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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (8 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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Mosaku y Minokichi iban camino de casa, un frío atardecer, cuando los sorprendió una brusca tormenta de nieve. Alcanzaron la balsa, pero el batelero se había ido, dejando la embarcación en la otra ribera del río. No era día apropiado para nadar, y los leñadores se cobijaron en la choza del batelero, juzgándose dichosos por haber hallado al menos ese refugio. En la choza no había brasero ni sitio alguno donde encender fuego: era sólo una choza de doble entarimado[
1
], con una sola puerta y sin ventanas. Mosaku y Minokichi cerraron la puerta y se echaron a descansar, cubriéndose con los abrigos de paja. Al principio no sintieron mucho frío, y pensaban que la nevisca no tardaría en concluir.

El viejo se durmió casi enseguida, pero el muchacho, Minokichi, permaneció despierto durante un buen rato, atento al viento que gemía y a la nieve que azotaba la puerta. El río bramaba con furia; la choza crujía, meciéndose como un junco en el mar. Era una tormenta espantosa, y el aire era cada vez más helado. Minokichi temblaba debajo de su abrigo. Pero al fin, pese a todo, también se durmió.

Una ráfaga de nieve en la cara lo despertó. La puerta de la choza se había abierto con brusquedad; el resplandor de la nieve (
yuki-akari
) iluminó a una mujer que estaba dentro de la choza: una mujer totalmente vestida de blanco. Estaba inclinada sobre Mosaku y exhalaba su aliento sobre él; y su aliento semejaba un humo blanco y brillante. Casi en el mismo instante se volvió hacia Minokichi y se agachó sobre él. El joven quiso gritar, pero no pudo emitir sonido alguno. La mujer de blanco se le acercó cada vez más, casi hasta rozarlo con el rostro; advirtió que era muy hermosa, aunque sus ojos eran temibles. Ella lo miró durante un rato; luego susurró, con una sonrisa:

—Mi intención era tratarte como al otro. Pero no puedo evitar cierta piedad por ti… eres tan joven… Eres un muchacho apuesto, Minokichi, y no te causaré daño. Pero, si alguna vez le cuentas a alguien (aun a tu madre) lo que viste esta noche, lo sabré y acudiré a matarte… ¡Recuerda estas palabras!

Y, tras pronunciarlas, se apartó de él y salió por la puerta. Entonces el joven recobró el don del movimiento; se incorporó de un salto y miró alrededor. Pero la mujer no estaba en ninguna parte, y la nieve inundaba frenéticamente la cabaña. Minokichi cerró la puerta y la aseguró con leños. Supuso que era el viento el que la había abierto, y pensó que había estado soñando, que había tomado el resplandor de la nieve en el vano de la puerta por la imagen de una mujer blanca; pero no podía estar seguro. Llamó a Mosaku, y se atemorizó al ver que éste no le contestaba. Tendió la mano en la oscuridad, acarició el rostro de Mosaku, y descubrió que estaba helado. Mosaku era un rígido cadáver.

Hacia el alba se disipó la tormenta; y cuando el batelero regresó a su puesto, poco después del amanecer, halló a Minokichi sin sentido junto al gélido cadáver de Mosaku. Minokichi recibió atención inmediata y no tardó en recobrarse; pero durante mucho tiempo quedó enfermo a causa del frío padecido en esa terrible noche. También lo había asustado mucho la muerte del viejo, pero a nadie mencionó la visión de la mujer de blanco. Apenas se repuso, volvió a emprender su faena: todas las mañanas, a solas, iba al bosque, de donde regresaba al anochecer con sus haces de leña, que vendía con ayuda de su madre.

Un atardecer del invierno siguiente, mientras regresaba a casa, encontró una muchacha que viajaba por el mismo camino. Era alta, delgada y muy bonita, y respondió al saludo de Minokichi con una voz tan dulce como el arrullo de un pájaro. Caminó junto a ella y comenzaron a conversar. La muchacha dijo llamarse O-Yuki[
2
]; dijo además que hacía poco había perdido a sus padres y que iba en viaje hacia Yedo, donde tenía unos parientes pobres que acaso la ayudaran a conseguir empleo como sirvienta. La extraña muchacha pronto sedujo a Minokichi: cuanto más la miraba más hermosa parecía. El joven le preguntó si no estaba comprometida, y ella respondió, con una carcajada, que estaba libre. A su vez, ella le preguntó a Minokichi si él estaba casado o comprometido; le contestó que, si bien sólo tenía que mantener a una madre viuda, aún no habían considerado la cuestión de una “honorable nuera”, puesto que él era muy joven… Luego de estas confidencias, prosiguieron su camino en silencio; mas, según declara el proverbio,
Ki ga aréba, mé mo kuchi hodo ni mono wo yu
(En presencia del deseo, los ojos no son menos elocuentes que los labios). Cuando llegaron a la aldea, ambos se habían cobrado mutuo afecto; y entonces Minokichi le rogó a O-Yuki que aceptara alojarse en su casa por esa noche. Tras una tímida vacilación, ella decidió acompañarlo; y la madre de Minokichi le ofreció la bienvenida y le preparó una comida caliente. O-Yuki se comportó con tal discreción que la madre del joven se prendó repentinamente de ella, y la persuadió de que aplazara su viaje a Yodo. La natural consecuencia de este episodio fue, por supuesto, que O-Yuki jamás fue a Yedo. Permaneció en la casa, como “honorable hija política”.

O-Yuki desempeñó este papel a la perfección. Al fallecer la madre de Minokichi —cinco años más tarde—, sus últimas palabras fueron de afecto y alabanza para la mujer de su hijo. Y O-Yuki le dio diez hijos a Minokichi, entre varones y mujeres, todos ellos muy hermosos, y de tez admirable.

