—Yo sólo soy un ayudante. La señora Saeki es la que se encarga de eso, vamos, que es mi jefa. Está emparentada con los Kômura y es ella quien guía a los visitantes por el edificio. Es una persona maravillosa. Seguro que a ti también te gustará.
Entro en la amplia biblioteca de altos techos, doy vueltas alrededor de las estanterías, busco un libro que despierte mi interés. Gruesas y magníficas vigas cruzan el techo. Por la ventana se filtran los rayos de sol de principios de verano. Los cristales están abiertos hacia fuera y, desde el jardín, llegan los trinos de los pájaros. Las estanterías inmediatas a la puerta están, tal como ha dicho Ôshima, atestadas de libros relacionados con el
tanka
y el
haiku
. Compilaciones de
tanka
y compilaciones de
haiku
, ensayos, biografías. También hay muchos libros sobre la historia local.
En las estanterías del fondo se alinean libros de humanidades: obras de la literatura japonesa, obras de la literatura mundial, la obra completa de diversos autores, clásicos, libros de filosofía, teatro, obras generales de arte, sociología, historia, biografías, geografía…
Tomo un libro tras otro, los abro: la mayoría conserva entre sus páginas el olor de épocas pretéritas. Un aroma muy especial a conocimientos profundos y a emociones desatadas que, entre cubierta y cubierta, llevan mucho tiempo sumidos en un apacible sueño. Aspiro el aroma, hojeo algunas páginas y devuelvo los libros a la estantería.
Finalmente elijo uno de los hermosos volúmenes de la versión de Burton de
Las mil y una noches
y me lo llevo a la sala de lectura. Es una obra que deseaba leer desde hacía tiempo. En la sala recién abierta al público no hay nadie aparte de mí. Puedo disfrutar en exclusiva de la elegante estancia. Es como aparecía en la fotografía de la revista. De techo alto, muy amplia, confortable y cálida. A través de las ventanas, abiertas de par en par, penetra la brisa. Las blancas cortinas tiemblan en silencio. Y el viento, efectivamente, huele a mar. Nada que objetar sobre la comodidad de los sillones. En un rincón de la estancia hay un viejo piano de pared y yo me siento como si estuviese de visita en casa de unos buenos amigos.
Sentado en el sofá barro la estancia con la mirada cuando, de improviso, me doy cuenta de que es el lugar que he estado buscando durante largo tiempo. Un hueco en el mundo, un lugar escondido
exactamente como éste
. Pero hasta ahora se trataba sólo de un lugar secreto en mis fantasías. Ni siquiera creía que un lugar así existiera en realidad. Aspiro una bocanada de aire con los ojos cerrados y el aire permanece dentro de mí como una dulce nube. Es una sensación maravillosa. Acaricio despacio con la palma de la mano la cubierta color crema del sofá. Me levanto, me acerco al piano, alzo la tapa, poso suavemente los diez dedos sobre las teclas amarillentas. Bajo la tapa del piano, doy vueltas por encima de la alfombra, estampada con un motivo de racimos de uva. Hago girar la vieja manilla que sirve para abrir y cerrar la ventana. Enciendo la lámpara de pie, la apago. Contemplo, uno tras otro, los cuadros de las paredes, luego vuelvo a sentarme en el sofá y continúo leyendo el libro. Me concentro en la lectura.
A mediodía saco de la mochila la botella de agua mineral y el
bentô
, tomo asiento en la veranda que da al jardín y almuerzo. Muchos pájaros se acercan, pasan de un árbol a otro, descienden alrededor del estanque, beben agua, se asean. Entre ellos hay pájaros que yo no había visto nunca. Aparece un gran gato pardo y los pájaros levantan el vuelo precipitadamente, pero el gato no siente ningún interés por ellos. Lo único que quiere es tenderse al sol sobre el pavimento de piedra.
—¿Hoy no tienes clase? —me pregunta Ôshima cuando dejo de nuevo la mochila antes de entrar en la sala de lectura.
—Sí, tengo. Pero he decidido no asistir durante un tiempo —digo eligiendo las palabras con cuidado.
—Oposición a ir a la escuela —comenta.
—Tal vez.
Ôshima me lanza una mirada llena de interés.
—¿Tal vez?
—No es que me oponga a ir, sólo que he decidido no ir —digo.
—¿O sea, que has dejado de ir a la escuela así, por las buenas, voluntariamente?
Me limito a asentir. No se me ocurre qué respuesta dar.
—Según la historia de Aristófanes que sale en
El banquete de Platón
, en el mundo mítico de la Antigüedad había tres clases de seres humanos —dice Ôshima—. ¿Lo sabías?
—No —respondo.
—El mundo antiguo no estaba compuesto por hombres y mujeres sino por hombres-hombres, hombres-mujeres y mujeres-mujeres. Es decir, que un ser humano comprendía dos personas de ahora. Y así vivían todos satisfechos y felices. Sin embargo, los dioses los partieron a todos con un cuchillo por la mitad. De un corte limpio. Como resultado, el mundo se dividió en hombres y mujeres, y desde entonces los seres humanos van corriendo desesperados de un lado para otro buscando la mitad que les falta.
