Kitchen (13 page)

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Authors: Banana Yoshimoto

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Kitchen
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—Vamos a cruzar el puente, ¿verdad? —dije, y enmudecí por un instante.

Es que me había acordado de Urara, la mujer que había visto en el puente. Y mientras pensaba distraídamente que, a pesar de haber ido desde entonces allí todas las mañanas, no la había vuelto a encontrar, Shu dijo en voz alta:

—A la vuelta, por supuesto, te acompañaré.

Probablemente había pensado que mi silencio obedecía a la incomodidad por ir lejos.

—Qué va. Si aún es pronto.

Hablé precipitadamente; entretanto, iba pensando, esta vez sólo para mis adentros: «Se le parece». En la actitud que había tomado, se parecía tanto a Hitoshi que no hacía falta que lo imitara. Aquella suma de distanciamiento y gentileza que, pese a no alterar la distancia, manifestaba una amabilidad instintiva hacia los demás, me daba una sensación de transparencia. Yo entonces recordaba vívidamente este sentimiento. Era inolvidable. Era amargo.

—Hace poco, cuando corría por la mañana, me encontré a una persona extraña en el puente. Simplemente me había acordado de esto —dije al empezar a andar.

—Esta persona extraña, ¿era un hombre? —sonrió Shu—. Una carrera peligrosa por la mañana temprano.

—No, no es eso. Era una mujer. Una persona difícil de olvidar, no sé por qué.

—Caramba. Estaría bien que volvieras a encontrarla.

—Sí.

En efecto, tenía muchas ganas de ver a Urara de nuevo, no sé por qué. Sólo la había visto una vez, pero quería verla. La expresión de su rostro, a mí, entonces, casi me había detenido el corazón. Al quedarse sola, ella, que poco antes había estado sonriendo dulcemente, tenía una expresión que, si buscamos una semejanza, parecía la de «un diablo que hubiera tomado forma humana y que, de repente, se dijera que ya no podía confiar nada más a nadie». Eso era un poco difícil de olvidar. Tuve la impresión de que ni mi tristeza ni mi sufrimiento llegaban hasta este punto, en absoluto. Me hizo sentir que quizás yo pudiera hacer algo más.

Shu y yo nos sentimos un poco turbados en la gran encrucijada que atravesaba la ciudad. Aquél era el lugar donde Hitoshi y Yumiko habían tenido el accidente. También ahora los coches iban y venían intensamente. Shu y yo nos detuvimos, uno al lado de otro, junto al semáforo en rojo.

—¿No vagarán por aquí sus almas?

Shu lo dijo con una sonrisa, pero sus ojos no sonreían en absoluto.

—Sabía que lo dirías.

También yo sonreí forzadamente.

Los colores de los faros se cruzan, y el río de luces gira. El semáforo flota nítidamente en la oscuridad. Aquí murió Hitoshi. Un sentimiento de solemnidad me invade en secreto. El tiempo se detiene para la eternidad en el lugar donde ha muerto aquel a quien se ama. En lugares como éste, las personas rezan para que les sea transmitido a ellas el sufrimiento. A menudo, cuando visitaba un castillo o algún lugar así, y oía: «Hace años anduvo por aquí tal o cual persona. Usted puede sentir la historia en su propia piel», creía que era una tontería, pero ahora es diferente. Tengo la sensación de comprenderlo.

Esta encrucijada, este colorido de la noche bordeado de tiendas y edificios, es el último paisaje de Hitoshi, y eso no es un pasado tan lejano.

¿Fue una experiencia terrible? ¿Se acordó de mí, aunque sólo fuera por un instante?… ¿Subía la luna por el cielo, igual que ahora?

—Está verde.

Hasta que Shu me empujó por el hombro, estuve mirando distraídamente la luna. La luz blanca, pequeña y fría, parecida a una perla, era muy bonita.

—Está increíblemente bueno —dije.

El
kakiagedonburi
que comimos, sentados a la barra de aquel restaurante pequeño y nuevo con olor a madera, estaba tan bueno que me hizo recordar las ganas de comer.

