En la habitación de mi abuela, que no había cambiado desde mi niñez, hablábamos, por hablar, de chismes, de espectáculos y de las cosas del día. Me parece que también me había contado cosas de Yûichi.
Por más enamorada que yo estuviera, o aunque hubiese bebido sake y estuviese borracha, siempre, en el fondo de mi corazón, me preocupaba por ella, mi única familia.
Por más jovial que fuera la convivencia entre la niña y la anciana, fui consciente bastante pronto, aunque nadie me lo hubiera explicado, de que un silencio escalofriante que se respiraba en los rincones iba llenándolo todo, y de que había un vacío que no se podía llenar.
A Yûichi creo que le había sucedido lo mismo.
En este camino escarpado, realmente oscuro y solitario, me daba cuenta de que la única salida era hacer algo brillante. Me habían criado con amor, pero siempre me había sentido sola.
… Alguna vez, sin falta, todos iremos dispersándonos en la oscuridad del tiempo y desapareceremos.
Voy andando con el aire de haber aprendido todo esto con mi propio cuerpo. El comportamiento de Yûichi conmigo puede ser natural.
… Y por esta razón empecé a llevar una vida de parásito.
Me permití estar sin hacer nada hasta que llegó mayo. Así, disfruté cada día como si estuviera en el paraíso.
Iba, por supuesto, todos los días a mi trabajo de media jornada y después, limpiando, mirando la tele y haciendo pasteles, llevaba la vida de un ama de casa.
Poco a poco fueron entrando la luz y el aire en mi corazón y esto me hizo muy feliz.
Yûichi: las clases y el trabajo; Eriko: el bar de noche; por eso casi nunca nos reuníamos todos.
Al principio no estaba acostumbrada a dormir en un sitio de vida tan liberal, pero decidí ordenar mis cosas poco a poco, y pronto me habitué, a pesar de que era muy engorroso ir y venir de casa de los Tanabe a mi antiguo hogar.
Quería tanto el sofá de casa de los Tanabe como la cocina. Allí se podía saborear el sueño. Oyendo la respiración de las plantas y sintiendo el paisaje nocturno al otro lado de las cortinas, me dormía al instante.
No podía desear nada más y era feliz.
Siempre ha sido así: nunca me he movido hasta llegar al límite. También entonces, cuando estaba en un momento realmente desesperado, apareció alguien y me ofreció una cama caliente, y eso, exista o no, se lo agradecí a Dios de corazón.
Un día volví a mi antigua casa para ordenar algunos paquetes que aún quedaban.
Cada vez que abría la puerta sentía un escalofrío. Aquel lugar, desde que ya no vivía allí, había acabado por parecerse a la cara de un extraño.
Silenciosa y oscura, no hay vida. ¿No es como si evitaran mirarme todas aquellas cosas que estaba acostumbrada a ver? En vez de decir: «Hola, ya estoy aquí», debo entrar de puntillas, diciendo: «¿Molesto?».
Mi abuela murió, y con ella murió también el tiempo de aquella casa.
Realmente sentí eso. No puedo hacer nada, ya. Sólo irme… Limpié la nevera mientras tarareaba sin pensar
El viejo reloj de mi abuelo.
Entonces sonó el teléfono.
Era Sôtarô, tal como imaginaba al coger el auricular.
Era un antiguo… novio. Nos separamos en la época en la que mi abuela se puso peor.
—¿Oiga? ¿Mikage? —dijo aquella voz que añoraba hasta las lágrimas.
—¡Cuánto tiempo sin verte!
Pero lo dije con desapego. Hablar así quizá sea una mala costumbre, pero no tiene nada que ver con el fingimiento o la turbación.
—Como no vas a clases, he preguntado por ahí qué te pasaba y me han dicho que ha muerto tu abuela. No me lo esperaba… Ha debido de ser muy duro, ¿verdad?
—Sí, por eso estoy un poco ocupada…
—¿Puedes salir ahora?
—Sí.
Mientras quedábamos, alcé la vista hacia la ventana y, fuera, el cielo era gris y sombrío.
Vi que algunas nubes iban alejándose empujadas con fuerza por el viento. En este mundo…, con seguridad, no hay tristeza. Sin duda, no hay nada en absoluto.
Sôtarô era un chico al que le gustaban los parques.
Le gustaban tanto los lugares verdes, el aire libre y el campo que, incluso en la universidad, estaba a menudo en el jardín o en un banco al lado de los campos de deporte. Ya antes era leyenda que, si lo buscabas, podías encontrarlo en un lugar verde. Dicen que en el futuro quiere dedicarse a un trabajo relacionado con la botánica.
Y yo, al parecer, he estado relacionada con un hombre interesado en la botánica.
Él, que era plácido y alegre, y yo, en una época en la que tenía paz, formábamos una pareja de estudiantes de fotografía. A causa de sus gustos, quedábamos siempre en el parque, incluso en pleno invierno, pero a menudo yo llegaba tan tarde que no sabía cómo excusarme y, entonces, buscamos un lugar intermedio como concesión mutua: una cafetería muy grande que estaba al lado mismo del parque.
