—Sí. Nakata también lo cree —dijo Nakata a su vez—. Pero he tardado mucho tiempo. Me temo que la he hecho esperar demasiado tiempo. Nakata ha ido tan deprisa como ha podido, pero le ha sido muy difícil llegar hasta aquí.
La señora Saeki sacudió la cabeza.
—No se preocupe. Si hubiera llegado antes, o después, es posible que me hubiera sentido todavía más desconcertada. Para mí, éste es el momento ideal.
—El señor Hoshino ha sido muy amable al ayudarme. De no ser por él, Nakata habría tardado mucho más tiempo en llegar él solo. Ante todo, Nakata no sabe leer.
—El señor Hoshino es su amigo, ¿verdad?
—Sí —dijo Nakata. Asintió con un movimiento de cabeza—. Es posible que lo sea. Sin embargo, hablando con franqueza, Nakata no está muy seguro de ello. Porque, aparte de los gatos, Nakata no ha tenido un solo amigo en toda su vida.
—Yo tampoco he tenido amigos durante muchísimo tiempo —dijo la señora Saeki—. Aparte de los recuerdos.
—Señora Saeki.
—¿Sí? —respondió la señora Saeki.
—A decir verdad, Nakata no tiene un solo recuerdo. Y esto es porque Nakata es tonto. ¿Cómo son los recuerdos?
La señora Saeki se miró las manos, que descansaban sobre la mesa, y luego volvió a mirar a Nakata.
—Un recuerdo es algo que te caldea el cuerpo por dentro, pero que, al mismo tiempo, te desgarra por dentro con violencia.
Nakata sacudió la cabeza.
—Es una cuestión muy complicada, eso de los recuerdos. Nakata todavía no lo acaba de entender. Nakata sólo entiende bien el presente.
—Mi caso es más bien el contrario —dijo la señora Saeki.
Un profundo silencio cayó sobre la habitación. Lo rompió Nakata. Con un ligero carraspeo.
—Señora Saeki.
—¿Sí?
—Usted sabe lo de la puerta de entrada, ¿verdad?
—Sí, lo sé —respondió. Sus dedos acariciaron la estilográfica Montblanc que estaba sobre el escritorio—. Hace mucho tiempo la encontré casualmente en cierto lugar. Quizás hubiese sido mejor no haberla descubierto nunca. Pero yo ahí no pude elegir.
—Nakata la abrió de nuevo hace unos días. Aquella tarde en que hubo tantos rayos y truenos. Cayeron muchos rayos en la ciudad. Hoshino me ayudó. Nakata no habría podido hacerlo él solo. ¿Sabe a qué día me refiero?
La señora Saeki asintió.
—Lo recuerdo.
—Nakata la abrió porque tenía que abrirla.
—Ya lo sé. Y ahora muchas cosas volverán a ser
como debían ser
.
Nakata asintió.
—Exacto.
—Usted reúne todos los requisitos para hacerlo.
—Nakata no entiende bien lo de los requisitos. Sin embargo, señora Saeki, yo no tuve elección. A decir verdad, Nakata mató a un hombre en el distrito de Nakano. Nakata no quería hacerlo. Pero instigado por el señor Johnnie Walken mató a un hombre, en vez del muchacho de quince años que debería haber estado en aquel lugar. Nakata tuvo que ocuparse de hacerlo.
La señora Saeki cerró los ojos, los abrió de nuevo, miró a Nakata.
—¿Y todas estas cosas están sucediendo porque yo, hace mucho tiempo, abrí la puerta de entrada? ¿Siguen produciéndose distorsiones incluso ahora, aquí y allá, como consecuencia de aquello?
Nakata sacudió la cabeza.
—Señora Saeki.
—¿Sí?
—Nakata no sabe tanto. El papel de Nakata consiste simplemente en devolver a su forma original todo lo que hay aquí y ahora. Por esta razón, Nakata ha dejado el distrito de Nakano, ha cruzado un gran puente, ha venido hasta Shikoku. Y aunque es posible que ya lo sepa, usted no puede quedarse por más tiempo aquí.