—¿Verdad que sí? —dijo Shu.

—Sí. Delicioso. Está tan rico que me hace pensar lo bueno que es estar vivo —dije.

Lo elogiamos tanto que el dueño del restaurante, al otro lado de la barra, pareció avergonzado.

—Sabía que lo dirías. Tienes buen gusto con la comida. Me alegro de veras de que estés contenta.

Después de decirlo todo de golpe, sin respirar, sonrió, y fue a encargar comida para llevársela a su madre. Delante del
kakiagedonburi
pensé que tenía un carácter obsesivo, pero que era inevitable: tenía que seguir viviendo mientras la oscuridad mantuviera atrapadas aún mis piernas. Me gustaría que este chico pudiera sonreír, cuanto antes, igual que ahora, aunque no llevara el vestido marinero.

Era mediodía. De repente, sonó el teléfono.

Estaba resfriada. No había hecho
jogging
y dormitaba en la cama. El timbre sonó muchas veces dentro de mi cabeza un poco febril y me levanté atontada. Parecía que no había nadie en casa y, ya que no me quedaba otro remedio, salí al pasillo y cogí el auricular.

—¿Sí?

—¿Oiga? ¿Está Satsuki?

Oí que una voz de mujer que no conocía decía mi nombre.

—¿Sí? Soy yo —dije ladeando la cabeza.

—Ah, soy yo —dijo aquella persona al otro lado del auricular—. Soy Urara.

Me sorprendí. Aquella persona siempre me asombraba. No era posible que fuera ella quien estaba llamando.

—Es muy precipitado, pero quizás estés libre. ¿Puedes salir?

—Sí…, bien, pero… ¿por qué? ¿Cómo has sabido dónde vivo? —dije con voz de asombro. Parecía estar telefoneando desde la calle, se oían coches. Oí una risita sofocada.

—Cuando pienso que quiero saber algo, lo sé instantáneamente —dijo Urara como si se tratara de una fórmula mágica.

Y como habló con naturalidad, pensé: «Ah, bueno».

—Bien, entonces quedamos en el quinto piso de los almacenes que hay delante de la estación, en la sección de termos.

Dijo esto y colgó.

Al dejar el auricular, pensé que, en una situación normal, hubiera vuelto a acostarme sin que siquiera se me pasase por la cabeza la idea de salir fuera. Las piernas me temblaban y sentí que la fiebre me subiría. Sin embargo, incitada por la curiosidad, empecé a vestirme. Y no vacilé, como si, en el fondo de mi corazón, la luz del instinto centelleara y me dijera: «Ve».

Pensándolo retrospectivamente, el destino era, entonces, una escalera de la que no podía suprimirse ni un escalón. De no haber existido aquella escena, yo no hubiera podido subir. Y lo más fácil hubiera sido ignorarla. Quizás, a pesar de ello, lo que me movía era una luz pequeña que habitaba en mi corazón moribundo. Era un fulgor en una oscuridad que, creía yo, me impedía dormir bien.

Me abrigué y monté en la bicicleta. Verdaderamente, parecía que llegaba la primavera. Era un mediodía envuelto en una luz templada. Un vientecillo acabado de nacer me acariciaba la cara y me sentía muy bien. También los árboles de la calle empezaban a tener hojas de un infantil y tenue color verde. El cielo azul pálido, ligeramente brumoso, se extendía hasta mucho más allá de la ciudad.

Ante este frescor, no podía evitar sentir que mi interior estaba seco. El paisaje primaveral no podía penetrar de ninguna forma en mi corazón. Sólo se reflejaba en la superficie como una pompa de jabón. Todo el mundo iba entrecruzándose, feliz, con la luz en el cabello. Todo respiraba, y el resplandor crecía protegido por la dulce luz del sol. En aquella escena hermosa y rebosante de vida, mi corazón añoraba el cauce del río del alba y la ciudad muerta en invierno. Y entonces pensé que me gustaría desaparecer.

