—O sea, que ahora estás buscando uno.
—Sí, en efecto. Ahora estoy buscando a una gata de un año a rayas blancas, negras y marrones que se llama Goma. Aquí tengo una fotografía. —Nakata sacó una copia en color de la bolsa de lona que llevaba colgada al hombro y se la enseñó a Ôtsuka—. Es esta gata. Lleva un collar anti pulgas de color marrón.
Ôtsuka miró la fotografía alargando el cuello. Sacudió la cabeza.
—Pues no la he visto nunca. Y mira que me conozco a todos los gatos de la zona. A ésa ni la he visto… ni he oído hablar de ella.
—¿Ah, no?
—¿Y llevas mucho tiempo buscándola?
—Pues hoy hará… uno, dos, tres… Sí, hoy es el tercer día.
Ôtsuka se quedó pensativo durante unos instantes.
—Supongo que tú ya debes de saberlo, pero los gatos son animales de costumbres. Por lo regular siguen unas pautas de comportamiento muy estrictas y, a no ser que suceda algo extraordinario, odian cambiarlas. Y por algo extraordinario entiendo el deseo sexual o algún accidente. Sí, siempre se trata de una de estas dos cosas.
—Sí, Nakata opina más o menos lo mismo que usted.
—Si se trata de deseo sexual, dentro de un tiempo se apaciguará y volverá a casa. ¿Entiendes a lo que me refiero con deseo sexual?
—Sí. Carezco de experiencia, pero puedo entender, más o menos, de qué se trata. Está en el pene.
—Sí. Cosas del pene. —Ôtsuka asintió con cara de resignación—. Pero si se trata de un accidente, es difícil que vuelva.
—Sí, en efecto.
—También existe la posibilidad de que, arrastrada por el deseo sexual, haya ido a parar lejos y que ahora no sepa volver.
—Lo cierto es que a Nakata, una vez que salió del distrito de Nakano, le sucedió lo mismo.
—A mí también me ha pasado varias veces. Claro que entonces era mucho más joven —dijo Ôtsuka entornando los ojos como si hurgara en sus recuerdos—. Cuando te das cuenta de que te has perdido, te entra el pánico. Lo ves todo negro. Dejas de saber qué es qué. Es horrible. Eso del deseo sexual es algo muy problemático. Pero en esos momentos no se puede pensar en otra cosa. Ni siquiera en lo que vendrá a continuación. El deseo sexual es eso. Por lo tanto, a esa tal, ¿cómo se llamaba?, la gata esa, la extraviada…
—¿Goma?
—Exacto. A esa tal Goma incluso a mí me gustaría encontrarla y echarle una mano. Una gatita de un año acostumbrada a los mimos de una familia no sabe nada del mundo. No pelearse, ni buscarse la comida por sí sola. Pobre bicho. Pero, por desgracia, no la he visto. Es mejor que busques en otra parte.
—Sí, tiene razón. Es mejor que me dirija a otro lugar. Y siento mucho haberle molestado a usted a la hora del almuerzo. Creo que volveré a pasar por aquí, así que, si viera a Goma, no deje de avisar a Nakata. Quizá sea una descortesía por mi parte decirlo, pero yo le compensaría a usted dentro de mis posibilidades.
—¡Bah! Me ha gustado charlar contigo. Vuelve un día de estos a esta hora, si hace buen tiempo, suelo estar en el descampado. Y si llueve, en el santuario sintoísta que se encuentra bajando las escaleras.
—De acuerdo. Muchas gracias. A Nakata también le ha gustado hablar con usted. Por mucho que pueda hablar con los señores gatos no es que llegue a entenderme con cualquiera. Los hay que en cuanto me oyen hablar se ponen en guardia, se callan y se van. Aunque no haya hecho más que saludarlos.
—Evidente. Igual que uno se encuentra de todo entre los hombres, pues entre los gatos lo mismo.
—En efecto. Nakata también opina lo mismo. En este mundo hay muchos tipos distintos de hombres y muchos tipos distintos de señores gatos.