La señora Saeki sonrió.
—Ya lo sé —dijo—. Eso, señor Nakata, es algo que he estado esperando desde hace mucho tiempo. Lo he deseado en el pasado y lo deseo ahora. Pero por más que lo intenté jamás pude lograrlo. No me quedó más remedio que quedarme esperando pacientemente a que el momento, el momento presente, en definitiva, llegara. La espera me resultó a menudo insoportable. El sufrimiento, claro está, era una especie de responsabilidad que me era impuesta.
—Señora Saeki —dijo Nakata—. Nakata sólo tiene la mitad de su sombra. A usted le sucede lo mismo, ¿verdad?
—Sí.
—Nakata la perdió durante la pasada guerra. Por qué ocurrió una cosa así, por qué tuvo que pasarme a mí, eso Nakata no lo sabe. En cualquier caso, ha transcurrido desde entonces mucho tiempo. Y
nosotros
tenemos que marcharnos de aquí.
—Lo sé.
—Nakata ha vivido durante mucho tiempo. Sin embargo, tal como le he dicho antes, no tiene recuerdos. Por eso Nakata no puede comprender el sufrimiento del que usted habla. Pero a Nakata le da la impresión de que, por más dolorosos que sean sus recuerdos, usted no ha querido desprenderse de ellos, ¿no es así?
—Sí —dijo la señora Saeki—. Exacto. Por más doloroso que me sea conservarlos, no quiero perderlos mientras viva. Porque son la única cosa con sentido que prueba que he vivido.
Nakata asintió en silencio.
—Viviendo más de lo que debía vivir he destruido a mucha gente, muchas cosas —prosiguió ella—. He tenido relaciones sexuales con el muchacho de quince años del que usted ha hablado. Fue hace muy poco. En
aquella habitación
yo volví a ser una jovencita de quince años e hice el amor con él. Fuera correcto o no, no pude evitar hacerlo. Pero, como consecuencia de mi acto, es posible que algo vuelva a resultar perjudicado. Mi única preocupación es ésa.
—Nakata no sabe qué es el deseo sexual —dijo Nakata—. Del mismo modo que no tiene recuerdos, Nakata tampoco tiene deseo sexual. Por lo tanto, tampoco comprende la diferencia entre el deseo sexual correcto y el que no es correcto. Sin embargo, lo que ha ocurrido, ha ocurrido. Nakata es lo que resulta de aceptar, tal cual fueron llegando, todas las cosas que le han ocurrido, las correctas y las incorrectas. Así es como Nakata lo ve.
—Señor Nakata.
—¿Sí?
—Querría pedirle un favor. —La señora Saeki cogió el bolso que tenía a sus pies y sacó de su interior una llave pequeña. Luego abrió con ella un cajón del escritorio. Extrajo del cajón tres gruesas carpetas y las depositó sobre la mesa—. Desde que volví a esta ciudad he escrito todo lo que se ve aquí, sentada ante esta misma mesa —explicó—. Aquí está registrada mi vida entera. Yo nací muy cerca de aquí y amé profundamente al muchacho que vivía en esta casa. Lo amé tanto como es posible amar. Y él me amaba a mí de la misma forma. Vivíamos en el interior de un círculo perfecto. El interior de aquel círculo lo comprendía todo. Pero aquello no duró eternamente, claro está. Nos hicimos adultos, los tiempos cambiaban. El círculo empezó a abrirse, por aquí y por allá, y las cosas del exterior empezaron a anegar aquel paraíso, y las cosas que había dentro empezaron a desparramarse por fuera. Es algo natural. Pero a mí, entonces, no me lo pareció. De modo que para defenderme de aquella invasión, de aquel derramamiento, abrí la puerta de entrada. Ya no recuerdo bien cómo lo conseguí. Pero tomé la decisión de que lo único que podía hacer para no perderlo a él, para evitar que el exterior arruinara nuestro pequeño mundo, era abrir la puerta de entrada. Yo, entonces, no podía entender qué significaba aquello. Y, luego, no hace falta decir que tuve que pagar las consecuencias.
