—Claro, eso es. Siempre he pensado que serías una artista y estoy convencido de que, para ti, la cocina es un arte. Ya entiendo. Mikage, a ti te gusta realmente la cocina. Está muy bien.
Yûichi se quedó muy convencido, asintiendo él solo con la cabeza varias veces. Hablaba en un tono que parecía un monólogo. Yo le dije:
—Pareces un niño.
Me reí. La sensación de vacío que tenía antes tomó forma de palabras, y pensé: «Si está Yûichi, no necesito nada».
Fue sólo un instante, pero estas palabras me trastornaron. Porque brillaron muy fuerte y me deslumbraron. Acabaron colmando mi corazón.
Tardé dos horas en preparar la cena. Mientras tanto, Yûichi miró la televisión y peló patatas. Es muy hábil.
Yo aún sentía la muerte de Eriko como algo lejano. No podía afrontarla. Era una verdad triste que iría acercándose poco a poco desde más allá del shock. Yûichi estaba abatido como un sauce azotado por la tormenta.
Y así, ahora, no había más remedio que estar los dos juntos evitando hablar de la muerte de Eriko y, con ello, notamos aún más la pérdida de la noción del tiempo y del espacio. Sentí que este lugar seguro era cálido pese a no tener continuidad. Sentí que algún día tendría que pagar esta deuda. Era un presentimiento enorme y terrible. Esta enormidad hacía resaltar a los dos huérfanos en la oscuridad solitaria.
Llegó una noche transparente, y empezamos a comer el banquete que yo había preparado: ensalada, empanadas, estofado, croquetas,
agedashi tofu, ohitashi, hamsame to tori no aemono, kiev,
cerdo agridulce,
shumai…,
una mezcla de comidas de diferentes nacionalidades, pero no importaba. Cenamos sin prisa, bebimos vino y nos lo comimos todo.
Curiosamente, Yûichi parecía borracho. Pensé: «¡Qué raro! Pero si no ha bebido apenas», pero miré hacia el suelo y me llevé un susto. Había una botella de vino vacía. Debía de haber bebido mientras yo preparaba la cena. Así pues, era normal que se hubiera emborrachado. Le pregunté sorprendida:
—Yûichi, ¿te has bebido toda la botella?
—Sí —dijo mientras comía apio tumbado boca arriba en el sofá.
—Pues no te salen los colores.
Yûichi puso una cara muy triste. Pensé que era difícil tratar con un borracho.
—Pero ¿qué te pasa?
Yûichi se puso serio.
—Durante todo el mes me han estado diciendo lo mismo. Estas palabras me llegan al corazón —dijo.
—¿Te refieres a los compañeros de la universidad?
—Sí.
—¿No has dejado de beber en todo el mes?
—No.
—Entonces es normal que no tuvieras ganas de llamarme —reí.
—El teléfono brillaba —dijo riéndose él también—. Cuando vuelvo a casa borracho, por la calle, de noche, la cabina de teléfonos está iluminada. Se ve muy bien, de lejos, en la calle oscura. Pienso: «Tengo que llegar hasta allí y llamar a Mikage. El número es el…». Busco la tarjeta y entro en la cabina, pero al pensar dónde estoy y lo que tengo que decirte se me quitan las ganas de llamar. Al llegar a casa, me tumbo en la cama y sueño que Mikage llora, enfadada conmigo.
—Pero era en tu imaginación donde lloraba de rabia, ¿no? El miedo hace que las hormigas parezcan elefantes.
—Sí. Ahora me siento feliz.
