—Señor Hoshino.
—¿Qué?
—Nakata no sólo no es inteligente. Nakata está vacío. Acabo de comprenderlo. Nakata es como una biblioteca sin libros. Hace tiempo no era así. Yo tenía libros dentro. Lo había olvidado durante años, pero ahora sí me acuerdo. Antes, Nakata era como todo el mundo. Pero un día ocurrió algo y Nakata se convirtió en un recipiente vacío.
—Pero oye, Nakata, si te lo miras así, todos estamos más o menos vacíos, ¿no? ¡Ya me dirás! Comemos, cagamos, cobramos un sueldo de mierda por un trabajo estúpido, follamos de vez en cuando y ¡se acabó! ¿Qué más hay aparte de eso? Pero, con todo, vivir tiene su gracia, ¿no? Como nosotros, ahora. No sé por qué, pero la tiene. Mi abuelo lo decía siempre: «Las cosas de este mundo siempre te salen por donde menos te esperas. Precisamente por eso es interesante vivir». Es un punto de vista. Si los Chûnichi Dragons ganaran siempre, ya me dirás quién se miraría los partidos de béisbol.
—Usted, señor Hoshino, quería mucho a su abuelo, ¿verdad?
—Sí, mucho. Si no hubiera sido por el abuelo, no sé qué habría sido de mí. Gracias a que estaba él me decidí a llevar una vida algo más decente. No sé cómo expresarlo, pero tenía la sensación de que estaba ligado a algo. Así que dejé la banda de las motos y entré en el ejército. Acabé harto de hacer gamberradas.
—Sí, pero ¿sabe, señor Hoshino?, Nakata no tiene a nadie. No tiene nada. No tiene ningún vínculo con nada. Ni siquiera sabe leer. Incluso su sombra es la mitad de grande que la de los demás.
—Todos tenemos defectos.
—Señor Hoshino.
—¿Qué?
—Si Nakata hubiera sido el Nakata normal, habría llevado una vida muy distinta. Seguro que habría ido a la universidad, como mis dos hermanos, y que ahora estaría trabajando en una empresa. Me habría casado, tendría hijos, un coche grande, los días de fiesta jugaría al golf. Pero Nakata no era el Nakata normal, así que ha vivido siempre como el Nakata de ahora. Ya sé que es demasiado tarde para arreglarlo. Soy consciente de ello. Con todo, aunque sólo fuera por un breve periodo de tiempo, a Nakata le gustaría volver a ser el Nakata normal. A decir verdad, Nakata, hasta ahora, nunca había sentido deseos de hacer nada en especial. Siempre se ha limitado a llevar a cabo, lo mejor que sabía, lo que los demás le decían que hiciera. O, tal vez, se ha acostumbrado a que sean los demás los que decidan por él. Pero ahora es distinto. Nakata tiene muy claro que desea volver a ser el Nakata normal. Un Nakata con una manera de pensar y un significado propios.
Hoshino exhaló un suspiro.
—Si eso es lo que deseas, espero que lo consigas. Que vuelvas a ser el Nakata de antes. Claro que no tengo ni idea de cómo serás tú en normal.
—Sí. Nakata tampoco tiene ni idea.
—Ojalá vaya todo bien. Yo me esforzaré en lo que pueda para que vuelvas a ser una persona normal.
—Pero antes de volver a ser el Nakata normal, Nakata tiene que solucionar varias cosas.
—Por ejemplo, ¿qué?
—Por ejemplo, lo de Johnnie Walken.
—¿Johnnie Walken? —preguntó el joven—. Ahora que lo dices, abuelo, antes ya me has hablado de ese tipo. El tal Johnnie Walken, ¿es el Johnnie Walken del whisky?
—Sí. Nakata fue enseguida a la comisaría, les contó lo de Johnnie Walken. Porque el gobernador tenía que saber lo que había pasado. Pero no me hicieron caso. Así que no me queda más remedio que solucionar las cosas por mí mismo. Y después de resolver este problema intentaré, en lo posible, volver a ser el Nakata normal.
—No acabo de entender de qué va la cosa, pero parece que, para hacer todo eso, es necesaria la piedra. ¿Lo capto?
—Sí. Exactamente. Nakata tiene que recuperar la media sombra que le falta.
