Kafka en la orilla (53 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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La fuerza de retroceso tumbó al joven de espaldas. Cayó sobre el tatami boca arriba, jadeando penosamente. Dentro de su cabeza, una especie de lodo blanquecino giraba sin cesar. «¡Jamás en mi puñetera vida volveré a levantar una cosa tan pesada!», se dijo el joven. En aquel momento, Hoshino no tenía por qué saberlo, pero sus pronósticos pecaban de optimismo, tal como él mismo descubriría momentos más adelante.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Gracias a usted, la entrada está abierta.

—¡Eh, abuelo!

—¿Qué sucede?

El joven Hoshino, todavía boca arriba y con los ojos cerrados, volvió a tomar una gran bocanada de aire que, a continuación, expulsó de sus pulmones.

—Pues mejor que se haya abierto. Porque si todo esto no llega a servir para nada, a mí me da algo.

33

Antes de que llegue Ôshima lo dejo todo preparado para abrir la biblioteca. Paso la aspiradora, limpio los cristales de las ventanas, hago la limpieza de los lavabos, paso un paño por las mesas y las sillas. Saco brillo a la barandilla de la escalera con un
spray
abrillantador. Paso con cuidado el plumero por la vidriera del descansillo. Barro el jardín, enciendo el aire acondicionado de la sala de lectura y el aparato humidificador de las estanterías. Preparo café, afilo los lápices. La biblioteca desierta posee algo que me conmueve. Todas las palabras, todas las ideas descansan allí en silencio. Siento deseos de mantenerla tan hermosa, limpia y tranquila como pueda. De vez en cuando me detengo y contemplo los libros mudos que se alinean en las estanterías. Acaricio los lomos de algunos de ellos. A las diez y media llega del aparcamiento, como siempre, el ronroneo del motor del Mazda Road Star, luego aparece Ôshima con rostro ligeramente soñoliento. Charlamos un rato hasta la hora de apertura de la biblioteca.

—Si no te importa, me gustaría salir un rato —le digo a Ôshima después de abrir la biblioteca.

—¿Y adónde vas a ir?

—Al gimnasio del palacio de deportes, a hacer un poco de ejercicio. Últimamente apenas me muevo.

Por supuesto, no se trata sólo de eso. Es que no quiero encontrarme con la señora Saeki cuando, poco antes del mediodía, venga a trabajar. Prefiero verla una vez que se me hayan serenado los ánimos.

Ôshima me mira fijamente a la cara y, tras una pequeña pausa, asiente.

—Pero ten muchísimo cuidado. No soy ninguna gallina clueca y no querría ponerme pesado, pero, en tu situación, toda precaución es poca.

—Tranquilo. Tendré cuidado —le digo.

Subo al tren con la mochila a la espalda. Me apeo en la estación de Takamatsu y me dirijo en autobús al gimnasio de siempre. En los vestuarios me pongo la ropa de deporte, empiezo a realizar el circuito de ejercicios mientras escucho a Prince por el
discman
. Como he pasado tanto tiempo sin hacer deporte, mi cuerpo suelta, al principio, alaridos de dolor. Pero yo sigo adelante. Mi cuerpo está reaccionando de manera normal, protestando, resistiéndose a la carga. Lo que yo debo hacer es engatusar esa reacción, derribarla. Y, mientras escucho
Little Red Corvette
, respiro hondo, retengo el aire, lo expulso. Lo repito metódicamente varias veces. Arrastro mis músculos, uno tras otro, hasta rozar la frontera del dolor. Sudo a mares; la camiseta, empapada, pesa cada vez más. No paro de ir al surtidor de agua a reponer líquido.