Ôtsuka alargó la espalda y alzó la vista hacia el cielo. El sol vertía la luz dorada de la tarde sobre el descampado. Sin embargo, la presencia de lluvia flotaba sobre el lugar. Y Ôtsuka podía percibirla.
—Vamos, que a ti de pequeño te pasó algo y te volviste idiota. Eso es lo que me has contado, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Eso le he dicho. Nakata tuvo un percance a los nueve años.
—¿Qué tipo de percance?
—No logro acordarme de ninguna de las maneras. Por lo visto tuve una fiebre muy alta de causa desconocida y permanecí inconsciente tres semanas. Durante todo ese tiempo hube de guardar cama en un hospital con el gota a gota. Y, cuando al fin recobré el conocimiento, lo había olvidado todo: la cara de mi padre, la cara de mi madre, leer, hacer cuentas, la disposición de la casa donde vivía, incluso mi propio nombre. Lo había olvidado todo. Mi cabeza se había vaciado por completo, igual que una bañera cuando le quitas el tapón. Antes de aquel percance, Nakata sacaba siempre muy buenas notas. Sin embargo, cuando abrió los ojos aquel día, Nakata se había convertido en un idiota. Mi madre ya hace mucho que ha muerto, pero solía llorar a causa de ello. Mi madre tenía que llorar porque Nakata se había vuelto idiota. Y mi padre no lloraba, pero siempre estaba enfadado.
—Pero a cambio, aprendiste a hablar con los gatos.
—En efecto.
—¡Hum!
—Además tengo muy buena salud, no he estado jamás enfermo. No tengo caries, no necesito gafas.
—Pues, tal y como yo lo veo, tú no eres idiota.
—¿Usted cree? —dijo Nakata ladeando la cabeza—. Mire usted, señor Ôtsuka. Ya hace tiempo que he sobrepasado los sesenta. Y, cuando uno pasa de los sesenta, por muy idiota que sea ya se ha acostumbrado a que todo el mundo lo ignore. Puede vivir aunque no pueda coger un tren. Mi padre ya ha muerto, así que ha dejado de pegarme. Mi madre ya ha muerto, así que ha dejado de llorar. O sea, que si a Nakata le dicen ahora que no es idiota, lo pondrán más bien en un aprieto. Si dejara de ser idiota, el gobernador probablemente dejaría de darme el subsidio y probablemente dejaría de poder coger el autobús urbano con el pase especial. Si el gobernador me riñera diciendo: «Vaya! Así que resulta que no eres idiota», Nakata no sabría qué responderle. O sea, que a Nakata le da la impresión de que es mejor continuar siendo idiota.
—Lo que yo quería decir es que tu problema no es que seas idiota —dijo Ôtsuka con expresión seria.
—¿Usted cree?
—Tu problema, o al menos eso me parece a mí, es que tienes muy poca impronta. Lo vengo pensando todo el rato: la sombra que proyectas en el suelo es la mitad de oscura que la de las personas normales.
—Sí.
—En una ocasión me encontré con una persona a la que le sucedía lo mismo.
Nakata abrió un poco la boca y clavó la mirada en el rostro de Ôtsuka.
—¿Se refiere a que usted vio, en definitiva, a una persona parecida a Nakata?
—Si. Por eso, cuando me has dirigido la palabra, tampoco me he sorprendido
—¿Y cuándo sucedió eso?
—Hace mucho tiempo, entonces yo aún era joven. Pero no logro recordar nada. Ni su rostro, ni su nombre, ni el lugar, ni el momento. Tal como te he dicho antes, los gatos carecemos de ese tipo de memoria.
—Sí.
—Y la mitad de la sombra de esa persona parecía que se hubiera esfumado. Era tan pálida como la tuya.
—Sí.
—Yo creo que, en vez de buscar gatos extraviados, lo que tengo que hacer es dedicarte a buscar la mitad de la sombra que te falta.
Nakata tiró varias veces de la visera de la gorra que tenía en mano.
—A decir verdad, Nakata ya lo sospechaba. Que tenía muy poca sombra. Aunque los demás no se den cuenta, uno sabe estas cosas.