—¿Y por qué hicieron los dioses eso?
—¿Partir los seres humanos en dos? Pues vete a saber. Los actos de los dioses nunca son fáciles de comprender. Los dioses son irascibles y tienden a ser, ¿cómo te diría?, excesivamente idealistas. Puestos a suponer, tal vez se tratase de algún castigo. Como la expulsión de Adán y Eva del Paraíso que sale en la Biblia.
—El pecado original —digo.
—Exacto. El pecado original —dice Ôshima. Y hace oscilar el largo lápiz entre los dedos índice y corazón como si fuera una balanza—. En definitiva, lo que quería decirte es lo siguiente: para un ser humano es muy duro vivir solo.
Vuelvo a la sala de lectura y sigo con la historia de Abu-al-Hassan, el truhán. Sin embargo, no logro concentrarme en la lectura. ¿Hombres-hombres, hombres-mujeres y mujeres-mujeres?
Cuando las agujas del reloj señalan las dos, dejo el libro, me levanto del sofá y me sumo a la visita guiada. La señora Saeki, la encargada de realizarla, es una mujer delgada que debe de tener unos cuarenta y cinco años. Alta para su generación. Lleva un vestido azul de manga corta y una chaqueta fina de color crema sobre los hombros. Muy elegante. El pelo largo y recogido en una cola floja. Cara refinada e inteligente. Ojos bonitos. Y una pálida sonrisa flotando en los labios como una sombra. No puedo expresarlo bien, pero su sonrisa raya en la perfección. Me recuerda un pequeño rincón soleado. Un rincón de especiales contornos que sólo puede nacer en un lugar donde haya cierto tipo de recogimiento. En el jardín de la casa de Nogata
[6]
donde yo vivía existía un lugar de estas características, con un rincón soleado de estas características. Y a mí, desde niño, me había gustado ese rincón.
La señora Saeki me produce una impresión fuerte y a la vez nostálgica. «Ojalá fuese mi madre», pienso. Cada vez que veo a una mujer de mediana edad hermosa (o simpática) pienso lo mismo. Que ojalá fuese mi madre. No hace falta decir que las posibilidades de que la señora Saeki sea mi madre son casi nulas. Sin embargo, teóricamente hablando, una remota posibilidad sí la hay. Porque no conozco la cara de mi madre, ni siquiera sé cómo se llama. O sea, que no hay ninguna razón para que
no pueda
serlo.
Aparte de mí, sólo participa en el recorrido un matrimonio de mediana edad de Osaka. La esposa es una mujer regordeta con gafas de gruesos cristales. El marido, un hombre delgado con una cabellera hirsuta que parece haber domado con un cepillo de púas. De ojos rasgados y frente ancha, recuerda a una de las estatuas de la isla de Pascua con la vista perdida siempre en el horizonte. La esposa lleva la voz cantante y el marido se limita a asentir. Además, hace movimientos afirmativos con la cabeza, muestra admiración y, de vez en cuando, farfulla algunas palabras entrecortadas difíciles de entender. La ropa de ambos es más adecuada para ir a la montaña que para visitar una biblioteca. Llevan un chaleco impermeable lleno de bolsillos, unos fuertes zapatones y gorra de alpinista. Quizá vayan ataviados de esta guisa cada vez que salen de viaje. No parecen mala gente. No llego a pensar que ojalá fueran mis padres, pero me siento aliviado al ver que no soy el único integrante de la visita.
Al principio, la señora Saeki explica los detalles de la creación de la Biblioteca Conmemorativa Kômura. Viene a decir lo mismo que me había contado Ôshima. Cómo abrió sus puertas la biblioteca para exponer al público los libros, documentos y cuadros coleccionados por la familia Kômura durante generaciones, con la finalidad de contribuir al desarrollo de la cultura local. Cómo se creó una fundación financiada con el patrimonio familiar para que administrase la biblioteca. Y cómo se organizaban puntualmente actos culturales que podían ser conferencias o conciertos de música de cámara. El edificio databa de principios de la era
Meiji
[7]
y fue levantado como pabellón anexo al edificio principal para que efectuase las funciones de biblioteca y de residencia de invitados. En la era
Taishô
,
[8]
sufrió unas obras de remodelación de gran envergadura, se convirtió en un edificio de dos plantas. Fue asimismo en aquella época cuando se construyeron unas magníficas habitaciones para los insignes huéspedes que se alojaban en la casa de finales de Taishô a principios de
Shôwa
,
[9]
numerosos artistas y literatos visitaron a la familia Kômura y todos dejaron algún legado de su paso por la mansión. Los poetas dejaron sus poesías; los poetas de
haiku
, sus
haiku
; los literatos, sus escritos; los pintores, sus cuadros como agradecimiento por la hospitalidad de los Kômura.
