—No importa, mañana comeré mejor.
—¡Qué suerte! Yo ya puedo imaginar el desayuno… Seguramente
yudofu.
—Ese plato… se calienta en una pequeña cazuela con combustible sólido, ¿verdad? Sí, sin duda es ése.
—Sí. A Chika-chan le encanta el
tofu,
por eso me recomendó este sitio. Es un buen hotel, desde luego. Tiene unos grandes ventanales y desde la habitación se ve algo parecido a una cascada. Pero yo, que estoy en pleno desarrollo, prefiero comer algo más sustancioso, con más calorías. ¡Qué curioso! Los dos tenemos hambre bajo el mismo cielo nocturno.
Yûichi se rió.
Es absurdo, pero en aquel momento no pude decirle con alegría que iba a comerme un
katsudon,
no sé por qué. Me pareció una traición. Quería estar hambrienta con él en su pensamiento.
Mi intuición era terriblemente aguda en aquel instante. Lo vi tan claro como si estuviera en mi propia mano.
El sentimiento de ambos iba deslizándose por una curva suave en la oscuridad envuelta en muerte, estrechamente cercanos el uno al otro. Pero, tras pasar la curva, nuestros caminos acabarían separándose. Y, tras superar ese punto, los dos nos convertiríamos en amigos eternos.
Lo sabía con certeza. Pero me sentía impotente.
Incluso me daba la sensación de que no me importaba que fuera así.
—¿Cuándo volverás? —dije.
Y Yûichi, tras un silencio:
—Pronto —dijo.
Yo pensé: «No sabe mentir». Seguramente huirá mientras le dure el dinero. Acabará por no telefonearme, aplastado por el mismo sentimiento de culpabilidad que tenía cuando tardó tanto en avisarme de la muerte de Eriko. Él era así.
—Hasta la vista, pues —dije.
—Sí, hasta pronto.
Probablemente ni él mismo sabía por qué huía.
—No se te ocurra cortarte las venas, ¿eh? —le dije riendo.
—¡Qué va!
Yûichi se rió, dijo «Adiós», y colgó.
Apenas dejé el teléfono, me asaltó una sensación de debilidad enorme. Me quedé abstraída, con la mirada fija en la puerta corredera de vidrio del restaurante, escuchando los ruidos del exterior mecido por el viento. La gente que pasaba decía: «¡Qué frío hace! ¡Qué frío!». También aquel día la noche había llegado e iba pasando. Al fin, me quedé verdaderamente sola en lo más hondo de una solitud profunda en la que no existía ningún contacto espiritual.
Pensé desde el fondo de mi corazón: «Las personas no se dejan vencer por las circunstancias o por fuerzas que vienen de fuera, sino por las que nacen en el interior de sí mismos». Precisamente, ante mis ojos estaba a punto de acabar algo de lo que no deseaba su fin. Pero no podía impacientarme o entristecerme. Sólo había una oscuridad sombría.
Pensé que me gustaría reflexionar con calma en algún lugar más claro donde hubiera flores. Pero, seguramente, cuando lo hiciera, sería ya demasiado tarde.
No tardaron en traerme el
katsudon.
Recobré el ánimo, y separé los palillos. «Con hambre no se puede hacer nada», pensé. Por el aspecto, parecía bueno y, cuando lo probé, estaba realmente delicioso. Era riquísimo.
—Oiga, está buenísimo —dije en voz alta.
—¿Verdad que sí?
El dueño sonrió con orgullo.
Pese a estar hambrienta seguía siendo una profesional, y pensé que era una demostración de arte culinario que podía calificarse de encuentro inesperado. La comida no tenía ningún defecto: la calidad de la carne, el sabor del caldo, la cocción de los huevos y de las cebollas, el punto del arroz… Pensando en la comida, recordé que la profesora nos había hablado de este restaurante. Dijo: «Me gustaría recopilar algunos datos sobre ese restaurante». Tenía suerte. Y al pensar: «Si estuviese aquí Yûichi…», acabé diciendo impulsivamente:
—Disculpe, ¿hacen comida para llevar? ¿Puede prepararme uno?
Salí del restaurante a medianoche, con el estómago lleno, y me quedé sola en la calle sin saber qué hacer con un paquete todavía caliente de
katsudon.
Mientras pensaba: «¿Qué se me habrá pasado por la cabeza?… ¿Qué hago yo ahora?», un taxi vino deslizándose ante mis ojos, creyendo equivocadamente que estaba esperando uno. Al ver las letras rojas de «libre», tomé una decisión.
Subí al taxi y dije:
—¿Puede llevarme a la ciudad I***?
—¿La ciudad I***? —repitió el taxista con voz estúpida, y me miró—. Por mí, muy bien, pero está lejos y le saldrá caro, ¿no le importa, señorita?
—No, es urgente. —Me sentía majestuosa, como Juana de Arco cuando se presentó ante el rey. Pensé que no me tomaría en serio, comportándome de aquel modo, y añadí—: Cuando lleguemos, le pagaré la tarifa hasta allí. Me gustaría que me esperara unos veinte minutos hasta que solucione un asunto y que luego me trajera otra vez de vuelta.