—Entonces, perfecto —dijo el gato.
—Sin embargo, tal como le he contado antes, Nakata ya tiene cierta edad y, dentro de un tiempo, morirá. Mi madre ya ha muerto, mi padre también ha muerto. Y, seamos inteligentes o tontos, sepamos escribir o no, tengamos una sombra como es debido o no la tengamos, cuando nos llega el momento, nos vamos muriendo, uno detrás de otro. Y moriré y me incinerarán. Me convertiré en cenizas y me meterán en una tumba de un lugar llamado Karasuyama. Se encuentra en el distrito Setagaya. Y, una vez esté dentro de la tumba de Karasuyama, tal vez piense más. Y si no pienso, no dudaré más. Así pues, ¿por qué no pudo continuar como hasta ahora? Además, Nakata no querría alejarse del distrito de Nakano mientras viva. Claro que, una vez muerto, no le quedará más remedio que ir a Karasuyama.
—La decisión es tuya, sea cual sea —dijo Ôtsuka. Luego estuvo lamiéndose durante unos instantes las almohadillas de las patas—. Pero ¿no sería mejor que pensaras un poco en tu sombra? Quizás ella se sienta incómoda. Si yo fuera sombra, no me gustaría conformarme con ser sólo la mitad.
—No había caído en eso. Cuando llegue a casa, lo pensaré con calma.
—Sí, hazlo.
Ambos permanecieron en silencio un rato. Luego, Nakata se levantó despacio y se sacudió cuidadosamente las briznas de hierba que se le habían adherido a los pantalones. Volvió a calarse la raída gorra de alpinista. Se la ajustó varias veces hasta conseguir que la visera estuviera en el ángulo de siempre. Se colgó al hombro la bolsa de lona.
—Muchísimas gracias. Su opinión es algo muy valioso para Nakata. Espero que siga usted bien.
—Lo mismo digo.
Cuando Nakata desapareció, Ôtsuka volvió a tenderse en la hierba y cerró los ojos. Aún habría de transcurrir cierto tiempo hasta que aparecieran las nubes y empezara a llover. Y luego, sin pensar en nada, se sumió de inmediato en un breve sueño.
A las siete y cuarto desayuno huevos con jamón, tostadas y leche caliente en el comedor que se halla cerca del vestíbulo. Lo mires como lo mires, el desayuno que incluye la tarifa del
business hotel
es escaso. Lo engulles en un instante y apenas tienes la sensación de haber comido. Lanzo una mirada a mí alrededor. Pero no hay indicios de que vayan a traerme más tostadas. Lanzo un suspiro.
—¡Qué le vamos a hacer! —me dice el joven llamado Cuervo.
A la que me doy cuenta, está sentado al otro lado de la mesa.
—Ya no te encuentras en situación de comer lo que quieras ni la cantidad que quieras. Te has escapado de casa. A ver si te lo metes en la cabeza. Hasta ahora te levantabas temprano y tomabas un desayuno abundante. Pero, a partir de hoy, ya no será así. Tendrás que conformarte con lo que te den. Ya habrás oído decir que el estómago varía de tamaño según la cantidad de alimentos que ingiera, ¿no? Pues ahora podrás comprobar en tu propia carne si eso es cierto. Pronto se te achicará el estómago. Pero tardará un tiempo. ¿Podrás soportarlo?
—Podré —respondo.
—Así debe ser —dijo el joven llamado Cuervo—. Porque tú eres el joven de quince años más fuerte del mundo, ¿no es así?
Asiento.
—Pues entonces no te quedes contemplando indefinidamente el plato vacío. Haz otra cosa.
Tal como me indica, me levanto y hago otra cosa.
Me dirijo a recepción a negociar las condiciones del alojamiento. Resulta que estudio en un instituto privado de Tokio y tengo que redactar el trabajo de fin de curso (en la escuela a la que iba así estaba estipulado en efecto) y he venido a la Biblioteca Conmemorativa Kômura a consultar unos documentos sobre la especialidad. Como la cantidad de material que hay es mayor de lo que esperaba, tendré que permanecer una semana entera en Takamatsu. Pero cuento con un presupuesto limitado. ¿Sería posible hacer extensible a toda una semana la tarifa reducida de tres días conseguida a través del YMCA? Yo pagaría cada día por adelantado el precio del alojamiento y no les ocasionaría molestia alguna.