Creo que ni él mismo sabía lo que estaba diciendo, y continuó con voz soñolienta:
—Mikage, mi madre ha muerto, pero tú has venido y ahora estás conmigo. Ya me había hecho a la idea de que, aunque te enfadaras y no quisieras volver a dirigirme la palabra, lo comprendería muy bien. Recordar la época en que los tres vivíamos aquí era demasiado doloroso y creía que no nos veríamos nunca más. Desde niño me ha gustado que alguien durmiera en el sofá de los invitados. Las sábanas blancas me daban la sensación de que estaba de viaje, aunque estuviera en mi casa… Estos días no he comido nada decente. Pensé varias veces en hacerme algo, pero también la comida emite luz. Y al comerla se apaga, ¿verdad? No quería que sucediera, así que sólo bebía. Pensaba: «Quizá, si se lo explico bien, Mikage se quede aquí. Al menos, me escuchará». Tenía miedo de hacerme falsas ilusiones esperando una felicidad tan grande. Mucho miedo: «A pesar de mis esperanzas, si Mikage se enfureciera, me hundiría hasta el fondo». No tenía ni confianza ni paciencia para explicarte mis sentimientos.
—Sí, muy propio de ti.
Mi tono era severo, pero mis ojos se compadecían de él. Habíamos vivido juntos mucho tiempo y al instante brotaba una comprensión profunda entre los dos, casi telepática.
Me pareció que mis sentimientos complejos llegaban a aquel borracho. Yûichi dijo:
—Me gustaría que hoy el día no terminase. Espero que esta noche dure siempre. Que te quedes aquí para siempre, Mikage.
—Pero si no me importa quedarme —le dije cariñosamente, pensando que, al fin, eran disparates de borracho—. Pero Eriko ya no está. Y eso de vivir los dos…, ¿como mujer o como amiga?
—¿Vendemos el sofá y compramos una cama doble? —se rió, y luego dijo con bastante sinceridad—: Ni yo mismo lo sé. —Al contrario de lo que podía parecer, su franqueza me emocionó. Continuó—: Ahora soy incapaz de pensar en nada. ¿Qué significas en mi vida? ¿Qué haré a partir de ahora? ¿Qué ha cambiado? No comprendo absolutamente nada. Podría intentar pensar, pero no puedo decidir nada en esta situación. Sólo sacaría conclusiones tontas. Tengo que salir de este agujero. Tengo que salir pronto. Ahora no puedo mezclarte en esto. Aunque estemos juntos los dos, no podrías estar contenta en el mismísimo centro de la muerte… Tal vez nunca puedas estarlo mientras estemos juntos.
—Yûichi, no pienses todo al mismo tiempo. Las cosas van siguiendo su curso natural —dije a punto de llorar.
—Sí. Seguramente, cuando me despierte mañana, ya habré olvidado todo. Últimamente siempre es así. No hay nada que continúe al día siguiente.
Y después, Yûichi, tendido boca arriba en el sofá, dijo:
—Qué situación.
Me parecía que toda la estancia estaba escuchándolo, sumergida en la noche sin palabras. Sentía que incluso la habitación estaba desconcertada por la ausencia de Eriko. La noche avanzaba e iba aplastándonos. Nos hizo sentir que no había nada que compartir.
Yûichi y yo subíamos a veces hasta lo alto de una escalera estrecha en la oscuridad negra y brillante, y mirábamos juntos el fuego del infierno. Con el reflejo en la cara de ese calor que casi nos hacía desmayar, contemplábamos cómo hervía a borbotones un mar de fuego que espumeaba al rojo vivo. La persona que estaba a mi lado era, ciertamente, mi único amigo, y estaba más cerca de mí que nadie en el mundo, pero, sin embargo, no nos cogíamos la mano. Nos sentimos muy solos, pero somos demasiado independientes. Y yo, mirando su perfil ansioso iluminado por el fuego, pensé que, a lo mejor, ésta sí era la verdad. No éramos un hombre y una mujer en el sentido convencional, pero éramos los verdaderos hombre y mujer, los primigenios. De todos modos, el lugar era horrible. No era un sitio donde dos personas pudiesen jurarse la paz.
—… No soy adivina. —Había estado tomándome estas imaginaciones en serio y acabé burlándome de mí misma.