—Un asunto amoroso, ¿eh? —sonrió.
—Sí, más o menos.
Yo también sonreí.
—De acuerdo, vamos.
El taxi empezó a correr hacia la ciudad I*** a través de la oscuridad de la noche, llevándonos a mí y al
katsudon.
Al principio, me adormecí por el cansancio, pero me desperté cuando corríamos por una carretera recta por la que no pasaba apenas ningún coche.
Aún tenía las manos y los pies adormecidos y calientes, pero mi conciencia se aclaró de golpe de una forma estimulante. Cuando me incorporé en el interior oscuro del coche y me senté recostada contra la ventanilla, el taxista dijo:
—La carretera está vacía. Llegaremos dentro de poco.
Yo dije:
—Sí —y levanté los ojos hacia el cielo.
La luna alta y clara cruzaba el cielo velando las estrellas. Había luna llena. Se escondía y volvía a aparecer. Dentro del coche hacía calor y los cristales se empañaron. La silueta de los árboles, de los campos y de las montañas iban quedando atrás como figuras recortables. De vez en cuando, un camión nos adelantaba con un ruido ensordecedor. Luego, quedaba el silencio. El asfalto brillaba reflejando la luna.
Finalmente el coche entró en la ciudad I***. Había muchos pequeños soportales de santuarios sintoístas sumergidos en la oscuridad y entremezclados con los tejados de las casas. Subimos rápidamente por una cuesta estrecha. El grueso cable del funicular que unía la ciudad con la montaña relucía en la oscuridad.
—Los hoteles de por aquí sirven
tofu
cocinado de diversas formas. Es que, antiguamente, los bonzos prohibieron comer carne. Ahora lo han adaptado a la cocina moderna y es típico de este lugar. La próxima vez que venga de día, puede probarlo —dijo el taxista.
Miré el plano con los ojos entrecerrados.
—Pare en la siguiente esquina. Vuelvo enseguida.
—De acuerdo —dijo.
El coche se detuvo bruscamente.
Fuera hacía un frío que calaba hasta los huesos, y las manos y las mejillas se me quedaron congeladas inmediatamente. Saqué los guantes, me los puse, y subí, con la mochila en la que llevaba el
katsudon,
por la cuesta bajo el claro de luna.
Mi presentimiento se hizo realidad.
El hotel donde se hospedaba Yûichi no era un local antiguo en los que se puede entrar y salir durante la noche. La entrada principal, una puerta de cristal automática, estaba cerrada con llave y también la puerta de la escalera de emergencia del exterior.
Tuve que volver a la carretera y llamar, pero nadie cogió el teléfono. Era lógico, a medianoche.
Pensé: «¿Qué hago aquí, viniendo de tan lejos?». A oscuras, ante el hotel, no sabía qué hacer.
No quería renunciar al objetivo de mi viaje, y fui hasta el jardín. Entré, y pasé por un callejón estrecho que estaba junto a la salida de emergencia. Realmente, tal como decía Yûichi, el hotel explotaba publicitariamente la cascada. Todas las ventanas daban al jardín para que pudieran verla. Todo estaba oscuro. Contemplé el jardín con un suspiro. Había una falsa barandilla, de imitación, sobre las rocas, y la estrecha cascada caía desde lo alto con estrépito sobre las rocas cubiertas de musgo. El agua pulverizada me pareció fría y se veía blanca en la oscuridad. Unas luces verdes iluminaban la cascada desde varios puntos y realzaban de forma poco natural el color de los árboles del jardín. Esa escena me recordó el decorado de «Crucero por la jungla», en Disneylandia. Pensé: «Este verde es un poco artificial», me volví, y miré de nuevo la hilera de ventanas oscuras. Entonces, sin motivo alguno, me convencí: «La habitación de este lado, la de la esquina, la que recibe el reflejo verdoso de la iluminación, es la de Yûichi», pensé.
Y me dio la sensación de que podría asomarme por la ventana al instante. Sin pensar lo que hacía, intenté encaramarme a las piedras amontonadas del jardín.
Entonces, vi muy cerca el alero del tejado falso, de adorno, que estaba entre la planta y el primer piso. Me pareció que, poniéndome de puntillas, podría alcanzarlo. Subí dos o tres piedras más, comprobando la estabilidad de aquellas piedras apiladas de forma poco natural, y el borde del tejado se me acercó aún más. Intenté alargar la mano hasta el canalón y, al final, pude cogerlo. Tomé impulso, di un salto y aferré el canalón con una mano. Luego, con fuerza, coloqué el otro brazo hasta el codo sobre el tejado falso y así una teja. De repente, la pared se me acercó perpendicularmente, y noté cómo se agarrotaban mis pequeños músculos desentrenados.
Estaba en una situación verdaderamente apurada, asida a una teja que sobresalía del tejado falso y sin otra alternativa que permanecer de puntillas. Tenía los brazos entumecidos por el frío y, lo peor, la mochila fue deslizándose y se me descolgó de un hombro.
¡Maldita sea! Había sido sólo el impulso de un instante y ahora estaba suspendida del tejado exhalando vaho blanco. Pensé: «Me rindo».