Pinto en mi rostro de niño bien una expresión azorada, me dirijo a la joven que hace turno de mañana y le explico la situación de manera concisa. No llevo el pelo teñido, ni
pearcings
. Visto un pulcro polo blanco de Ralph Lauren, unos chinos color crema, también de Ralph Lauren, por supuesto, y unas zapatillas de deporte nuevas de diseño. Tengo los dientes blancos, huelo a champú y a jabón. Incluso sé hablar en honorífico. Todo esto causa muy buena impresión a las personas de más edad que yo.
La recepcionista escucha mis explicaciones en silencio, frunce ligeramente los labios, asiente. Es una joven de baja estatura, encima de la camisa blanca lleva la chaqueta verde del uniforme y, pese a parecer algo adormilada, desempeña los trámites administrativos con eficacia. Debe de tener la misma edad que mi hermana.
—Me hago cargo de la situación, pero he de consultárselo a mi jefe. Lo siento, no podré responderle antes de mediodía —me dice con aire burocrático, aunque es evidente que simpatiza con mi causa. Apunta mi nombre y mi número de habitación. No sé si la negociación tendrá éxito. Tal vez surta el efecto contrario… Quizá me pidan el carnet escolar. Quizá deseen ponerse en contacto con mi casa (por supuesto, en el registro apunté el primer número de teléfono que me vino a la cabeza). Pero vale la pena correr el riesgo. Porque el dinero que llevo conmigo no durará siempre.
En las páginas amarillas que hay en el vestíbulo busco el número de teléfono del gimnasio municipal y les pregunto con qué aparatos cuentan. Tienen casi todos los que necesito. La tarifa es de seiscientos yenes. Pregunto dónde está, me explican cómo llegar desde la estación, doy las gracias y cuelgo.
Vuelvo a mi habitación, me cargo la mochila a la espalda, salgo. También podría dejar el equipaje en el hotel. Podría meter el dinero en el depósito de seguridad del banco. Posiblemente esté más seguro allí. Pero, siempre que pueda, deseo llevar mis cosas encima. Ya han pasado a formar parte de mí.
Cojo el autobús en la terminal que hay frente a la estación y me dirijo al gimnasio. Estoy nervioso, por supuesto. Me doy cuenta de aquellas horas, yendo solo al gimnasio un día laborable podría parecerle sospechoso a alguien. Pero me encuentro en una ciudad desconocida y no tengo ni la más remota idea de lo que debe de pensar la gente. Nadie se fija en mí. Incluso me hago la ilusión de que me he convertido en el hombre invisible. En la entrada del gimnasio, pago en silencio, recojo la llave de la taquilla sin decir palabra. En el vestidor me pongo unos pantalones cortos de deporte y una camiseta fina. Conforme mis músculos se van destensando recobro la calma. Me encuentro dentro de un recipiente llamado yo. Los contornos de mi ser van ajustándose hasta que se superponen a la perfección, se cierran con un pequeño ruido metálico. Tal como a mí me gusta. Estoy donde debo estar.
Emprendo el circuito. Mientras escucho a Prince por el
discman
, voy pasando de uno de los siete aparatos a otro. Invierto una hora en realizar los ejercicios. En un gimnasio municipal de provincias yo esperaba encontrar unos aparatos anticuados, pero me he quedado pasmado al ver lo ultramodernos que son. En el aire, aún flota el olor a acero nuevo. Hago una primera vuelta con poca carga; la aumento en la segunda vuelta. No me hace falta ningún cuadro que lo especifique. Tengo grabados en el cerebro el peso y las vueltas que me convienen. Empiezo a sudar copiosamente, he de parar muchas veces para reponer líquido. Bebo agua del surtidor, chupo un limón que me he comprado por el camino.