Kafka en la orilla (68 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico

BOOK: Kafka en la orilla
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—Ya lo sé —replica el joven llamado Cuervo con sequedad.

—Nunca había experimentado un sentimiento igual. Es la cosa que mayor sentido tiene para mí en estos momentos —aclaro.

—Por supuesto —dice el joven llamado Cuervo—. Eso no hace falta ni que lo digas. Claro que es algo que tiene sentido. Por eso has llegado hasta aquí, ¿no?

—Sí, pero ¿sabes? Todavía no lo entiendo. Me siento desconcertado. Dices que mi madre me quería. Que me quería mucho. Y yo quiero creerte. Pero, si eso es verdad, entonces no lo entiendo de ninguna de las maneras. ¿Por qué querer mucho a alguien tiene que ser lo mismo que herirlo profundamente? Porque, si eso resultara ser así, ¿qué sentido tendría amar profundamente a alguien? ¿Por qué diablos tiene que suceder esto?

Espero la respuesta. Permanezco largo tiempo con la boca cerrada. Pero no hay respuesta.

Me doy la vuelta. Pero el joven llamado Cuervo ya no está. Sobre mi cabeza se oye un seco batir de alas.

Me siento completamente perdido.

Poco después aparecen los dos soldados.

Visten el traje militar de combate de la antigua infantería del Ejército Imperial. El uniforme de verano, de manga corta. Llevan polainas, una mochila a la espalda. En la cabeza, en vez de casco, una gorra con visera, sus rostros aparecen tiznados de negro. Los dos soldados son jóvenes. Uno es alto, delgado, lleva gafas redondas de montura metálica. El otro es bajo, ancho de espaldas, de constitución robusta. Están sentados, uno al lado del otro, sobre una roca plana. No están en postura de combate. Han dejado los fusiles de infantería del 38 apoyados en la roca, a sus pies. El alto sostiene una hierba en la comisura de los labios con aire de aburrido. Están ahí con toda naturalidad, como si eso fuera lo más normal del mundo. Observan plácidamente cómo me acerco, sin asomo de duda.

Se encuentran en un claro del bosque, pequeño y llano. Parece el descansillo de una escalera.

—¡Eh! —grita el soldado alto con voz alegre.

—¡Hola! —saluda el soldado fornido, haciendo una pequeña mueca.

—¡Hola! —digo a mi vez devolviéndoles el saludo. Quizá debería haberme sorprendido al verlos. Pero no he experimentado la menor sorpresa. Tampoco me ha extrañado. Es una cosa que puede ocurrir perfectamente.

—Te estábamos esperando —dice el alto.

—¿A mí? —pregunto.

—Pues claro —responde—. De momento eres el único que puede aparecer por aquí.

—Hace mucho que esperamos —dice el robusto.

—Bueno, tampoco es que el tiempo importe gran cosa —añade el soldado alto—. Pero, sí. Has tardado más de lo que creíamos.

—Vosotros sois los dos soldados que desaparecieron hace ya mucho tiempo por estas montañas, ¿verdad? Durante unas maniobras —pregunto.

El soldado fornido asiente.

—Exacto.

—Por lo visto, os buscaron mucho —digo.

—Sí, ya —dice el fornido—. Ya sabemos que todos nos estuvieron buscando. Nosotros sabemos todo lo que ocurre en este bosque. Pero, por más que nos busquen, a nosotros no hay quien nos encuentre.

—A decir verdad, no es que nos perdiéramos —confiesa el alto en voz baja—. Nosotros, más bien, nos fugamos.

—Bueno, más que fugarnos, sería más exacto decir que encontramos este claro por casualidad y que decidimos quedarnos aquí —añade el fornido—. Pero, no. No nos perdimos.

—Este lugar no lo puede encontrar cualquiera —dice el soldado alto—. Pero nosotros sí pudimos. Tú también has podido. Y, al menos por lo que a nosotros respecta, fue una gran suerte.

—Porque, de lo contrario, por el hecho de ser soldados, nos hubieran llevado al extranjero —dice el fornido—. Y hubiésemos tenido que matar a otra gente, o ellos nos hubiesen matado a nosotros. Nosotros no queríamos ir allí. Yo era campesino, él era un estudiante recién licenciado en la universidad. Ni él ni yo queríamos matar a nadie. Y menos aún que nos mataran a nosotros. Lógico, ¿no?