Mientras sigo en el mismo orden de siempre el circuito de aparatos, no se me va de la cabeza la señora Saeki. Las relaciones sexuales que mantuvimos. Me esfuerzo en no pensar en nada. No es tarea difícil. Me concentro en los músculos. Ahogo mi yo en aquella serie de movimientos rutinarios. Los aparatos de siempre, la carga de siempre el mismo número de vueltas de siempre. Prince va desgranándome el oído
Sexy Motherfucker
. Tengo la punta del pene ligeramente resentida. Al orinar me escuece la uretra. El glande está enrojecido. Mi pene que acaba de asomar del prepucio, es todavía joven y sensible. Mi cabeza, repleta de densas obsesiones sexuales, de la voz escurridiza de Prince y de citas de tal libro o tal otro, está a punto de estallar.

Me libero del sudor bajo la ducha, me cambio la ropa interior vuelvo a coger el autobús, regreso a la estación. Tengo hambre, entro en el primer establecimiento que encuentro, un comedor que hay frente a la estación, tomo una comida ligera. Mientras como me doy cuenta de que es el mismo local al que fui justo el día en que llegué a Takamatsu. Por cierto, ¿cuántos días deben de haber transcurrido desde entonces? Hace alrededor de una semana que vivo en la biblioteca. Debe de hacer, pues, unas tres semanas en total. Saco el diario de la mochila y lo compruebo en un instante al hojearlo. De memoria me es difícil calcular los días con exactitud.

Después de la comida, mientras me tomo el té, contemplo a la gente que va y viene con aire atareado por el recinto de la estación. Todos se dirigen a alguna parte. Si yo quisiera, podría convertirme en uno de ellos. Podría subirme a algún tren y dirigirme a un lugar distinto. Lo pienso. Dejar todo lo que tengo aquí, abandonarlo todo, ir a una ciudad desconocida, volver a empezar de cero. Como quien abre las páginas en blanco de un cuaderno. Podría irme a Hiroshima. O a Fukuoka. Nada me ata. Soy libre al cien por cien. La mochila que llevo a la espalda contiene cuanto necesito para vivir. Mudas de ropa, neceser, saco de dormir. Aún conservo casi todo el dinero que cogí del escritorio de mi padre.

Pero no puedo irme a ninguna parte y eso lo sé yo muy bien.

—Pero no puedes irte a ninguna parte y eso lo sabes tú muy bien —me dice el joven llamado Cuervo.

Tú has tomado a la señora Saeki entre tus brazos, has eyaculado en su interior. Muchas veces. La señora Saeki ha acogido tu semen cada vez. Todavía sientes escozor en el pene. Tu pene recuerda aún el tacto de su vagina. Uno de los lugares que te pertenecen. Tú piensas en la biblioteca. Piensas en los libros que se alinean sin palabras en las silenciosas estanterías durante las primeras horas de la mañana. Piensas en Ôshima. En tu habitación, en
Kafka en la orilla del mar
colgado en la pared, en la niña de quince años que viene a contemplar el cuadro. Sacudes la cabeza. No puedes marcharte de aquí. No eres libre. Además, ¿de verdad quieres serlo?

En el recinto de la estación me cruzo varias veces con policías que están haciendo su ronda. Pero no me prestan ninguna atención. Por todas partes hay chicos bronceados con una mochila a la espalda. Yo debo de confundirme en el paisaje, como si fuera uno de ellos. No tengo miedo. Me basta con actuar con naturalidad. Si lo hago, nadie se fijará en mí.

Me subo a un pequeño tren de dos vagones y vuelvo a la biblioteca.

—¡Bienvenido! —me dice Ôshima. Luego mira la mochila y me dice con pasmo—: ¡Ostras! ¿No me digas que siempre vas por ahí con eso cargado a la espalda? Pero si pareces el niño ese que sale en las tiras de Charlie Brown, el que siempre lleva consigo la manta.

Caliento agua, me bebo un té. Ôshima le da vueltas, como de costumbre, a un largo lápiz recién afilado que tiene en la mano. (¿Adónde irán a parar sus lápices cuando se quedan cortos?).

—Esta mochila, para ti, simboliza la libertad, seguro —dice Ôshima.

