Luego, Yûichi me dio el testamento de ella, que estaba en un cajón del tocador. Dijo:
—Buenas noches —y se fue a su habitación.
Lo leí sola.
«Querido Yûichi:
»Es una sensación rarísima estar escribiendo esta carta a mi propio hijo, pero últimamente siento que mi vida peligra. Por eso, pensando en lo peor, te escribo. Bueno, es una broma. Tal vez algún día leamos juntos la carta y nos riamos.
»Pero, imagínate, si yo muriera te quedarías solo. Igual que Mikage, ¿no? Ya no podrías burlarte de ella. No tenemos parientes. Cuando me casé con tu madre, ellos rompieron el vínculo familiar y, al convertirme en mujer, según me dijeron, me maldecían. Así que ni en sueños pienses en ponerte en contacto con tus abuelos, ¿comprendes?
»Escucha, Yûichi. Hay diferentes tipos de personas en este mundo, ¿verdad? A algunos me resulta difícil comprenderlos. Hay personas que viven en la sordidez más absoluta. Otras intentan llamar la atención de los demás haciendo a sabiendas lo que les repugna, hasta que se encuentran acorraladas. Yo no entiendo esta manera de proceder. Aunque sufran, no hay motivo para compadecerlas. Yo me arriesgo y vivo con alegría. Soy hermosa. Yo brillo. Ya me he hecho a la idea de que por atraer a los demás, aunque sientas por ellos poco interés, hay que pagar un tributo. Por eso, en el caso de que sea asesinada, piensa que ha sido un accidente. No imagines cosas extrañas. Confía en mí, que vivía contigo.
»He intentado escribir esta carta en tono masculino. Me he esforzado, pero me resulta extraño. Me da vergüenza y no puedo seguir. Hace mucho tiempo que me convertí en una mujer, pero estaba convencida de que, en algún lugar dentro de mí, existía un yo masculino, mi verdadero yo, y de que estaba desempeñando simplemente el papel de mujer. Pero soy mujer en cuerpo y alma. Soy realmente tu madre, ¿verdad? Me estoy riendo.
»Yo amo la vida. Era un hombre y me casé con tu madre; después de su muerte he vivido como una mujer, te he criado y educado, hemos vivido juntos y nos lo hemos pasado muy bien… ¡Ah!, y hemos adoptado a Mikage. Ha sido divertidísimo, ¿verdad? No sé por qué, pero me gustaría muchísimo verla. Ella también es mi hija querida.
»Me siento muy sentimental.
»Dale recuerdos a Mikage. Y dile que no se decolore los pelos de las piernas delante de los chicos. No es decoroso, ¿no te parece?
»Te dejo todo lo que tengo. Ponte en contacto con mi abogado, tú solo no te aclararías con los papeles. De todos modos, todo es tuyo excepto el bar. ¡Qué bien, ser hijo único!
»Eriko».
Terminé de leerla y la doblé tal como estaba antes. Olía ligeramente al perfume de Eriko y sentí una punzada en el corazón. También este aroma desaparecerá algún día, y ya no olerá por más que se abra la carta. Creo que estas cosas son las más dolorosas.
Me acosté en el sofá, mi cama cuando vivía en esta casa, y me evocó unos recuerdos tan gratos que me llenaron el pecho.
La noche visitó, igual que antes, la misma habitación, y la silueta de las plantas de la ventana miraba las calles en la noche. Pero, por mucho que la esperemos, ella no volverá.
Cuando se acercaba el amanecer, se oían su tarareo y sus tacones, que se aproximaban, y abría la puerta con la llave. Al volver del bar… siempre estaba un poco ebria. Yo entreabría los párpados. Oía los ruidos de la ducha, de las zapatillas, del calentador de agua…, me tranquilizaba volvía a dormirme. Siempre era así. Es inolvidable. La echo tanto, tanto de menos.