El retumbar de los truenos había ido en aumento hasta hacerse ensordecedor. Los relámpagos rasgaban el cielo trazando numerosos zigzags, seguidos, segundos después, de truenos tan potentes que entraban ganas de taparse las orejas. El aire vibraba, los cristales de la ventana, aflojados, castañeteaban con nerviosismo. Una negra capa de nubes cubría el cielo, que se oscureció de tal forma que, en el interior de la habitación, Nakata y Hoshino apenas podían verse las caras. Con todo, no encendieron la luz. Siguieron sentados uno enfrente del otro, con la piedra de por medio. Al otro lado de la ventana el cielo vertía ríos de lluvia con tanta violencia que, sólo con verlo, producía angustia. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, la estancia se iluminaba unos instantes. Durante un tiempo, ni siquiera pudieron oírse el uno al otro.
—Pero ¿por qué tienes que usar esta piedra? ¿Y por qué tienes que ser justamente tú quien lo haga? —preguntó el joven Hoshino en un momento en que no se oía ningún trueno.
—Porque Nakata es un hombre que ha hecho
salida y entrada
.
—¿Salida y entrada?
—Sí. Una vez, Nakata salió de aquí, y luego volvió a entrar. Era la época en que Japón se encontraba metido en una gran guerra. En aquel momento, por casualidad, la tapa se abrió y Nakata se fue de aquí. Luego, también por casualidad, regresó otra vez. Por eso Nakata dejó de ser una persona normal. También la sombra se le quedó reducida a la mitad. A cambio, y aunque últimamente parece que ya no sepa hacerlo, adquirí la facultad de hablar con los gatos. Es posible que también la de hacer caer cosas del cielo.
—Como las sanguijuelas del otro día.
—Sí, en efecto.
—¡Jo! Eso no puede hacerlo cualquiera.
—Exacto. Eso no puede hacerlo cualquiera.
Y todas esas cosas empezaste a hacerlas después de tu
salida y entrada
, ¿me equivoco? En ese sentido, tú no eres una persona normal.
—Sí, tiene usted razón. Nakata dejó de ser el Nakata normal. A cambio, dejó de saber leer. Y jamás ha tocado a una mujer.
—¡Alucinante!
—Señor Hoshino.
—¿Qué?
—Nakata tiene miedo. Tal como le he dicho, Nakata está completamente vacío. ¿Sabe usted, señor Hoshino, lo que esto significa?
Hoshino sacudió la cabeza.
—No, creo que no.
—Una persona vacía es igual que una casa deshabitada. Una casa deshabitada cuya puerta no esté cerrada con llave. Cualquier persona es libre de entrar en ella, cualquier cosa que desee hacerlo. Y eso le da mucho miedo a Nakata. Por ejemplo, Nakata puede hacer caer cosas del cielo. Pero, en la mayoría de los casos, Nakata no tiene la menor idea de lo que hará llover del cielo a continuación. ¿Y qué haría Nakata si cayeran diez mil cuchillos, una gran bomba o gas tóxico? No será algo que pudiera solucionar pidiendo disculpas.
—No. La verdad es que tienes razón. No es algo que pueda solucionarse pidiendo disculpas —asintió Hoshino—. Lo de las sanguijuelas ya fue bastante gordo, pero ¡la que se armaría si cayera algo peor!
—Johnnie Walken entró dentro de mí. Me hizo hacer cosas que yo no quería hacer. Johnnie Walken utilizó a Nakata. Pero Nakata no pudo oponerle resistencia. Nakata no tenía bastante fuerza. Porque Nakata no tiene contenido.
—Por eso quieres volver a ser el Nakata normal. Y tener un contenido como debe ser.
—Sí, exactamente. Como Nakata no es inteligente, sólo sabía hacer muebles, y por eso estuvo día tras día haciendo muebles. A Nakata le gustaba hacer mesas y sillas y estanterías. Está muy bien hacer cosas que tengan forma. Durante decenas de años jamás deseé volver a ser el Nakata normal. Entonces, a mi alrededor, no había nadie que intentara entrar dentro de mí. Y yo nunca había sentido miedo. Pero, desde que apareció Johnnie Walken, Nakata no puede dejar de tener miedo.
—Y cuando Johnnie Walken se metió dentro de ti, ¿qué diablos te obligó a hacer?