Urara estaba de pie, erguida, con una hilera de termos a sus espaldas. Llevaba un jersey rosa y, ahora, entre la multitud, parecía tener mi edad.

—Hola —dije al acercarme.

—Caramba, ¿estás resfriada? —dijo ella abriendo los ojos—. Lo siento. No lo sabía cuando te he llamado.

—Tengo aspecto de resfriada, ¿no? —sonreí.

—Sí, estás muy colorada. Bueno, elige rápido. El que más te guste —dijo mirando los termos de frente—. Claro, por supuesto te gustará éste. ¿O es mejor uno ligero, para llevarlo cuando corras? Éste parece igual al que se cayó. Ah, si es por el diseño, podemos ir a la sección de objetos de China y lo compramos allí.

Hablaba con mucha pasión y me puse tan contenta que incluso yo misma noté cómo me ruborizaba.

—Pues… este blanco.

Señalé un termo pequeño y blanco que brillaba lanzando destellos.

—Sí, el cliente tiene buen gusto.

Y, diciendo esto, me lo compró.

Mientras tomábamos té inglés en una pequeña cafetería que estaba en la terraza, cerca de allí, dijo:

—También te he traído esto. —Y sacó un pequeño envoltorio del bolsillo de su gabardina. Fue sacando muchos, muchos paquetes, yo me quedé extrañada—. Una persona que tiene una tienda de té me los ha dado. Hay varias clases de té de hierbas, de té inglés y té chino. En cada envoltorio pone su nombre. Ponlos a tu gusto en el termo.

—Muchísimas gracias —dije yo.

—De nada, por mi culpa se te cayó al río un termo que te gustaba mucho.

Urara sonrió.

Era una tarde muy despejada. La luz iluminaba vivamente la ciudad, casi de una manera melancólica. Las nubes se movían despacio, dividiendo la ciudad entre la luz y la sombra. La tarde parecía sosegada. El clima era tan suave que casi se podría pensar que los únicos problemas que existían eran mi nariz congestionada y que no sabía qué estaba bebiendo.

—Por cierto —dije—, ¿cómo has sabido mi número de teléfono, en realidad?

—No, si te he dicho la verdad —dijo sonriendo—. Es una historia larga. Al vivir sola vagando de un lugar a otro, parece que, por alguna razón, la sensibilidad se me ha agudizado. No recuerdo bien desde cuándo puedo hacer este tipo de cosas… Pues sí, simplemente pensar: «¿Cuál es el número de Satsuki?», y mi mano se mueve espontáneamente al marcar el número, y la mayoría de las veces acierto.

—¿La mayoría de las veces? —dije riendo.

—Sí, la mayoría de las veces. Cuando me equivoco, digo: «Perdone», y cuelgo, riéndome. Entonces, sola, me ruborizo.

Urara habló de esta forma y sonrió alegremente. Yo prefería creer en esta manera que Urara me explicaba con tanta naturalidad que en la gran cantidad de medios que existían para saber un número de teléfono. Ella hacía sentir esto a los demás. Era como si yo la conociera, en algún lugar de mi corazón, desde mucho antes y que, ahora, casi llorase de alegría por la emoción del reencuentro.

—Pues gracias por lo de hoy. Me he sentido tan contenta como si fuéramos dos enamorados —dije.

—Bien, entonces voy a enseñarle una cosa a mi amante. Pero, primero, debes curarte este resfriado antes de pasado mañana.

—¿Por qué? Ah, ya…, esa cosa tan importante que hay que ver, ¿será pasado mañana?

—Has acertado. ¿Te parece bien? Pero no se lo digas a nadie —Urara bajó un poco la voz—. Pasado mañana, si vienes a las cinco menos tres minutos al lugar del otro día, quizá puedas ver algo.

—¿Qué es este «algo»? ¿De qué se trata? ¿Es posible que no llegue a verlo?

No podía hacer más que inundarla de preguntas.