Yûichi, que duerme en la habitación de enfrente, ¿habrá oído mi sollozo? ¿Estará inmerso en un sueño doloroso y pesado?
Esta pequeña historia empieza aquella noche triste.
Al día siguiente, nos despertamos los dos por la tarde, a una hora bastante avanzada. Yo tenía el día libre. Leía el periódico con desgana, comiendo pan, cuando Yûichi salió de su habitación. Se lavó la cara y se sentó a mi lado:
—A ver, quizá me pase un rato por la universidad —dijo bebiéndose un vaso de leche.
—Vaya con los estudiantes. Hacéis lo que queréis —dije.
Le di la mitad del pan. Yûichi lo cogió, dijo:
—Gracias —y se lo comió.
Estábamos así, inclinados delante de la tele, y entonces tuve una sensación extraña, la de ser una verdadera huérfana.
—Mikage, ¿vuelves esta noche a tu casa? —me dijo Yûichi levantándose.
—A ver… —pensé—, me iré después de la cena.
—Caramba. Una cena hecha por una profesional —dijo Yûichi.
Me pareció una idea muy alegre y me lo tomé muy en serio:
—De acuerdo. Lo haremos a lo grande. Ya verás, cocinaré hasta morir.
Planeé con entusiasmo un gran banquete, apunté en un papel todos los ingredientes y le ordené que fuera a comprarlos:
—Coge el coche. Y cómpralo todo. Son las cosas que más te gustan, así que vuelve pronto, contento y con la idea de comértelo todo hasta reventar.
—¡Bah! Hablas como una esposa —y se marchó protestando.
En cuanto se cerró la puerta y me quedé sola, me di cuenta de que estaba muy cansada. La habitación estaba tan silenciosa que no se sentía el tiempo que marcaban los segundos. Reinaba una atmósfera inmóvil que me hacía sentir culpable de que sólo yo viviera y me moviese.
Una habitación siempre es así después de que alguien haya muerto.
Hundida en el sofá, miraba distraídamente cómo el gris de principios de invierno cubría las calles al otro lado del ventanal.
Pensé que no podía soportar el aire frío y pesado del invierno que se filtraba como una niebla por parques y calles, por todos los lugares de aquel pequeño barrio. Me sentía aplastada. No podía respirar.
Los grandes hombres, sólo con existir, emiten una luz que ilumina a quienes están a su alrededor. Y cuando esta luz se apaga proyecta una sombra pesada, irremediable. Quizá fuera una grandeza pequeña, pero Eriko estuvo aquí y luego desapareció.
Al tenderme en el sofá, recordé lánguidamente que el techo blanco me había salvado. Justo después de morir mi abuela, lo contemplaba a menudo por las tardes, cuando no estaban ni Yûichi ni Eriko.
Sí, mi abuela murió, perdí a la única persona de mi sangre y pensé que no tenía sentido. Estaba convencida de que no podía haber cosa más absurda que ésa, pero sucedió algo aún peor. Eriko fue para mí un ser gigantesco.
Aunque sea cierto que la buena y la mala suerte existen, depender de ellas es una actitud muy cómoda. Sin embargo, aunque pensara así, mi dolor no disminuiría. Desde que me di cuenta de esto, me convertí en una adulta repugnante capaz de compaginar las cosas más absurdas con las de todos los días. Pero me hizo la vida más fácil.
Justamente por eso me pesaba tanto el corazón.
Empezaron a extenderse unas nubes sombrías que se teñían ligeramente de naranja. Pronto, poco a poco, iría cayendo, fría, la noche. Y penetraría en el hueco de mi corazón.
Me entró sueño, pero dije:
—Si me duermo ahora, tendré una pesadilla.