—¿Y tú? ¿Quieres matar a alguien o que te maten a ti? —me pregunta el alto.

Sacudo la cabeza. No, no quiero matar a nadie. Ni quiero que me maten a mí.

—A todo el mundo le pasa lo mismo —dice el alto—. Bueno, a casi todo el mundo. Pero si dices que no quieres ir a la guerra, el Estado no te responde con amabilidad: «¡Ah! ¿Así que no quieres ir a la guerra? Muy bien, de acuerdo. No hace falta que vayas». No, en absoluto. Y no puedes escaparte. En Japón no hay ningún lugar adonde puedas huir. Vayas a donde vayas dan contigo enseguida. Son unas islas pequeñas, ya ves. Así que nos quedamos aquí. Era el único sitio donde podíamos ocultarnos. —Sacude la cabeza y prosigue—: Aquí llevamos desde entonces. Y, tal como tú has dicho, de eso hace
mucho tiempo
. Pero, como yo ya he dicho antes, el tiempo no tiene una gran importancia. Entre ahora y hace mucho tiempo no hay apenas diferencia.

—No hay ninguna diferencia —dice el fornido. Y, con la mano, hace ademán de desechar algo.

—Vosotros sabíais que yo iba a venir, ¿verdad? —pregunto.

—Claro —responde el fornido.

—Nosotros vigilamos constantemente, así que siempre sabemos quién se acerca. Porque nosotros formamos, de algún modo, parte del bosque —dice el otro.

—En resumen, que esto es la entrada —dice el fornido—. Y nosotros dos estamos aquí de guardia.

—Ahora, casualmente, la entrada está abierta —me explica el alto—. Pero no tardará mucho en volver a cerrarse. Así que si quieres entrar, aprovecha y hazlo ahora. No es muy frecuente que la entrada esté abierta.

—Si quieres entrar, nosotros te acompañaremos. El camino es difícil, es necesario un guía —se ofrece el fornido.

—Y, si no entras, puedes volverte por el mismo camino por el que has venido —dice el alto—. Desde aquí no es difícil regresar. No te preocupes. No te costará seguirlo. Y podrás continuar llevando la misma vida que hasta ahora en el mismo mundo. Tú eliges. Entrar o no entrar. Nosotros no te obligamos a nada. Pero, una vez entras dentro, es muy difícil retroceder.

—Llevadme dentro —respondo tras dudar un instante.

—¿Seguro? —me pregunta el fornido.

—Tengo que ver a alguien que hay dentro. Al menos eso creo —contesto.

Sin decir una palabra, los dos se levantan despacio de la roca y cogen sus fusiles. Y, tras intercambiarse una mirada, empiezan a andar delante de mí.

—Te debe de parecer extraño que todavía tengamos que cargar con estos armatostes de hierro tan pesados, ¿verdad? —dice el alto volviéndose hacia mí—. No sirven para nada. Ni siquiera están cargados.

—Son sólo un signo —interviene el fornido sin mirarme—. Un signo de lo que hemos abandonado, de lo que hemos dejado atrás.

—Los símbolos son importantes —dice el alto—. Ya ves. Como da la casualidad de que tenemos fusiles, de que vestimos uniforme, aquí volvemos a desempeñar el papel de centinelas. Es nuestra función. Los símbolos nos conducen a eso.

—¿Tú tienes algo de esto? ¿Algo que pueda convertirse en un signo? —pregunta el fornido.

Sacudo la cabeza.

—No. No llevo nada. Lo único que llevo son recuerdos.

—Vaya —dice el fornido—. Conque recuerdos, ¿eh?

—No importa —dice el alto—. Los recuerdos pueden ser un gran símbolo. Claro que los recuerdos nunca sabes hasta cuándo vas a tenerlos, y tampoco, ya de por sí, lo sólidos que son.

—A ser posible, es mejor algo que tenga forma —dice el fornido—. Es más fácil de entender.

—Como un fusil —dice el alto—. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Kafka Tamura —respondo.

—Kafka Tamura —repiten los dos.

—¡Qué nombre tan raro! —dice el alto.

—¡Y que lo digas! —dice el fornido.