De repente, un ruido ensordecedor rasgó el aire. Al parecer acababa de caer un rayo cerca de allí. A Hoshino le vibraron los tímpanos y sintió dolor. Nakata ladeó un poco la cabeza, aguzando el oído al retumbar del trueno, siguió acariciando lentamente la superficie de la piedra.
—Me hizo derramar una sangre que no debía ser derramada.
—¿Sangre?
—Sí. Pero aquella sangre no manchó las manos de Nakata.
El joven permaneció pensativo unos instantes. No logró entender lo que Nakata le estaba diciendo.
—¡En fin! Sea como sea, en cuanto abramos la piedra de la entrada, todas las cosas irán asentándose por sí mismas en el lugar que les corresponde, ¿no es así? Como el agua cuando pasa de un sitio alto a otro bajo, ¿correcto?
Nakata reflexionó unos instantes. O puso cara de estar reflexionando.
—Quizá no sea tan sencillo. No lo sé. Lo que Nakata tenía que hacer era buscar la piedra de la puerta de entrada y abrirla. A decir verdad, Nakata tampoco sabe lo que sucederá después.
—Sí, pero escucha, ¿por qué diablos tiene que estar en Shikoku la piedra esa?
—La piedra se halla en cualquier parte. No tiene por qué estar sólo aquí. Además, tampoco tiene por qué tratarse de una piedra.
—Pues ahora sí que no lo entiendo. Si dices que puede estar en cualquier parte, podrías estar haciendo toda esta operación en el distrito de Nakano, ¿no? Te habrías ahorrado la tira de trabajo.
Durante un tiempo, Nakata estuvo pasándose la palma de la mano por sus cortos cabellos.
—Es una cuestión muy complicada. Nakata ha estado todo el rato escuchando lo que decía la piedra, pero aún no ha logrado entenderla bien. Pero lo que Nakata cree es que los dos, tanto el señor Hoshino como Nakata, teníamos que venir a Shikoku. Era necesario que viniéramos cruzando un gran puente. En el distrito de Nakano no creo que la cosa hubiese funcionado.
—¿Puedo preguntarte otra cosa?
—Sí. ¿De qué se trata?
—Suponiendo que consigues abrir aquí la piedra de la entrada, ¿eh? ¿Pasará algo gordo, entonces? No sé, algo espectacular. Que aparezca un genio como aquel…,
no sé cómo coño se llamaba, aquel de Aladino y la lámpara maravillosa
. O que salga pegando brincos un príncipe convertido en rana y nos dé un beso de tornillo. O que acabemos los dos convertidos en merienda para marcianos.
—Puede que ocurra algo, puede que no ocurra nada. Nakata no ha abierto nunca una cosa así y tampoco él tiene claro qué puede suceder. No lo sabrá hasta que lo intente.
—¿Y es posible que eso sea peligroso?
—Sí. En efecto.
—¡Caray! —exclamó el joven Hoshino. Se sacó un Marlboro del bolsillo y le prendió fuego con el encendedor—. Ya me lo decía mi abuelo: «Tu problema es que te vas detrás del primero que pasa sin pensártelo dos veces». Por lo visto, he sido igual desde pequeño lo dicen: «Genio y figura hasta la sepultura». En fin, dejémoslo. ¡Qué le vamos a hacer! He venido hasta aquí y he conseguido la piedra. No me voy a echar atrás a estas alturas. Es peligroso, vale, ¿y qué? Pues nos la jugamos y a ver qué pasa. Y quizá dentro de muchos años tenga una bonita historia que contarles a mis nietos.
—Entonces, quisiera pedirle un favor.
—¿Qué favor?
—¿Puede levantar la piedra?
—Claro.
—Ahora pesa mucho más que antes.
—No soy Arnold Schwarzenegger, pero tengo los brazos más fuertes de lo que parece. Cuando estaba en el Ejército de Autodefensa quedé semifinalista en los campeonatos de pulso de mi unidad. Y ahora que tú me has arreglado la espalda, ¡no te cuento!
Hoshino se puso en pie, agarró la piedra con ambas manos, intentó levantarla. Pero la piedra no se movió ni un centímetro.
—¡Joder! ¡Pues sí que pesa la condenada! —dijo el joven con un suspiro—. Ayer la traje sin problemas. Pero ahora parece que esté clavada en el suelo.
—Sí. Es una entrada muy importante. Es lógico que no pueda moverse así como así. Sería un problema que cualquiera pudiera abrirla sin más.
—Sí, ya.
