—¿Yo?
—Sí.
—Sakura —responde ella—. ¿Y tú?
—Kafka Tamura —digo yo.
—Kafka Tamura —repite Sakura—. ¡Qué nombre tan extraño! Es fácil de recordar.
Asiento. No es fácil convertirse en otra persona. Pero sí tomar un nombre distinto.
Al bajar del autocar, ella deposita su maleta en el suelo, se sienta encima, saca una libreta del bolsillo de la pequeña mochila que lleva colgada a la espalda y garabatea algo en una página con un bolígrafo. Arranca la hoja y me la da. En ella hay apuntado lo que parece un número de teléfono.
—Es mi número de móvil —dice ella haciendo una mueca—. De momento voy a alojarme en casa de mi amiga, pero si te apetece ver a alguien, llámame. Podemos comer juntos si quieres. No admito cumplidos. Ya sabes, «aun el encuentro más casual…». Se dice así, ¿no?
—«… está predestinado» —concluyo.
—Eso, eso —dice ella—. ¿Y qué significa?
—La predestinación. Que ni siquiera las cosas más triviales suceden por casualidad.
Ella, sentada sobre la maleta amarilla, aún con la agenda en la mano, reflexiona sobre lo que le he dicho.
—¡Caramba! Algo filosófico sí que es. Quizá no esté mal del todo esa manera de ver las cosas. Claro que eso de la reencarnación suena un poco a
New Age
. En fin, Kafka Tamura, ten presente una cosa. Yo no doy mi número de móvil a cualquiera. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Le doy las gracias. Doblo la hoja con el número y me la meto en un bolsillo de la cazadora. Me lo pienso mejor y me la guardo en la cartera.
—¿Hasta cuándo vas a estar en Takamatsu? —me pregunta Sakura.
Le respondo que aún no lo sé. Según vayan las cosas, cambiaré de planes.
Ella se me queda mirando. Ladea un poco la cabeza como diciendo: «En fin…». Luego se monta en un taxi, me hace un breve gesto de despedida con la mano y desaparece. Vuelvo a quedarme solo. Su nombre es Sakura, mi hermana no se llamaba así. Pero el nombre es algo que puede cambiarse con facilidad. Especialmente cuando te escondes de alguien.
Ya tenía reservada una habitación en un
business hotel
de Takamatsu. Había llamado al YMCA, en Tokio, y allí me lo habían recomendado. Haciendo los trámites a través del YMCA, la habitación te resultaba más barata. Pero la tarifa especial sólo comprendía tres noches. Luego tenías que pagar el precio normal.
Si deseaba ahorrar, también podía dormir en un banco de la estación. No hacía frío en aquella época del año y bastaría con extender el saco de dormir que llevaba preparado y dormir en cualquier parque. Sin embargo, si la policía me descubría durmiendo en semejante lugar, seguro que me pediría el carnet de identidad. Así que, de momento, reservé habitación para tres noches. Lo que haría después ya lo decidiría llegado el momento.
Entro en el primer lugar que veo, una
udon-ya
[2]
que hay cerca de la estación y me lleno el estómago. Yo he nacido y crecido en Tokio, así que no he comido demasiados
udon
en mi vida. Sin embargo, éstos son diferentes a cualquiera de los que he comido hasta ahora. El caldo, oloroso; la pasta, fresca y compacta. Y sorprendentemente baratos. Los encuentro tan deliciosos que repito. Gracias a ellos, tras muchas horas de hambre, tengo el estómago repleto y me siento feliz. Luego me acomodo en un banco de la plaza de delante de la estación y alzo la vista al cielo azul. «Soy libre», pienso. «Estoy aquí, solo y libre como esas nubes que surcan el cielo».
Hasta el anochecer, decido matar el tiempo en una biblioteca. Había averiguado de antemano qué bibliotecas había en los alrededores de Takamatsu. Desde pequeño, yo siempre he matado las horas en las salas de lectura de las bibliotecas. No son muchos los sitios adonde puede ir un niño pequeño que no quiera volver a su casa. No le está permitido entrar en las cafeterías, tampoco en los cines. Únicamente le quedan las bibliotecas. No hay que pagar entrada y, aunque vaya solo, no le dicen nada. Allí puede sentarse y leer todos los libros que quiera. A la vuelta de la escuela, yo siempre iba en bicicleta a la biblioteca municipal del barrio. Incluso los días festivos solía pasar largas horas allí solo. Cuentos, novelas, biografías, historia: leía todo lo que encontraba. Y, cuando había devorado todos los libros infantiles, pasaba a las estanterías de obras para el público en general y leía los libros para adultos. Incluso los que no entendía los leía hasta la última página. Y cuando me cansaba de leer, me sentaba ante los auriculares y escuchaba música. Carecía por completo de cultura musical, así que iba escuchando por orden todos los discos que había, empezando por la derecha. Y así fue como descubrí la música de Duke Ellington, los Beatles, Led Zeppelin.