—Tal vez —digo.

—Quizá se experimente una felicidad mayor al poseer algo que simbolice la libertad que poseyendo la libertad en sí misma.

—A veces —digo.

—A veces —repite—. Si se celebrara un concurso de respuestas ves, seguro que tú te llevarías la palma.

—Puede —digo.

—Puede —dice Ôshima con pasmo—. Oye, Kafka Tamura. Puede que la mayoría de personas de este mundo no desean, en realidad, ser libres. Sólo están convencidos de que lo desean. Todo es una fantasía. Si realmente consiguiera la libertad, la mayoría de la gente se encontraría con graves problemas. No lo olvides. A la gente, de hecho le gusta la falta de libertad.

—¿A ti también?

—Sí. A mí también. Hasta cierto punto, claro —dice Ôshima— Jean-Jacques Rousseau afirmaba que la civilización nació cuando la especie humana empezó a levantar barreras. Es una observación muy perspicaz. En efecto. Todas las civilizaciones son producto de la falta de libertad en parcelas. Sólo hay una excepción: los aborígenes australianos. Ellos preservaron hasta el siglo XVII una civilización sin barreras. Eran libres hasta la raíz. Podían ir a donde les apeteciese cuando les apeteciera, hacer lo que les apeteciera. Su vida era, literalmente, un constante ir de aquí para allá. Y andar de un lado para otro era, para ellos, una profunda metáfora de la vida. Cuando llegaron los ingleses y construyeron cercas para encerrar a los animales domésticos, ellos no podían entender de ninguna manera qué significaba aquello. Y, como eran incapaces de comprender aquel principio, los tacharon de seres peligrosos, antisociales, los expulsaron al desierto. Así que también te recomiendo a ti, Kafka Tamura, que tengas cuidado. Al fin y al cabo, los que mejor sobreviven en este mundo son los que levantan barreras altas y fuertes. Y si te opones a ellos, te expulsarán al desierto.

Vuelvo a mi habitación y dejo la mochila. Después me dirijo a la cocina a preparar un café y se lo llevo a la señora Saeki, como de costumbre. Sujetando la bandeja con una mano, subo con precaución un escalón tras otro. El viejo entarimado cruje levemente. La vidriera del descansillo proyecta su brillante colorido en el suelo. Pongo los pies dentro de ese abanico de colores.

La señora Saeki está frente a la mesa escribiendo. Dejo la taza de café. Ella alza la vista y me indica que me siente en la silla de costumbre. La señora Saeki lleva una camiseta negra y, por encima de los hombros, una camisa de color café con leche. Se ha echado el flequillo hacia atrás, sujeto con un pasador, y en las orejas luce un par de pequeñas perlas.

Por unos instantes no dice nada. Está estudiando lo que acaba de escribir. La expresión de su rostro es la habitual. Le pone el capuchón a la pluma, la deja sobre el papel. Abre las manos, comprueba que no tiene los dedos manchados de tinta. A través de la ventana penetran los rayos de sol de una tarde de domingo. En el jardín, alguien está conversando de pie.

—Ôshima me ha contado que estabas en el gimnasio —dice mirándome fijamente.

—Sí —digo.

—¿Qué tipo de ejercicios haces en el gimnasio?

—Aparatos y pesas —respondo.

—¿Y aparte de eso?

Sacudo la cabeza.

—Deportes solitarios, ¿no?

Asiento.

—Debes de querer ser más fuerte, imagino.

—Si no eres fuerte, no puedes sobrevivir. Particularmente en mi caso.

—¿Porque estás solo?

—Nadie va a ayudarme. Al menos hasta ahora nadie me ha ayudado. He tenido siempre que apañármelas por mí mismo. Así que debo ser fuerte. Como un cuervo abandonado. Por eso me he puesto el nombre de Kafka. Porque Kafka, en checo, significa cuervo.
[43]

—¡Caramba! —exclama ella con cierta admiración—. Así que tú eres un cuervo.