Veía a un hombre y a una mujer que intentaban suicidarse, mirando el fuego del infierno. Por lo tanto, su amor iría a parar allí. No podía dejar de reír, me sonaba que alguna historia parecida había ocurrido en los tiempos antiguos.
Yûichi se quedó profundamente dormido en el sofá. Tenía el rostro feliz por haber podido dormirse antes que yo. Cuando lo tapé con el
futon,
no se movió ni un ápice. Mientras fregaba los platos intentando hacer el menor ruido posible, derramé muchas lágrimas.
No por tener que fregar tantos platos yo sola, por supuesto, sino porque me habían abandonado en una noche muy fría que me paralizaba.
Al día siguiente, a mediodía, tenía que ir a trabajar. Por eso creí que sonaba el despertador, pero cuando alargué la mano… era el teléfono. Ya tenía el auricular en la mano.
—¿Diga? —Recordé al mismo tiempo que no era mi casa, y añadí apresuradamente—: Diga, es la casa de la familia Tanabe. —Entonces se oyó un «clic». Habían cortado.
Medio dormida, pensé que a lo mejor había llamado alguna chica y me supo mal. Miré a Yûichi. Todavía dormía profundamente. Pensé: «Qué le vamos a hacer», me arreglé, salí sin hacer ruido y me fui al trabajo. Pensé que ya decidiría aquella tarde si dormir o no allí por la noche.
Llegué al trabajo.
Las oficinas de la profesora ocupaban toda la planta de un gran edificio. Había una cocina para las clases y un estudio fotográfico. La profesora estaba revisando algunos artículos en su despacho. Era una mujer afable, todavía joven, que cocinaba maravillosamente y tenía muy buen gusto. Al verme, se quitó las gafas y empezó a darme indicaciones sobre lo que tenía que hacer.
Dijo que, como había mucho trabajo en la preparación de las clases, bastaba con que ayudara hasta tenerlo todo listo. Otra persona haría de ayudante principal. De modo que, entonces, mi trabajo terminaría antes del anochecer…
Me quedé desconcertada, pero me salvó una pregunta muy oportuna:
—Señorita Sakurai, tengo que ir a la zona de Izu a recoger algunos datos. Es un viaje de cuatro días. ¿Podría venir conmigo? Me sabe mal pedírselo tan de repente.
—¿Izu? ¿Es un trabajo para una revista? —dije sorprendida.
—Sí… A las otras chicas no les va bien. Es un proyecto que consiste en presentar platos famosos de varios hoteles y explicar cómo se preparan, ¿qué le parece? Nos alojaremos en hoteles de lujo. Pediré habitaciones individuales. Pero tendría que contestarme cuanto antes, a ser posible antes de esta noche.
Respondí antes de que terminara de hablar:
—De acuerdo —acepté de buena gana.
—Me ha salvado —dijo la profesora sonriendo.
Yendo hacia la cocina, de repente, mi corazón se aligeró. Me parecía buena idea estar unos días fuera de Tokio y separarme de Yûichi.
Cuando abrí la puerta, Nori-chan y Kuri-chan, dos ayudantes que llevaban un año más que yo en el trabajo, estaban haciendo ya los preparativos.
—Mikage, ¿te ha hablado del viaje a Izu? —dijo Kuri-chan al verme.
—¡Qué bien! Dice que hay cocina francesa. También comerás mucho marisco y pescado —Nori-chan sonrió.
—A propósito, ¿cómo es que voy a ir yo? —pregunté.
—Lo siento. Nosotras no podemos ir porque nos apuntamos a unas clases de golf. Pero si te va mal, una de las dos puede dejarlo, ¿no, Kuri-chan?
—Sí, claro. Dínoslo con franqueza —me dijeron las dos amablemente.
Yo sonreí.
—No, no es ningún problema, en absoluto.
Dicen que las dos entraron en la escuela por recomendación, cuando se licenciaron en la misma universidad. Naturalmente, habían estudiado cocina cuatro años y eran profesionales.