La biblioteca era como mi segunda casa. En realidad, es posible que fuera mi verdadero hogar. A fuerza de ir cada día acabé conociendo de vista a todas las bibliotecarias. Ellas sabían mi nombre, me saludaban al verme y me dirigían frases cariñosas (aunque yo muy pocas veces respondía porque soy terriblemente tímido).
En las afueras de Takamatsu había una biblioteca privada fundada sobre el patrimonio bibliográfico de una antigua y adinerada familia. Reunía raras colecciones de libros y, además, el edificio y el jardín eran algo digno de ser visitados. Había visto fotografías de la biblioteca en la revista
Taiyô
. Una enorme y antigua mansión japonesa con una sala de lectura que recordaba a una elegante sala de visitas, y la gente leyendo sentada en confortables sillones. Esta fotografía me impresionó de una manera extraña. Y decidí que la visitaría en cuanto tuviera ocasión. Biblioteca Conmemorativa Kômura. Ése era su nombre.
Me dirijo a la oficina de turismo de la estación y pregunto por la Biblioteca Conmemorativa Kômura. La amable mujer de mediana edad sentada tras el mostrador me alarga un mapa turístico, me señala con una cruz el emplazamiento de la biblioteca y me explica en qué tren tengo que ir. Hasta allí se tarda unos veinte minutos. Le doy las gracias y miro los horarios de la estación. Hay un tren cada veinte minutos. Aún dispongo de un poco de tiempo hasta que llegue el próximo, así que en el quiosco de la estación compro un
bentô
[3]
sencillo para almorzar.
Es un tren pequeño de sólo dos vagones. Circula por unas calles muy transitadas, bordeadas de altos edificios, atraviesa un distrito donde se alternan los pequeños comercios y las viviendas, pasa por delante de fábricas y almacenes. Hay parques, edificios en construcción. Con la cara pegada a la ventana, devoro con los ojos aquel paisaje de una tierra desconocida. Todas las imágenes se reflejan llenas de frescor en mis pupilas. Hasta ese momento apenas conocía otras vistas aparte de las de Tokio. En este tren, que se aleja de la ciudad, no hay un alma a estas horas de la mañana, pero el andén de enfrente está atestado de estudiantes de secundaria y de bachillerato con sus uniformes de verano y las carteras colgando del hombro. Se dirigen a la escuela. Yo no. Yo estoy completamente solo, yo soy el único que va en dirección contraria. Estoy montado en el tren que circula por el otro carril. Algo me sobreviene y me atenaza el corazón. De improviso, siento que me falta el aire. ¿De verdad estoy haciendo lo correcto? Al pensarlo, siento una inseguridad terrible. Decido apartar la vista de ellos.
Tras discurrir momentáneamente a lo largo de la costa, la vía enfila hacia el interior. Hay altos y espesos campos de maíz, hay parras, hay campos de mandarinas aprovechando los declives del terreno. Aquí y allá se ven estanques de riego donde se refleja la luz de la mañana. El agua del río que serpentea rebosa frescura, los descampados están cubiertos de la verde hierba del verano. Hay un perro de pie al borde de la vía que está contemplando el paso del tren. Ante este paisaje, la calidez y el sosiego vuelven a mi corazón. «¡Tranquilo!», me digo a mí mismo tras respirar hondo. El único camino posible es hacia delante.
Salgo de la estación, me dirijo hacia el norte por una vieja avenida. A ambos lados del camino se suceden las cercas de las casas. Es la primera vez en mi vida que veo tantas cercas y de tipos tan distintos. Vallas negras, tapias blancas, muros de piedra con seto en la parte superior. Los alrededores están sumidos en el silencio, no se ve un alma. Apenas me cruzo con algún coche. Respiro hondo. El aire huele ligeramente a mar. La playa debe de estar cerca. Aguzo el oído, pero no oigo el rumor de las olas. A lo lejos debe de haber alguna obra porque suena amortiguada una sierra eléctrica como si fuera el zumbido de una abeja. A lo largo del camino, desde la estación a la biblioteca, se encuentran pequeños postes que indican la dirección con flechas, así que es imposible perderse.
Delante del majestuoso portal de la Biblioteca Kômura hay plantados dos ciruelos de líneas simples y elegantes. Al traspasar el portal me encuentro con un camino de grava serpenteante. Las plantas del jardín están bien cuidadas, no hay una sola hoja caída. Pinos y magnolias, rosas amarillas. Azaleas. Y entre los arbustos, grandes y antiguas lámparas votivas de piedra, y un pequeño estanque. Finalmente llego, al vestíbulo. Decorado con mucho refinamiento. Me quedo de pie ante la puerta abierta, por un instante dudo si cruzarla o no. Es una biblioteca distinta a cualquiera de las bibliotecas que he conocido. Pero, ya que he venido hasta aquí, no me voy a quedar en la puerta. Entro en el vestíbulo y me topo con un mostrador. Tras él hay sentado un joven que guarda los bolsos y los abrigos. Me bajo la mochila del hombro, me quito las gafas de sol y el sombrero.