Al mirar abajo, el sitio donde poco antes había apoyado los pies se veía oscuro, lejano. El agua de la cascada rugía al caer. Y, qué remedio, concentrando toda la fuerza en los brazos, intenté quedarme en suspensión. Quería poner la parte superior de mi cuerpo sobre el tejado, y di una patada a la pared con todas mis fuerzas.
Oí el «frasss» de un roce y sentí un dolor que me abrasaba el brazo derecho. Logré ponerme de rodillas sobre el borde del tejado de hormigón, me deslicé rodando y acabé metiendo los pies en un charco sucio de agua de lluvia.
Uff, todavía tendida boca arriba, cuando miré el brazo y vi los rasguños teñidos en rojo que me acababa de hacer, creí que me desmayaba.
Me quité la mochila y la dejé a un lado, y así, tendida, alcé la vista hacia el tejado del hotel y me quedé contemplando las nubes y la luna brillante. Pensé: «Así es como salen las cosas». (Ahora me pregunto cómo podía pensar tal cosa en una situación como aquélla. Debía de estar desesperada. Me gustaría que me llamaran «filósofa de la acción».)
Las personas creen que hay muchos caminos y que pueden elegir el suyo libremente. Quizá fuese más acertado decir que sueñan con el momento de elegirlo. Yo también pensaba así. Pero en aquel instante pude comprenderlo.
Lo supe, y tomó forma de palabras: «El camino está siempre marcado, pero no en un sentido fatalista. Cada instante, con la respiración, con la mirada, y con los días que se repiten, uno tras otro, se va decidiendo espontáneamente». Y, dependerá de cada uno, pero, yo, al darme cuenta de esto, no podía hacer otra cosa que quedarme tal como estaba, tendida boca arriba mirando el cielo de la noche, con el
katsudon,
en pleno invierno, dentro del charco, en el tejado de un lugar desconocido como si fuera lo más normal.
Oh, la luna está preciosa.
Me puse en pie, y golpeé con los nudillos la ventana de la habitación de Yûichi.
Sentí que tendría que esperar bastante. Cuando el viento se infiltraba ya en mis pies mojados, se encendió la luz y apareció Yûichi, con expresión asustada, desde el fondo de la habitación.
Al encontrarme a mí, con la parte superior del cuerpo visible a través de la ventana y de pie sobre el tejado, Yûichi desorbitó los ojos, y vi cómo sus labios articulaban:
—¿Mikage?
Asentí, golpeé la ventana de nuevo, y, entonces, me abrió apresuradamente. Yûichi tiró de la mano helada que le tendía y me hizo entrar.
Aquella repentina claridad me deslumbró. La habitación templada parecía otro mundo y me dio la sensación de que, por fin, se unían de nuevo mi cuerpo y mi alma.
—Te traigo un
katsudon
—dije—. ¿Sabes? Estaba tan bueno que era hacerte una mala pasada comérmelo yo sola.
Y saqué el paquete de la mochila.
La luz del fluorescente iluminaba el pálido
tatami.
La televisión se oía baja. El
futon
conservaba el hueco del cuerpo de Yûichi, tal como lo había dejado al levantarse.
—Antes también sucedió algo parecido, ¿no? —dijo Yûichi—. Hablamos en un sueño. ¿Ahora es también así?
—¿Cantamos los dos juntos?
Me reí. Apenas vi a Yûichi, incluso mi corazón perdió la noción de la realidad. Me pareció que todo había sido un sueño lejano: habernos conocido y haber convivido en la misma casa. Él no estaba en este mundo y sus ojos fríos me daban miedo.
—Yûichi, me sabe mal, pero ¿me das una taza de té? Tengo que irme dentro de poco.
Y añadí en mis pensamientos: «Aunque sea un sueño, no importa».
—Claro —dijo.
Trajo el pote y la tetera, y preparó un humeante té caliente. Lo tomé sosteniendo la taza con las dos manos. Sentí sosiego. Reviví.
Y sentí de nuevo el peso de la atmósfera de la habitación. Se podía pensar que, quizás, aquel lugar pertenecía realmente a la pesadilla de Yûichi. Cuanto más tiempo estuviera allí, más pasaría a ser parte del mal sueño y acabaría esfumándome en la oscuridad. Como una impresión borrosa, como una fatalidad… Dije:
—Yûichi, en realidad no quieres volver, ¿no? Quieres olvidar completamente la extraña vida que has llevado hasta ahora y empezar de nuevo, ¿verdad? No me mientas. Yo lo sé. —Las palabras hablaban de desesperación, pero, sin embargo, yo estaba extrañamente tranquila—. Pero ahora, ante todo, el
katsudon.
Cómetelo.
Un silencio azul asfixiante fue acercándose hasta hacerme saltar las lágrimas. Yûichi cogió el
katsudon
con los ojos bajos y aspecto de estar sintiendo remordimientos. Dentro de esta atmósfera que carcomía la vida como un gusano, algo inesperado nos empujó por detrás.
—Mikage, ¿qué te has hecho en esta mano?
Yûichi se había dado cuenta del rasguño que tenía.