Y, también hoy, Sôtarô estaba en aquella cafetería grande, sentado en el asiento más cercano al parque y mirando hacia fuera.
Al otro lado del gran cristal se veían los árboles mecidos por el viento bajo un cielo completamente nublado. Cuando se dio cuenta de que me acercaba a él, entrecruzándome con las camareras que iban y venían, sonrió.
Me senté frente a él.
—Me parece que va a llover —dije.
—¡Qué va! Si está aclarando —dijo Sôtarô—. ¿Por qué será que dos personas que hace mucho que no se ven, cuando se encuentran, acaban siempre hablando del tiempo?
Me tranquilizó su cara sonriente. Creo que tomar el té por la tarde con un amigo de toda confianza es algo realmente bueno. Sé que se mueve mucho cuando duerme, sé que le gusta echarse mucha leche y azúcar en el café, y también sé que pone una cara tontamente seria delante del espejo cuando se peina con el secador su mechón de pelo rebelde. Y si fuese ahora la época en que estábamos realmente unidos, creo que me estaría preocupando sólo por la laca de las uñas de mi mano derecha que habría saltado al limpiar la nevera.
—De ti, ahora —dijo Sôtarô como si se acordara de repente, mientras estábamos hablando de cosas intrascendentes—, dicen que vives en casa de los Tanabe.
Me sorprendió.
Me sobresalté tanto que ladeé la taza que tenía en la mano y acabé vertiendo mucho té en el plato.
—Es el tema del día en la universidad. ¡Increíble! ¿No te has enterado? —dijo Sôtarô sonriendo con cara de apuro.
—Ni siquiera sabía que estuvieras enterado ¿Quién…? —dije.
—La novia de Tanabe, o… ¿tendría que decir ex novia?… Esta chica, pues, le dio una bofetada en el comedor de la universidad.
—¿Qué? ¿Por culpa mía?
—Eso parece. Pero a vosotros os irá bien, ¿no? Al menos, eso es lo que he oído.
—¿Qué? Es la primera vez que lo oigo —dije.
—Pero… ¿no vivís los dos juntos?
—Su madre —(no era rigurosamente cierto, pero…)— también vive allí.
—¿Quée? ¡Eso es mentira! —dijo Sôtarô gritando.
Yo antes amaba realmente su franqueza y jovialidad, pero ahora estaba gritando y sólo sentía vergüenza.
—Tanabe… —dijo—, dicen que es un poco raro, ¿no?
—No lo conozco muy bien —dije—. Lo veo muy poco y… no hemos hablado de nada en especial.
A mí me recogieron como un perro abandonado.
Ni siquiera me quieren.
Ni siquiera sé nada de él.
Ni siquiera me había enterado de que había habido una pelea… Como una imbécil.
—Ya. Es que yo nunca he comprendido bien tus gustos —dijo Sôtarô—. De todas formas, creo que has tenido suerte. ¿Hasta cuándo piensas estar allí?
—No lo sé.
—Piénsalo bien —sonrió.
—Sí. Lo haré —contesté.
A la vuelta cruzamos el parque. La casa de los Tanabe se veía muy bien entre los árboles.
—Vivo allí —señalé.
—¡Qué bien! Al lado mismo del parque. Si yo viviera allí, me levantaría a las cinco de la mañana y me iría a pasear.
Sôtarô sonrió. Era muy alto y yo siempre tenía que mirar hacia arriba. «Si fuera él, seguro…», pensé mirando su perfil, «… seguro que me sacaría a rastras, obligándome a buscar otro apartamento, y hasta me arrastraría a la escuela».
Eso, este espíritu sano, me gustaba, me admiraba, pero había estado a punto de despreciarme a mí misma por no lograr ser así. Antes.
Era el mayor de una familia de muchos hermanos, y de su casa traía, sin darse cuenta, una alegría que me reconfortaba.
Pero yo, de todas formas…, lo que necesitaba en aquel momento era la extraña alegría de la casa de los Tanabe, su sosiego… y eso no podía pensar en explicárselo a él. Además, no tenía ninguna necesidad de hacerlo; pero es que, cuando estaba con él, sucedía siempre lo mismo. Me entristece ser yo misma.
—Bueno…
Algo cálido que hay en lo más hondo de mi pecho le hace una pregunta esencial a través de mis ojos:
—¿Todavía me quieres?
Sonrió y en sus ojos rasgados había una respuesta directa:
—Sé fuerte.
—Lo intentaré —respondí, y diciéndonos adiós con la mano nos separamos. Y este sentimiento, sin cambiar, irá hacia un lugar lejano que no tiene fin y desaparecerá.
Aquella noche estaba mirando un vídeo cuando se abrió la puerta de la calle y entró Yûichi con una gran caja entre los brazos.
—Hola.
—¡He comprado un procesador de textos! —dijo Yûichi, alegre.
Hacía poco que me había dado cuenta: a los habitantes de aquella casa les enloquecían las compras. Y, además, las compras grandes. Principalmente los electrodomésticos.
—¡Qué bien! —dije.
—¿Quieres que te escriba algo?
—¡Pues claro!