—¿Es la primera vez que vienes? —me pregunta con voz pausada y tranquila. Más bien aguda, pero de timbre suave, nada desagradable al oído.
Asiento. No me sale la voz. Estoy nervioso. No me esperaba en absoluto que me hicieran esta pregunta.
Con un lápiz recién afilado entre los dedos, el joven se me queda mirando a la cara con profundo interés. Es un lápiz amarillo con una goma de borrar en el otro extremo. El joven tiene un rostro de facciones menudas. Más que guapo sería más exacto calificarlo de hermoso. Lleva una camisa blanca de algodón de manga larga y unos chinos de color verde oliva. Ambos sin una arruga. El pelo lo tiene más bien largo y, cuando baja la cabeza, el flequillo le cae sobre la frente y él se lo echa hacia atrás con la mano de tanto en tanto, como si se acordara de repente. Lleva las mangas de la camisa dobladas hasta el codo y muestra unas muñecas blancas y delgadas. Las gafas son de montura fina y delicada y le sientan bien a sus facciones. Lleva prendida del pecho una pequeña cartulina plastificada donde se lee:
ÔSHIMA
. Es diferente a cualquiera de los bibliotecarios que he conocido.
—La entrada a la biblioteca es libre. Si quieres leer un libro, puedes cogerlo y llevártelo a la sala de lectura. Ahora bien, por lo que respecta a los ejemplares valiosos que llevan un sello rojo, antes de leerlos tienes que rellenar una solicitud. A tu derecha está el archivo. En él encontrarás ficheros de tipo manual y ordenadores. Si los necesitas, puedes utilizarlos libremente. No se efectúa préstamo de libros. No hay ni revistas ni periódicos. Está prohibido hacer fotografías. Está prohibido hacer fotocopias. Si quieres comer o beber algo, puedes hacerlo sentado en un banco del jardín. La biblioteca cierra a las cinco de la tarde. —Luego deposita el lápiz sobre la mesa y añade—: ¿Eres estudiante de bachillerato?
—Sí —respondo tras respirar hondo.
—Esta biblioteca es un poco peculiar —dice—. Está especializada en un tipo concreto de libros. En la obra de los antiguos poetas de
tanka
[4]
y
haiku
.
[5]
Por supuesto también hay libros dirigidos al gran público, pero la mayoría de las personas que vienen desde lejos y que cogen el tren ex profeso para llegar hasta aquí son especialistas que investigan este tipo de literatura. La gente no viene a leer a Stephen King. Y es muy raro que vengan chicos de tu edad. Algún estudiante de posgrado sí aparece de vez en cuando. Por cierto, ¿estás haciendo algún trabajo sobre el
tanka
o el
haiku?
—No —le respondo.
—Lo suponía.
—¿Y yo también puedo entrar? —le pregunto tímidamente temiendo que me traicione la voz.
—Por supuesto —me dice él con una sonrisa aflorándole a los labios. Entonces junta los dedos de ambas manos sobre la mesa—. Esto es una biblioteca y damos la bienvenida a cualquiera que desee leer un libro. Además, no puedo decirlo en voz muy alta, pero a mí tampoco me interesan demasiado los
tanka
y los
haiku
.
—¡Qué edificio tan impresionante! —exclamo yo.
Él asiente.
—Los Kômura han sido grandes productores de sake desde la época de Edo, y el padre del actual señor Kômura fue un bibliógrafo famoso en todo el país por su colección de ejemplares raros. El abuelo era poeta, y muchos hombres de letras que se relacionaban con él se hospedaban aquí cuando venían a Shikoku. Wakayama Bokusui o Ishikawa Takuboku o Shiga Naoya sin ir más lejos. Éste debía de ser un lugar muy acogedor, porque había quien se quedaba largas temporadas. Es una familia que jamás ha reparado en gastos a la hora de apoyar el Arte y las Letras. Suele suceder que las familias de este tipo descuiden los negocios y se arruinen, pero con los Kômura, afortunadamente, no ha sido así. Para ellos, las aficiones son las aficiones, y los negocios, los negocios.
—Debían de ser muy ricos —digo.
—Mucho —dice. Y frunce ligeramente los labios—. Antes de la guerra lo eran mucho más, pero todavía lo son. Por eso pueden mantener una biblioteca tan magnífica como ésta. Claro que también cuenta el hecho de que, creando una fundación, obtienen una reducción de los impuestos hereditarios, pero ése es otro tema. Si te interesa el edificio, hoy se efectuará a partir de las dos una visita guiada. Si quieres, puedes apuntarte. Se hace una vez a la semana, los martes, y hoy, casualmente, es martes. En el primer piso hay una colección de pintura muy difícil de encontrar, y además el edificio tiene por sí mismo un gran valor arquitectónico, así que no perderás nada con visitarlo.
Le doy las gracias.
Él sonríe como diciendo: «No hay de qué». Y vuelve a coger el lápiz y da unos golpecitos en la mesa con la goma de la punta. De una manera muy apacible. Como si me alentara.
—¿Eres el guía?
Ôshima sonríe.