Llegado a este punto, la señora Saeki se interrumpió, cogió la pluma y cerró los ojos.
—Mi vida acabó a los veinte años. Después no fue más que un eterno epílogo. Un largo y tortuoso corredor sumido en la oscuridad que no llevaba a ninguna parte. Pero he tenido que recorrerlo. He visto llegar, uno tras otro, días vacíos, los he despedido inmersos en la misma vaciedad. A lo largo de esos días he cometido muchos errores. No, hablando con franqueza, me da la impresión de no haber hecho más que cosas erróneas. En cierta época viví sola encerrada en mí misma. Fue como si viviera sola en el fondo de un pozo profundo. Maldecía el mundo exterior, odiaba todo cuanto contenía. En otra época salí afuera e hice ver que vivía. Acepté todo lo que me venía, me sumergí en el mundo protegida por una coraza de insensibilidad. Me acosté con muchos hombres. Incluso llegué a casarme. Y…, en fin, todo era absurdo. Todo pasó de largo como una exhalación, sin dejar nada atrás. Sólo las cicatrices de las cosas que yo había despreciado o echado a perder. —Dejó caer las manos sobre las tres carpetas que estaban apiladas sobre la mesa—. Todos estos acontecimientos están explicados aquí con sumo detalle. Los he escrito para ordenar mis ideas. Porque quería reconsiderar una vez más quién era yo y cómo había vivido. No es que pueda reprochárselo a nadie, claro está, pero ha sido una tarea tan amarga que me ha desgarrado por dentro. Pero, al fin, puedo dar la labor por concluida. Ya he terminado de escribirlo todo. Ya no necesito proseguir. Además, no quiero que nadie lo lea. Porque si alguien posara los ojos en estos escritos, es posible que algo volviera a resultar dañado. Así que quiero que se queme todo esto, que se destruya por completo. Que no quede nada. Y de eso, señor Nakata, quiero que se encargue usted. Es la única persona en quien puedo confiar. Es muy egoísta por mi parte pedírselo, pero ¿lo hará?
—De acuerdo —dijo Nakata. Y luego asintió con unos contundentes movimientos de cabeza—. Si es eso lo que usted desea, le aseguro que lo haré. No se preocupe.
—Gracias —dijo la señora Saeki.
—Escribir ha sido muy importante para usted, ¿verdad?
—Sí. En efecto. El hecho de escribir ha sido importante. Aunque lo que haya escrito, como resultado, no tenga ningún sentido.
—Nakata no sabe ni leer ni escribir, así que no puede dejar nada escrito —dijo Nakata—. Nakata es como los gatos.
—Señor Nakata.
—¿Sí?
—Tengo la sensación de conocerlo desde hace muchísimo tiempo —dijo la señora Saeki—. ¿Usted no estaba en el interior
de aquel cuadro?
¿No era el hombre que estaba de espaldas al mar? ¿Aquel que estaba con los pantalones arremangados y los pies dentro del agua?
Nakata se levantó en silencio de la silla, se quedó de pie ante el escritorio de la señora Saeki y puso su mano, dura y bronceada, sobre las manos de la señora Saeki, que descansaban sobre las carpetas. Y con el mismo ademán de quien está aguzando el oído, Nakata tomó en la palma de su mano toda la calidez que las manos de la señora Saeki retenían.
—Señora Saeki.
—Sí.
—Nakata también lo entiende un poco.
—¿El qué?
—Cómo deben de ser los recuerdos. Nakata lo ha podido percibir a través del contacto con sus manos.
La señora Saeki sonrió.
—Me alegro —dijo.