—Sí, en efecto —digo.


Sí, en efecto —dice el joven llamado Cuervo.

—Pero esa forma de vida tiene sus límites. No puedes utilizar esa fuerza para levantar una muralla a tu alrededor. Con la fuerza sucede lo siguiente: que siempre puede venir alguien más fuerte que tú y derribarla. Es lo que suele ocurrir.

—Es que la fuerza acaba convirtiéndose en fortaleza moral.

La señora Saeki sonríe.

—Eres muy rápido en captar las cosas.

Entonces yo digo:

—Lo que yo deseo, la fuerza que yo busco, no es aquella que lleva a ganar o a perder. Tampoco quiero una muralla para repeler fuerzas que lleguen del exterior. Lo que yo deseo es una fuerza que me permita ser capaz de recibir todo cuanto proceda del exterior, resistirlo. Fortaleza para resistir en silencio cosas como la injusticia, infortunio, la tristeza, los equívocos, las incomprensiones.

—Posiblemente sea ésa la fuerza más difícil de alcanzar.

—Ya lo sé.

Su sonrisa se hace más amplia.

—Al parecer, lo sabes todo.

Sacudo la cabeza.

—En absoluto. Sólo tengo quince años, hay un montón de cosas que no sé. Cosas que no sé y que debería saber. Por ejemplo, no sé nada acerca de usted.

La señora Saeki toma la taza de café y bebe un sorbo.

—Cosas que tengas que saber sobre mí, en realidad, no hay ninguna. Es decir, que entre las cosas que tú deberías saber, no hay ninguna relacionada conmigo.

—¿Se acuerda todavía de la hipótesis?

—Por supuesto —dice—. Pero la hipótesis es tuya, no he sido yo quien la ha formulado. Así que no tengo ninguna responsabilidad con respecto a ella. ¿No es así?

—Sí, en efecto. Es quien ha formulado la hipótesis quien tiene que demostrarla —digo—. Querría preguntarle una cosa.

—¿De qué se trata?

—Usted, hace tiempo, escribió y publicó un libro sobre personas que habían recibido la descarga de un rayo, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Podría conseguir un ejemplar?

Sacude la cabeza.

—Para empezar, se publicaron pocos ejemplares. Además, hace mucho que se editó e imagino que debieron de saldar los libros sobrantes. Ni siquiera yo tengo uno. Tal como te dije el otro día, el libro era una recopilación de entrevistas a personas que habían sobrevivido a la descarga de un rayo, y eso no interesó a nadie.

—¿Y cómo es que usted se interesó por ello?

—Pues no sé a qué se debió. Tal vez encontrara en ello algo simbólico. O, tal vez, con la finalidad de mantenerme ocupada, me buscara un objetivo cualquiera para mantener el cuerpo y la mente en movimiento. Cuál pudo ser el motivo último, eso ahora mismo ya no lo recuerdo. Sea como fuere, cierto día, de repente, se me ocurrió la idea y empecé la investigación. En aquella época yo escribía, pero ya que económicamente tenía mis necesidades cubiertas, podría disponer de tiempo libre y hacer, hasta cierto punto, lo que quisiera. Pero el trabajo en sí mismo fue muy interesante. Conocí a mucha gente, pude escuchar muchas historias diferentes. Si no hubiera realizado aquel trabajo, tal vez me hubiese ido alejando cada vez más de la realidad, encerrándome, más y más, en mí misma.

—Mi padre, cuando era joven, trabajó a media jornada como cadi en un campo de golf y también recibió la descarga de un rayo. Se salvó de milagro. Pero las personas que iban con él murieron.

—Hay mucha gente que ha muerto en campos de golf a consecuencia de la descarga de un rayo. Son lugares grandes, llanos, con pocos sitios para guarecerse. Los rayos adoran los clubes de golf. El apellido de tu padre debía ser Tamura, claro.

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