En aquel instante rasgaron el cielo infinitos fucilazos, uno tras otro. La posterior cadena de truenos hizo temblar la tierra hasta el centro mismo. «¡Jo! Parece que hayan levantado la tapa del infierno», pensó el joven Hoshino. Al final cayó un rayo muy cerca de allí, y luego se hizo el silencio. Un silencio denso, sofocante. El aire húmedo que se estancaba pesadamente en la habitación parecía cargado de recelos e intrigas. Era como si incontables orejas, de diversos tamaños flotaran a su alrededor, inmóviles, espiándolos. Rodeados de tinieblas en pleno día, los dos permanecían helados, mudos. De pronto, como si se acordara de repente, sobrevino una ráfaga de viento que lanzó de nuevo grandes goterones de lluvia contra la ventana, y luego los truenos volvieron a retumbar de nuevo, aunque sin la violencia de antes. El corazón de la tormenta se estaba alejando de la ciudad.
El joven Hoshino alzó la cabeza, barrió la habitación con la mirada. La estancia mostraba una indiferencia extraña, las cuatro paredes parecían más inexpresivas todavía que antes. Un Marlboro que aún conservaba su forma, se había ido consumiendo en el cenicero, convirtiéndose en ceniza. El joven tragó saliva, ahuyentó aquel pesado silencio de sus oídos.
—¡Eh! Nakata.
—¿Qué sucede, señor Hoshino?
—Siento como si hubiera tenido una pesadilla.
—Sí. Pero, suponiendo que se haya tratado de una pesadilla, los dos hemos tenido la misma.
—Claro —dijo el joven Hoshino. Y se rascó el lóbulo de la oreja con aire resignado—. Sí, claro.
El joven volvió a ponerse en pie con la intención de levantar la piedra. Respiró hondo, retuvo el aire, hizo acopio de todas sus fuerzas, las concentró en los brazos, y levantó la piedra mientras se le escapaba un gruñido de entre los labios. Había logrado moverla unos centímetros.
—La ha movido un poco —dijo Nakata.
—Al menos ya sabemos que no está clavada en el suelo. Pero no basta con moverla un poco, digo yo.
—No. Tiene que darle la vuelta.
—Vamos, como si fuera una tortilla.
—Exactamente —asintió Nakata—. La tortilla es uno de los platos favoritos de Nakata.
—¡Pues mira qué bien! ¿Sabes que en el infierno también hay tortillas? Voy a intentarlo otra vez. Y esta vez podré con ella.
El joven Hoshino cerró los ojos, concentró la fuerza de todo su cuerpo en un solo punto. «¡Ahora o nunca!», se dijo. Esa vez sería la decisiva: Si fracasaba, ya podía dejarlo correr.
Puso las manos sobre la piedra, buscó con extrema atención un asidero, fijó las manos en él, acompasó la respiración. Primero respiró hondo y, mientras sonaba el silbido del aire que salía del fondo de su estómago, levantó la piedra de golpe. La alzó hasta formar ángulo de cuarenta y cinco grados. Se hallaba al límite de sus fuerzas. Logró, sin embargo, mantenerla en esa posición. Al expulsar aire, con la piedra bien sujeta, su cuerpo crujió dolorosamente, como si sus huesos, sus músculos, sus nervios soltaran alaridos, pero justo entonces no podía rendirse. Volvió a tomar una gran bocanada de aire y lanzó un grito de guerra. Pero el grito no llegó a sus oídos. Ni siquiera logró entender lo que él mismo estaba diciendo. Todavía con los ojos cerrados, sacó fuerzas de su flaqueza, de un lugar que en principio no debía de existir en su interior. La falta de oxígeno en su cerebro hizo que todo se volviese blanco. Uno tras otro, sus nervios se fueron soltando con un chasquido, como cuando saltan los fusibles. No veía nada. No oía nada. No podía pensar en nada. Le faltaba el aire. Pero, a pesar de todo, el joven Hoshino pudo mantener levantada la piedra, aunque a duras penas, hasta que al fin la volcó al tiempo que exhalaba otro grito. En cierto momento, la piedra perdió de repente su punto de apoyo, se derrumbó del lado contrario y cayó por su propio peso. Al caer a plomo, con estrépito, una fuerte sacudida hizo temblar la habitación. Parecía que el edificio entero se hubiera estremecido de arriba abajo.