—Sí. Depende del tiempo que haga y también de tu estado. Es algo muy delicado y no se puede garantizar nada. Se trata simplemente de una sensación mía, pero tu relación con el río es muy estrecha. Por eso podrás verlo, estoy segura. Pasado mañana a esa hora, se dan unas condiciones que concurren una vez cada cien años, y quizá puedas ver algo parecido a una ilusión. Perdona, sólo puedo decir eso, «es posible».

Ladeé la cabeza sin entender bien lo que me estaba diciendo. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no me había invadido un sentimiento de excitación tan intenso como aquél.

—¿Es algo bueno?

—Sí. Es precioso. Pero, eso depende de ti —dijo Urara.

Dependía de mí.

Y yo, que me había replegado tanto en mí misma para protegerme, dije sonriendo:

—Sí. Iré, seguro.

La relación entre el río y yo. Inmediatamente pensé:
«Yes»,
a pesar de que me dio un vuelco el corazón. Para mí, el río era la frontera entre Hitoshi y yo. Cuando imagino el puente, Hitoshi está allí. Yo siempre llegaba tarde y él estaba ya esperándome en aquel lugar. Cuando íbamos a alguna parte, siempre nos separábamos allí, él iba hacia un lado, y yo hacia el otro. También fue así la última vez.

—¿Vas a casa de Takahashi?

Fue la última conversación entre Hitoshi y yo, cuando todavía estaba gordita y era feliz.

—Sí, primero iré a casa y luego nos reuniremos. Hace mucho tiempo que no nos vemos.

—Dale recuerdos de mi parte. Pero, de todos modos, sois hombres y habláis de mujeres, supongo —dije.

—Pues, sí. ¿Te parece mal?

Se rió. Caminábamos haciendo algazara, un poco ebrios, después de haber estado juntos, divirtiéndonos, durante todo el día. Un cielo estrellado y precioso adornaba el camino en la noche de invierno, más y más fría, y yo estaba de muy buen humor. El viento me punzaba las mejillas y las estrellas titilaban. Las palmas de la mano, unidas dentro del bolsillo, eran cálidas y tenían un tacto seco.

—Ah, pero de ti no hablaré en absoluto.

Me hizo gracia que Hitoshi dijera eso, como si recordara algo de repente. E intenté sofocar la risa hundiendo la cara en la bufanda. Entonces pensé que era extraño, pero sentía que, en aquellos cuatro años, nunca lo había querido tanto como en aquel instante. Ahora, siento que mi «yo» de entonces era como diez años más joven. Se oía débilmente el fragor de la corriente y la despedida fue triste.

El puente. El puente se convirtió en el lugar de la despedida definitiva. El agua corría rugiendo, y un viento helado me despejaba. Nos dijimos adiós con un beso breve y una sonrisa, recordando las divertidas vacaciones del invierno, bajo el fragor vivo del río y el cielo estrellado. Hitoshi y yo nos sentíamos llenos de afecto, y el tintineo del cascabel fue alejándose en la noche.

Habíamos tenido peleas terribles, y pequeños amores. También, algunas veces, habíamos sufrido buscando el equilibrio entre el amor y el deseo. Y nos habíamos herido mutuamente a causa de nuestra inmadurez. Así pues, no fueron unos años de felicidad absoluta, sino de dificultades. Pero, a pesar de todo, fueron unos cuatro años maravillosos. Y especialmente ese día era tan perfecto que temía que acabase. Recuerdo cómo la chaqueta negra de Hitoshi, que aún se volvió hacia mí una vez más, iba diluyéndose en la oscuridad, como el sabor de ese día en el que todo había sido tan hermoso y tierno en el aire límpido de invierno.

Ésta era justamente la escena que yo, a menudo, recordaba llorando. No, más bien acababa derramando lágrimas al recordarla. Muchas, muchas veces, soñé que le seguía, cruzaba el puente y le atraía hacia mí diciendo: «No te vayas». En el sueño, Hitoshi sonreía, y decía: «Tú me has retenido, por eso he podido escapar a la muerte».

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