—Podrán ustedes contemplar una selección del valioso patrimonio cultural de la familia Kômura en la sala de exposiciones de la primera planta —dice la señora Saeki—. Como verán ustedes, la tarea de mantener rica y floreciente la vida cultural de la región recayó más en manos de estos ricos aficionados, como la familia Kômura, que en las de las autoridades locales. Ellos fueron mecenas de las Artes y las Letras. La prefectura de Kagawa ha dado un gran número de poetas de
tanka
y
haiku
, y lo cierto es que el ímprobo esfuerzo realizado, generación tras generación, por la familia Kômura en la creación y mantenimiento de un círculo artístico de primera magnitud en la región ha contribuido en gran medida a ello. Sobre la creación de este interesante círculo cultural y su evolución se han publicado numerosos trabajos, ensayos y memorias que ustedes podrán consultar, si así lo desean, en la sala de lectura.
»Los sucesivos patriarcas de la familia Kômura han tenido profundos conocimientos sobre las Artes y las Letras y, asimismo, han gozado de una aguda intuición para distinguir el verdadero arte de las imitaciones. Es una característica que podría llamarse genética. Siempre han sido capaces de reconocer al auténtico artista, y únicamente a él le han ofrecido atención y soporte para ayudarlo a colmar sus más altas aspiraciones. Sin embargo, como ustedes sabrán, en este mundo no existe un ojo clínico infalible. Y, desafortunadamente, también ha habido excelentes artistas que no pudieron ganarse el favor de los Kômura. Uno de ellos fue el poeta de
haiku
Taneda Santôka, cuya obra fue despreciada. Según el registro de huéspedes, Santôka se alojó aquí en diversas ocasiones y, en cada una de ellas, dejó un poema como agradecimiento. Sin embargo, el patriarca de la familia lo consideraba un «farsante pedigüeño» y lo ignoró deshaciéndose de la mayoría de sus obras.
—¡Oh! ¡Qué lástima! —dijo la señora de Osaka con acento desolado—. y pensar que ahora valdrían un dineral.
—En efecto —admitió la señora Saeki con una sonrisa—. Pero, en aquella época, Santôka era un completo desconocido. Y era fácil equivocarse. Hay cosas que sólo se saben retrospectivamente.
—En efecto. En efecto —asintió el marido.
A continuación, la señora Saeki nos mostró la planta baja. Las estanterías de libros, la sala de lectura, la estancia donde se hallaban expuestos los ejemplares valiosos.
—A la hora de construir esta biblioteca, el patriarca de la época decidió evitar el elegante estilo
sukiya
característico de los artistas de Kioto y optó por levantar un edificio parecido, más bien, a una rústica villa campestre. Sin embargo, podrán ustedes observar cómo, en contraste con el marco de líneas rectas del edificio, los muebles, las puertas y la decoración muestran un gran lujo y sofisticación. La elegancia de los dinteles, por ejemplo, no tiene parangón. Dicen que para construirlos se reunió a los más ilustres maestros artesanos del Shikoku de la época.
Luego subimos todos a la primera planta. La escalera es de techo alzado. La barandilla es de ébano, tan pulida y brillante que da la sensación de que, al tocarla, las huellas de los dedos van a quedar estampadas en ella. En la ventana de enfrente del descansillo hay una vidriera. Representa a un ciervo que, estirando el cuello, está comiendo uvas. En la primera planta hay dos habitaciones para invitados y una sala amplia. Antiguamente, el suelo de la sala debía de estar cubierto de tatami y, en ella, debían de poder celebrarse reuniones y banquetes. Ahora el suelo está recubierto de parquet y, de las paredes, cuelgan rollos de pintura japonesa. En el centro de la sala hay un expositor de cristal donde se alinean recuerdos y objetos históricos. Una de las habitaciones es de estilo occidental y la otra de estilo japonés. En la occidental hay un gran escritorio y una silla giratoria, y da la sensación de que todavía hay alguien sentado en ella escribiendo. Entre la hilera de pinos al otro lado de la ventana que se encuentra detrás del escritorio se vislumbra la línea azul del mar.
Folleto en mano, el matrimonio de Osaka va mirando, uno tras otro, los objetos expuestos en la sala. Cada vez que la esposa hace un comentario, el marido asiente como si la alentara. Al parecer, no existe la menor discrepancia entre ambos. A mí no me interesan tanto los objetos expuestos, así que voy mirando los detalles arquitectónicos del edificio. Me encuentro inspeccionando la habitación de estilo occidental, cuando se me acerca la señora Saeki.
—Si quieres, puedes sentarte en esa silla —me dice la señora Saeki—. En ella se sentaron Shiga Naoya y Tanizaki Jun'ichirô. Claro que no es exactamente la misma que en aquella época.
Me siento en la silla giratoria. Coloco en silencio las manos sobre la mesa.