Y me levanté. Luego, entré en la cocina de los Tanabe por primera vez después de mucho tiempo. Por un instante, apareció la cara sonriente de Eriko y me dolió el corazón. Pero tenía ganas de moverme. Parecía que últimamente no habían usado aquella cocina. Estaba ligeramente sucia y opaca. Empecé a limpiarla. Froté la cocina de gas y el fregadero con el estropajo. Lavé la fuente del horno y afilé los cuchillos. Lavé todos los paños de cocina hasta que quedaron muy blancos y sentí que, realmente, mi corazón recobraba el ánimo.
¿Por qué amo tanto las cosas de la cocina? Es extraño. Las quiero como un anhelo lejano grabado en la memoria de la mente. Cuando estoy aquí, todo regresa al punto de partida y hay algo que vuelve a mí.
Aquel verano había estudiado cocina, concentrando todos mis esfuerzos y sin profesor.
Es difícil olvidar aquella sensación, como si vibraran todas las células de mi cabeza.
Compré tres libros: introducción, teoría y práctica, y cociné todos los platos que había. Leí el libro de teoría en el autobús, en mi cama del sofá, y memoricé las calorías, las temperaturas, los ingredientes… Aproveché todo el tiempo libre para cocinar allí. Todavía tengo a mano, guardados como una joya, los tres libros completamente manoseados. Tengo cada una de las páginas ilustradas grabadas en la cabeza como los cuentos que amaba cuando era niña.
Yûichi y Eriko me decían a menudo: «Mikage, estás loca. Sí, lo estás». Y, realmente, como una loca, cociné, cociné y cociné todo el verano con fervor. Invertí todo el dinero que ganaba con mi trabajo de estudiante, y cuando fracasaba lo repetía todo, en un arrebato de ira, nerviosa; o por el contrario, con amor, hasta que saliera bien.
Recuerdo que, gracias a esas prácticas, comimos a menudo los tres juntos. Fue un verano estupendo.
La brisa del atardecer entraba por la ventana con tela metálica, y contemplando el cielo que se extendía azul con los últimos restos del calor, comíamos carne de cerdo hervida, fideos chinos fritos, ensalada de sandía… Cociné para ella, que se ponía contentísima con cualquier cosa que preparaba, y para él, que glotoneaba en silencio.
Tardé bastante tiempo en saber preparar algunos platos como
tempura,
tortillas con muchos ingredientes o platos con una presentación complicada… Los puntos flacos de mi carácter son la impaciencia y el descuido, pero nunca había imaginado que eso repercutiera de tal modo en la cocina. Era incapaz de esperar a que subiera suficientemente la temperatura, empezaba a cocinar sin que se escurriese bien… Me sorprendió que esas cosas tan triviales se reflejaran, sin fallar, en la presentación de la comida. Así, aunque fuera capaz de hacer la cena de un ama de casa, nunca haría los platos fotografiados en las páginas de un libro de cocina.
Y, qué remedio, me propuse hacerlo todo con minuciosidad. Secaba bien los boles, cerraba la tapa del bote de las especies cada vez que las usaba y pensaba detenidamente qué debía hacer a continuación. Cuando estaba a punto de estallar de nervios, respiraba hondo y me relajaba. Al principio estaba loca de impaciencia, pero cuando todo empezó a ir bien, pensé: «Parece que se ha arreglado todo, incluso mi carácter…». Pero era falso.
En realidad, convertirme en ayudante de la profesora de cocina, con la que ahora estoy, me pareció increíble. La profesora es una mujer famosa que no sólo da clases, sino que presenta muchos trabajos destacados en la televisión y en las revistas. Por esta razón dicen que había muchas aspirantes en el examen que aprobé. Me enteré de esto más tarde. Pensé que había tenido una suerte extraordinaria al haber podido entrar en un lugar así, habiendo estudiado sólo un verano y con tan poca experiencia, y estaba contentísima, pero me bastó mirar a las mujeres que iban a aprender cocina a la escuela para convencerme. Su mentalidad era totalmente distinta a la mía.