Kuri-chan era alegre y muy mona, y Nori-chan era guapa y tenía aspecto de ser de buena familia. Las dos se llevaban muy bien. Siempre vestían ropas sorprendentemente elegantes y de buen gusto, e iban siempre muy bien arregladas. Eran modestas, amables y pacientes. Destacaban incluso entre las chicas de buena familia, que no eran pocas en el mundo de la cocina.
De vez en cuando la madre de Nori-chan telefoneaba. Su manera de hablar era tan dulce y amable que me hacía sentir incómoda. Me sorprendía que supiera tan puntualmente lo que pensaba hacer Nori-chan durante el día.
Es posible que las madres, en general, sean así.
Nori-chan, sujetando su cabello largo y suave con una mano, hablaba sonriendo con su madre por teléfono, con una voz que parecía un cascabel.
Me gustaban las dos a pesar de ser tan distintas a mí.
Ellas sonreían: «Muchas gracias», con sólo pasarles un cucharón. Cuando estaba resfriada, se preocupaban por mí y me preguntaban enseguida: «¿Cómo te encuentras?». Cuando se reían con el delantal blanco, bajo la luz, me sentía tan feliz que casi me entraban ganas de llorar. Trabajar con ellas me hacía sentir dichosa y sosegada.
Había trabajo hasta las tres: distribuir los ingredientes en los boles para las alumnas, calentar grandes cantidades de agua, pesar…, bastantes trabajos pequeños.
La sala, con sus grandes ventanales por los que entraba la luz, con sus mesas, hornos y cocina de gas, me recordaba el aula de las clases de Hogar.
Trabajábamos alegremente, chismorreando. Eran más de las dos. De repente, alguien llamó fuerte a la puerta.
—Será la profesora —dijo Nori-chan ladeando la cabeza. Y contestó con voz suave—: Pase.
Yo estaba en cuclillas buscando el quitaesmalte dentro de mi bolso porque Kuri-chan había gritado: «¡Oh!, no me he quitado la laca de las uñas». Al abrirse la puerta, se oyó una voz femenina:
—¿Está la señorita Mikage Sakurai?
Al oír mi nombre me levanté sorprendida. No conocía a la chica que estaba en la puerta. Todavía conservaba algo infantil en sus facciones, posiblemente fuera más joven que yo. Era baja y tenía los ojos redondos, pero la expresión era dura. Estaba de pie, firme sobre sus escarpines color beige. Llevaba un jersey fino, amarillo, y una gabardina ocre. Sus piernas eran gruesas, pero daban la impresión de ser atractivas. Todo el cuerpo era redondo. Tenía el ceño fruncido y el flequillo cuidadosamente marcado. En su cara, regordeta, había un mohín de enfado en los labios rojos.
«No es que me disguste, pero…», pensé con apuro. Era grave que, al mirarla bien, no pudiese recordar quién era.
Nori-chan y Kuri-chan se quedaron perplejas y la miraban por encima de mi hombro. No podía hacer otra cosa, y dije:
—Perdone, ¿quién es usted?
—Me llamo Okuno. He venido para hablar contigo —dijo con voz aguda y ronca.
—Lo siento, pero ahora estoy trabajando. ¿No podrías llamarme a casa esta noche?
Y cuando terminé de decirlo:
—¿Te refieres a casa de Yûichi? —dijo en un tono duro.
Comprendí, al fin. Sin duda, ella era la persona que había llamado por la mañana. Estaba, segura.
—No, te equivocas —dije.
Kuri-chan dijo:
—Mikage, ya puedes irte. Le diremos a la profesora que has ido a comprar algunas cosas para el viaje.
—No hace falta. Terminaré enseguida —dijo ella entonces.
—¿Eres amiga de Yûichi? —pregunté con calma.
—Sí, soy una compañera de la universidad… He venido a pedirte un favor. Te lo diré claramente: No te ocupes más de Yûichi —dijo ella.
—Esto tiene que decidirlo él —dije—. Creo que no puedes decidirlo tú, ni en el caso de que fueras su novia.