿Cómo murió tu padre?

—Alguien lo asesinó.

—Pero no fuiste tú, ¿verdad?

—No, no fui yo. No fue mi mano la que lo mató. Y con respecto a los hechos, tengo una coartada.

—Pero, a pesar de ello, no estás muy convencido.

Sacudo la cabeza.

—No, no estoy muy convencido.

La señora Saeki vuelve a coger la tacita de café y toma un sorbo. Como si no le encontrara el sabor.

—¿Por qué tendría que haberte lanzado tu padre una maldición así?

—Quizá deseara que yo heredase su voluntad —contesto.

—¿Desearme a mí, quieres decir?

—Sí.

La señora Saeki atisbó dentro de la taza de café que sostenía en la mano y, luego, volvió a alzar la mirada.

—Entonces…, ¿me deseas?

Asiento con un único y claro movimiento de cabeza. Ella cierra los ojos. Me quedo contemplando sus párpados cerrados. A través de ellos puedo ver las tinieblas que ella está contemplando. Extrañas figuras se dibujan en la oscuridad. Emergen y desaparecen. Luego abre los ojos.

—¿Te estás refiriendo a tu hipótesis?

—No. No tiene nada que ver con ninguna hipótesis. Yo la deseo a usted y eso va más allá de cualquier teoría.

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