El resto del camino lo recorremos en silencio.

44

Quemaron las tres carpetas que la señora Saeki había confiado a Nakata en el cauce de un río seco que discurría a lo largo de la autopista. El joven Hoshino había comprado bencina para mecheros en una tienda abierta las veinticuatro horas, la esparció en abundancia por encima de las carpetas y le prendió fuego con el encendedor. De pie junto a la hoguera, los dos contemplaron en silencio cómo las llamas iban devorando, hoja tras hoja, los papeles. Apenas había viento. La columna de humo se alzaba recta hacia el cielo y se disipaba, sin un sonido, entre las nubes bajas de color gris que lo cubrían.

—Así que estos papeles que estamos quemando no se deben leer, ¿no es eso? —preguntó Hoshino.

—No, no se deben leer —dijo Nakata—. Nakata ha prometido a la señora Saeki que arderían sin que nadie leyera ni una sola letra. Y Nakata tiene que cumplir la promesa.

—Sí, claro. Es importante cumplir lo que se promete —dijo Hoshino sudando—. Se lo prometas a quien se lo prometas. Sólo que con una trituradora de papel habría sido más cómodo, más rápido, y habríamos tenido la tira de curro menos. Piensa que en cualquier fotocopistería hay trituradoras, de esas grandes de alquiler. Y, encima, resulta barato. No es que me queje, pero eso de ir haciendo fueguecitos en esta temporada… Es que te achicharras, la verdad. En invierno, todavía, pero ¡ahora!

—Lo siento mucho, pero Nakata le prometió a la señora Saeki que
arderían
. Por eso se tenían que quemar.

—¡En fin! Da igual. No hay para tanto. Tampoco es que tenga algo urgente que hacer. Y el calorcito este lo puedo aguantar. Yo, simplemente, ¿cómo te lo diría?, yo sólo estaba haciéndote una sugerencia.

Un gato que pasaba por allí, intrigado al ver a aquellos dos tipos haciendo una hoguera, cosa tan inapropiada en aquella estación, detuvo sus pasos y se los quedó contemplando con profundo interés. Era un gato flaco a rayas de color marrón. Tenía la punta del rabo ligeramente doblada. El gato parecía tener buen carácter y a Nakata se le cruzó por la cabeza la idea de dirigirle la palabra, pero, al recordar que estaba con Hoshino, desistió. Si se encontraba presente alguien más, los gatos no se relajaban. Además, Nakata no estaba seguro de ser tan capaz de mantener como antes una conversación con los gatos. Lo último que quería era soltar algo raro y amedrentarlo. Poco después el gato se hartó, al parecer, de mirar la hoguera se levantó y se fue.

Cuando, por fin, las tres carpetas se hubieron consumido completamente bajo la acción del fuego, Hoshino aplastó con los pies la ceniza y la redujo a polvo. A la que soplara el viento, aquel polvo se iría esparciendo por las inmediaciones. Se acercaba el anochecer y se veía a los cuervos volar hacia sus nidos.

—¡Eh, abuelo! Ahora ya nadie podrá leer los papeles, ¿eh? —dijo Hoshino—. No sé qué debió de haber escrito en ellos, pero ya hemos acabado con todos. Una cosa con forma ha desaparecido de este mundo y ha pasado a incrementar la nada.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Me gustaría preguntarle una cosa.

—Dime.

—¿La nada se incrementa?

Hoshino se quedó desconcertado unos instantes y, luego, reflexionó sobre ello.

—Eso es muy complicado —dijo—. Que si se incrementa la nada, ¿eh? Mira. Volver a la nada significa convertirse en cero. Y si al cero le añades otro cero, pues resulta cero.

—Nakata no lo entiende bien.

—Pues Hoshino tampoco. Además, al pensar en esas cosas me entra dolor de cabeza.

—Entonces dejemos de pensar en ello.

—Aplaudo la idea —dijo el joven—. En fin. Sea como sea, los papeles ya se han quemado. Todas las palabras que había escritas han desaparecido, sin quedar ni una. Han vuelto a la nada. Esto es lo que yo quería decir.

—Sí. Nakata siente un gran alivio.

—¡Bueno! Entonces ya casi hemos acabado lo que nos traíamos entre manos, ¿no es así? —preguntó el joven.