Nakata mantuvo todo el rato su mano sobre la de la señora Saeki. Ella cerró los ojos y se sumergió en sus recuerdos. En ellos ya no había dolor. Alguien había succionado, para siempre, todo el sufrimiento que contenían. El círculo volvía a cerrarse. Ella abría la puerta de una habitación lejana donde encontraba dos hermosos acordes que dormían, con la forma de dos lagartos, en la pared. Toca suavemente los lagartos. Puede sentir su sueño apacible en las yemas de los dedos. Sopla la brisa. Lo comprende por la leve oscilación de las viejas cortinas. Una oscilación llena de significados, como una
metáfora
. Ella lleva un largo vestido de color azul. Un vestido que llevó hace mucho tiempo en alguna otra parte. Al andar, los bajos del vestido hacen un suave frufrú. Al otro lado de la ventana está la playa. Se oye el rumor de las olas. Se alza la voz de alguien. El viento huele a mar. Es verano. Siempre es verano. En el cielo flotan unas pequeñas nubes blancas de nítidos contornos.
Nakata bajó las escaleras llevando en brazos las tres gruesas carpetas. Ôshima estaba sentado detrás del mostrador, atendiendo a un lector. Al ver a Nakata bajando las escaleras, le dirigió una simpática sonrisa. Nakata le devolvió el saludo con una educada inclinación de cabeza. Ôshima reanudó el diálogo que mantenía con el lector. El joven Hoshino se encontraba en la sala de lectura leyendo con avidez.
—Señor Hoshino —dijo Nakata.
El joven dejó el libro sobre la mesa, levantó la vista hacia Nakata.
—¡Hola! ¡Cuánto has tardado! ¿Has acabado lo que tenías que hacer?
—Sí. Con esto, Nakata ya ha terminado. Si a usted le parece bien, ya nos podemos ir.
—Sí. Por mí, sí, casi he terminado de leer este libro. Beethoven se acaba de morir. Ahora estoy en el funeral. ¡Y menudo funeral! Se ve que unos veinticinco mil vieneses se sumaron al cortejo fúnebre que iba hasta el cementerio, e incluso cerraron las escuelas.
—Señor Hoshino.
—¿Qué?
—Me gustaría pedirle otro favor.
—Di
—Me gustaría quemar esto en alguna parte.
Hoshino miró las carpetas que Nakata llevaba en brazos.
—¡Qué barbaridad! Una cantidad así de papelotes no se puede quemar en cualquier parte. Tendríamos que buscar el cauce seco de un río que fuera lo bastante ancho, o algún que otro lugar por el estilo.
—Señor Hoshino.
—¿Qué?
—Vayamos a buscar el cauce seco de un río.
—Tal vez sea un poco zafio, pero ¿tan importantes son esos papeles? Porque, si los tiráramos a la basura, acabaríamos antes.
—Sí, señor Hoshino. Son muy importantes. Se tienen que quemar. Tienen que convertirse en humo y alzarse hacia el cielo. Y yo debo asegurarme de que eso suceda.
Hoshino se levantó y se desperezó.
—De acuerdo. ¡A buscar el cauce seco de un río, pues! No tengo ni idea de por dónde empezar, pero, si buscamos bien, seguro que lo encontramos. Alguno tiene que haber en Shikoku, digo yo.
Aquella tarde hubo mucho más trabajo que de costumbre. Acudieron muchos lectores a la biblioteca y algunos de ellos hicieron preguntas específicas sobre alguna materia. Ôshima estuvo ocupado en responderlas y en reunir los documentos que le pedían. También tuvo que buscar diversos datos en el ordenador. De ordinario, le hubiese pedido ayuda a la señora Saeki, pero aquel día no parecía que fuera a poder hacerlo. Tuvo que abandonar su puesto en varias ocasiones, de modo que no vio salir a Nakata. Cuando el trabajo decreció algo, Ôshima miró a su alrededor y se dio cuenta de que aquellos dos habían desaparecido, subió al primer piso y se dirigió al estudio de la señora Saeki. Cosa extraña, la puerta estaba cerrada. Dio dos golpecitos en la puerta y esperó un poco. No hubo respuesta. Volvió a llamar a la puerta. «Señora Saeki», la llamó desde fuera. «¿Está usted bien?».