Estaba pensando en hacerle escribir la letra de una canción cuando Yûichi dijo:
—¡Ya sé! ¿Quieres que te haga tarjetas de cambio de domicilio?
—¡Ah!, eso.
—¿Pero es que piensas vivir en esta gran ciudad sin dirección ni teléfono?
—Es que, cuando vuelva a mudarme, será pesado informar otra vez —dije.
—Bueno —dijo de una manera desabrida.
—Sí, vamos —pedí entonces. Pero lo que me habían dicho antes me daba vueltas en la cabeza—. Pero ¿no te causará problemas? ¿No te importa? —pregunté.
—¿El qué? —dijo realmente asombrado, con aire de extrañeza.
Si fuera mi novio, seguro que le pegaba un bofetón. Dejando mis defectos aparte, por un momento sentí antipatía hacia él. No comprendía nada en absoluto. Muy propio de él.
Me he mudado a la siguiente dirección.
Por favor, dirijan sus cartas y llamen a:
TOKIO XX CALLE XX 3-21-I
00 BLOQUE N.° 10002
xxx-xxxx
Mikage Sakurai
Yûichi lo escribió en las tarjetas y yo hice rápidamente copias (como era de esperar, en aquella casa había una fotocopiadora), y luego escribí las señas de las personas a las que iba a enviarles una.
Yûichi me ayudó. Aquella noche él parecía no tener trabajo. También me había dado cuenta de esto: cuando Yûichi no tenía nada que hacer, estaba de mal humor.
El tiempo, transparente y silencioso, va cayendo gota a gota acompañado del rasgueo de la pluma.
Fuera rugía un viento tibio como un temporal de primavera. También el paisaje de la noche parecía estremecerse. Yo iba escribiendo con nostalgia el nombre de mis amigos. Sin advertirlo, excluí a Sôtarô de la lista. El viento es fuerte. Parece que se oyen temblar los árboles y los hilos de la luz. Cerré los ojos, apoyé los codos en la pequeña mesa plegable y pensé en la hilera de casas silenciosas. No logro comprender por qué hay aquí una mesa como ésta. La mujer que la ha comprado, aquella que vive sólo para sus caprichos, también esta noche ha ido al bar.
—¡No te duermas! —dijo Yûichi.
—No estoy dormida —dije—. Realmente me encanta escribir tarjetas de cambio de domicilio.
—Sí, a mí también —dijo Yûichi—. Me gustan muchísimo las tarjetas: las de traslado, las de destino de viaje, todas.
—Sí, pero —lo retaba de nuevo sin vacilar— estas tarjetas harán correr la voz y, ¿no puede ser que te pegue una chica en el comedor de la universidad?
—Te estabas refiriendo a esto desde el principio, ¿no?
Sonrió con amargura. Su cara sonriente, magnífica, me asustó.
—Puedes hablar claro. Para mí es suficiente con que me dejéis estar aquí.
—Vaya tontería —dice él—. Entonces, ¿esto es un juego de escribir tarjetas?
—¿Qué es un juego de escribir tarjetas?
—Pues no lo sé.
Reímos. Y entonces empezamos a divagar sobre no sé qué. Incluso yo, con lo torpe que soy, al fin me di cuenta de lo poco natural que era todo aquello. Al mirar a Yûichi a los ojos, lo acabé comprendiendo.
Estaba terriblemente triste.
Sôtarô lo había dicho poco antes: «La novia de Tanabe», dijo, «a pesar de haber salido con él un año, no lo comprendía en absoluto y acabó hartándose. Y ella dice que Tanabe quiere a una chica de la misma manera que le gusta una pluma».
Yo no estoy enamorada de Yûichi, por eso lo entiendo bien. Una pluma era, en sí misma y en importancia, algo completamente diferente para ella y para él. Quizá también haya en este mundo alguien que ame apasionadamente las plumas. Esto es muy triste: si no estás enamorada, comprendes.
—No había solución —Yûichi parecía estar preocupado por mi silencio y habló sin levantar la cabeza—. No es culpa tuya en absoluto.
—… Gracias.
¿Por qué le habría dado las gracias?
—De nada —dijo, y sonrió.
«Ahora he llegado a su corazón», pensé.
«Lo he conseguido por primera vez después de haber estado conviviendo casi un mes con él. Según como vaya todo, tal vez algún día acabe queriéndolo».
Mi manera de actuar, al enamorarme, siempre ha sido la misma: atravesar un sitio corriendo muy deprisa. Pero, al igual que las estrellas que se entrevén a través del cielo nublado, con cada conversación parecida a la de ahora, quizá lo vaya queriendo poco a poco.
«Pero…», pensé mientras escribía, «pero tendré que irme de aquí».
«¿O no es obvio que ellos se han separado porque yo estoy aquí?».
Pero no podía ni imaginar hasta qué punto era fuerte ni si sería capaz de vivir sola inmediatamente. Aunque, por supuesto, pronto, muy pronto…
«… Creo que es una contradicción pensarlo mientras escribo tarjetas de cambio de dirección, pero…».
«Tengo que irme».
Entonces, la puerta se abrió con un chirrido y entró Eriko con una gran bolsa de papel entre los brazos. Me sorprendió.