—Sí. Ya casi hemos terminado todo lo que teníamos que hacer. Ahora sólo nos falta cerrar la puerta de entrada.

—Y eso es muy importante, ¿eh?

—Sí. Es algo muy importante. Lo que se ha abierto, es necesario cerrarlo.

—Entonces, vayamos a cerrarla enseguida. Ya se sabe, ¿no? Hacer el bien no admite demora.

—Señor Hoshino.

—¿Sí?

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque aún no ha llegado el momento —dijo Nakata—. Para cerrar la puerta de entrada debemos esperar a que llegue el momento oportuno para cerrarla. Y Nakata, antes, tiene que dormir bien. Nakata tiene ahora mucho sueño.

Hoshino clavó la mirada en el rostro de Nakata.

—¿O sea que vas a pasarte otra vez días y días durmiendo como un bendito?

—Sí. No estoy seguro, pero es muy posible que eso ocurra.

—¿Y no podrías aguantarte un poquitín y acabar lo que tienes que hacer antes de irte a dormir? Porque tú, abuelo, una vez que entras en hibernación, todo se queda parado.

—Señor Hoshino.

—¿Qué?

—Lo siento mucho. Si pudiera, lo haría con muchísimo gusto. Si estuviera en manos de Nakata, primero acabaría el asunto de la puerta de entrada. Pero, por desgracia, Nakata tiene que dormir antes. No puede mantener más tiempo los ojos abiertos.

—Esto debe de ser como si se te acabaran las pilas, ¿no?

—Tal vez. Hemos tardado más de lo que pensaba. Nakata ha llegado al límite de sus fuerzas. ¿Podría usted llevarme a un sitio donde pueda dormir?

—Claro. Cogemos un taxi y nos volvemos enseguida a casa. Allí podrás dormir tanto como quieras.

Nada más sentarse en el taxi, Nakata empezó a dar cabezadas.

—Abuelo, en cuanto lleguemos a casa podrás dormir tanto como quieras. Pero, mientras tanto, aguanta un poquito.

—Señor Hoshino.

—¿Sí?

—Le he ocasionado a usted muchas molestias —dijo Nakata con voz somnolienta.

—Sí, es verdad. A mí también me da esa impresión —admitió el joven—. Pero, si miramos cómo han ido las cosas realmente, fui yo quien tomó la determinación de irse contigo, abuelo. Dicho de otro modo, fui yo quien eligió de forma voluntaria ocuparse de ti. Nadie me lo pidió. Y, al fin y al cabo, sarna con gusto no pica. Así que tú, abuelo, no te preocupes por nada. Puedes estar tranquilo.

—De no haber sido por usted, Nakata se hubiera encontrado completamente perdido.

—Bueno, me alegra haberte servido de algo. Eso está bien.

—Nakata le está muy agradecido.

—Pero ¿sabes, Nakata?

—¿Sí?

—Yo también tengo que darte las gracias a ti.

—¿Ah, sí?

—Nosotros ya llevamos más de diez días yendo juntos de aquí para allá —dijo el joven—. Durante todo este tiempo he faltado al trabajo. Los primeros días avisé a la empresa de que me tomaba un descanso, pero luego ha sido una ausencia injustificada tan grande como un piano. Es posible que ya no pueda volver a trabajar allí. Si me disculpara y me pusiera de rodillas, es posible que olvidaran lo ocurrido. No lo sé. Pero, mira, a mí ya me está bien. No es que quiera fardar, pero soy buen conductor. Y también soy muy trabajador. No creo que me cueste encontrar otro trabajo. Así que, por eso no me preocupo lo más mínimo, y tú tampoco debes preocuparte. ¡En fin! Lo que yo quería decir es que, pues eso, que yo no me arrepiento de nada. Durante estos diez días he tenido experiencias de lo más increíbles. La lluvia de sanguijuelas, el que apareciera el Colonel Sanders y yo pudiera echar aquel polvazo fenomenal con aquel pedazo de tía que estudiaba filosofía en la universidad, lo de que birláramos la piedra de la entrada del santuario. Un montón de cosas raras. Me da la sensación de que en estos diez días me han pasado tantas cosas raras como para llenar toda una vida. Ha sido igual que hacer un viaje de prueba por una montaña rusa de las largas.

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