Llevaban una vida feliz. Estaban educadas para no salir de este ámbito de felicidad por mucho que aprendieran. Quizá por tener unos padres cariñosos. Pero no conocían la verdadera alegría. Las personas no pueden elegir lo que es mejor. Cada uno está hecho para vivir su propia vida. La felicidad es vivir sintiendo, lo menos posible, que el hombre, en realidad, está solo.
Pero yo también creo que eso está bien. Sonreirán como una flor con el delantal puesto, aprenderán a cocinar, se enamorarán, atormentándose o desorientándose, y se casarán. Eso, creo que es magnífico. Es bonito y dulce. A mí me repugna mi vida, mi nacimiento, el ambiente en el que he crecido, todo, en especial cuando estoy muy cansada, cuando me salen granos en la cara o me siento sola, o cuando llamo a mis amigos y no están. Acabo arrepintiéndome de todo.
Pero en la cocina, aquel verano tan, tan feliz…
No tenía ningún miedo de cortarme ni de quemarme, y no me importaba pasar la noche en vela.
Cada día temblaba de emoción al poder luchar de nuevo cuando llegara la luz. Un pedazo de mi alma quedó con aquel pastel de zanahoria que preparé tantas veces que casi aprendí a hacer de memoria, y hubiera arriesgado mi vida por conseguir aquellos tomates tan rojos que encontré en el supermercado.
Así conocí las cosas agradables y ya no pude volver atrás.
Quiero seguir sintiendo a toda costa que algún día he de morir. De otro modo, no sentiría que estoy viviendo. Por eso, mi vida es así.
Suspiro con alivio al salir a la carretera nacional después de andar por el borde de un precipicio en la oscuridad. Conozco la belleza del claro de luna que penetra en mi corazón, y contemplándola pienso: «Ya basta».
Cuando terminé de limpiar y de prepararlo todo, ya era de noche.
Al tiempo que sonó el timbre apareció Yûichi empujando la puerta con dificultad, con unas enormes bolsas de plástico entre los brazos. Fui hasta el recibidor, y:
—Es increíble —dijo Yûichi, y dejó las bolsas.
—¿Qué?
—He comprado todo lo que me has dicho pero, solo, no he podido traerlo todo hasta aquí.
—¡Ah!, claro.
Asentí con la cabeza y me hice la despistada, pero, como Yûichi puso cara de enfado, decidí bajar con él al parking.
Aún quedaban dos bolsas del supermercado, tan enormes que nos costó trabajo llevarlas a casa.
—Uff, también he comprado algunas cosas para mí —dijo Yûichi con la bolsa más pesada entre los brazos.
—¿Algunas cosas? —dije. Y vi, entre un champú y unas libretas, varios paquetes de comida precocinada Retort en la bolsa que yo llevaba, y, ¡claro!, vi lo que había estado comiendo estos días—. Entonces, puedes hacer varios viajes.
—Sí, pero si vienes tú, podremos traerlo todo de golpe. Mira, la luna está preciosa —y señaló la luna con la barbilla.
—Sí. Es verdad.
Lo dije con ironía, pero, cuando entramos en el vestíbulo, me volví a mirarla con cierta pena. Emitía una claridad extraordinaria y estaba casi llena. En el ascensor, mientras subíamos, Yûichi dijo:
—Debe de tener alguna relación, ¿no?
—¿El qué?
—Pues eso, que has visto una luna muy hermosa. Esto influirá de alguna manera en la cocina, ¿no? Y no me refiero al nombre, como preparar
tsukimi udon
[6]
.
El ascensor se detuvo y, por un instante, sentí un vacío en el corazón. Ya fuera, al andar, le dije:
—¿Quieres decir en esencia?
—Sí, sí. Humanamente.
—Sí. La hay. Una relación absoluta —dije al instante.
Si hubiera sido el concurso: «Hemos preguntado a cien personas», las voces habrían resonado, como un rugido, diciendo: «Hay, hay».