La gente de la comarca consideraba a O-Yuki una persona maravillosa, aunque distinta de ellos por naturaleza. La mayor parte de las campesinas envejece prematuramente, pero O-Yuki, aunque era madre de diez niños, se conservaba tan joven y lozana como el día en que llegó a la aldea.

Una noche, cuando los niños se habían dormido, O-Yuki cosía a la luz de un farolillo de papel; y Minokichi, observándola, le dijo:

—Al verte allí, cosiendo, con la luz en la cara, evoqué algo extraño que me aconteció cuando tenía dieciocho años. En esa ocasión, vi a una mujer tan hermosa y blanca como tú… en realidad, se te parecía mucho…

O-Yuki respondió, sin alzar los ojos:

—Háblame de ella… ¿Dónde la viste?

Entonces Minokichi le refirió la noche espantosa pasada en la cabaña del batelero, le contó el episodio de la Mujer Blanca que le había sonreído y susurrado, y le describió la silenciosa muerte del viejo Mosaku. Y añadió:

—Ésa fue la única vez, en el sueño o la vigilia, que vi una criatura tan hermosa como tú. No era, por supuesto, un ser humano; y yo le tenía miedo… mucho miedo… ¡pero era tan blanca! En verdad, nunca estuve seguro de si había soñado o si había visto a la Mujer de la Nieve…

O-Yuki arrojó su costura, se levantó, se irguió ante Minokichi, y le gritó:

—¡Era yo… yo… yo!… ¡Era Yuki! ¡Y te dije que te mataría si alguna vez llegabas a mencionarlo!… Si no fuera por esos niños que duermen allí, te mataría al instante. Y ahora, mejor que los cuides muy, muy bien, pues si alguna vez tienen razones para quejarse de ti, te trataré como mereces…

Mientras gritaba, su voz se había aflautado hasta parecer un gemido del viento; entonces se disipó, convirtiéndose en una niebla blanca y rutilante que ascendió hacia el cielo raso y que desapareció trémula, por el agujero de la chimenea… Jamás volvieron a verla.

[
1
] Es decir, la superficie del piso tenía unos seis pies cuadrados
(N. del A.)

[
2
] Este nombre, que significa “nieve”, no es infrecuente. Acerca de los nombres femeninos en Japón véase mi libro
Shadowings (N. del A.)

LA HISTORIA DE AOYAGI

En la era de Bummei (1469-1486) hubo un joven samurái llamado Tomotada al servicio de Hatakéyama Yoshimuné, señor de Nôtô. Tomotada era nativo de Echizen, pero a temprana edad lo habían llevado como paje al palacio del
daimyô
de Nôtô, y allí lo habían adiestrado, bajo la supervisión del príncipe, en el ejercicio de las armas. Con el tiempo, demostró que sus virtudes como erudito no eran inferiores a sus virtudes como soldado, y continuó gozando del favor de su príncipe. Dotado de afabilidad, simpatía y apostura, ganó el afecto y la admiración de los otros samuráis.

Tomotada tenía veinte años cuando se le encomendó una misión especial ante Hosokawa Masamoto, gran
daimyô
de Kyotô y pariente de Hatakéyama Yoshimuné. Como recibió órdenes de pasar por Echizen, el joven solicitó y obtuvo licencia para visitar de paso a su madre, que era viuda.

Partió de la época más gélida del año; el campo estaba cubierto de nieve y, aunque el samurái contaba con un vigoroso corcel, se vio forzado a marchar con lentitud. Tomó una senda que se internaba en un paraje montañoso, donde los poblados eran escasos y distantes entre sí; y en el segundo día de viaje, agotado por horas de cabalgata, sucumbió a la desesperación al ver que no podía llegar a su próximo descanso sino hasta bien entrada la noche. Su ansiedad se justificaba, pues cerníase una pesada nevisca y un ventarrón frío e intenso, y el caballo ya parecía exhausto. Pero, en ese momento crucial, Tomotada súbitamente vislumbró el techo derruido de una cabaña en la cima de un monte coronado de sauces. Espoleó al animal, y no sin dificultades trepó hasta la casa; golpeó con fuerza los batientes de madera, cerrados para impedir la irrupción del viento. Una anciana acudió a abrirle, y al ver al apuesto desconocido, gritó, compadeciéndole:

—¡Ah, qué horrible! ¡Un joven caballero viajando solo con este tiempo!… Dignaos entrar, joven señor.

Tomotada desmontó y, tras conducir su caballo a un establo al fondo de la casa, entró en la cabaña, donde vio a un viejo y una muchacha que se calentaban a la lumbre de una fogata hecha de ramas de bambú. Con todo respeto lo invitaron a compartir el fuego; los ancianos procedieron a calentar un poco de vino de arroz y a preparar comida para el viajero, a quien se aventuraron a interrogar con respecto a su travesía. La joven, entretanto, desapareció detrás de una mampara. Tomotada había observado con asombro que ésta era extraordinariamente bella, aunque su vestimenta consistía en aborrecibles harapos y tenía el cabello, largo y suelto, totalmente desgreñado. Le intrigó que una muchacha tan bonita viviera en un sitio tan pobre y desolado.

Díjole el anciano:

—Honorable señor, el próximo pueblo está lejos; arrecia la nieve, el viento cala los huesos, y el camino está en malas condiciones. Seguir nuestro camino esta misma noche sería, por tanto, algo peligroso. Aunque este cobertizo es indigno de vuestra presencia, y aunque no tenemos comodidades que ofreceros, quizá sea más seguro que esta noche os cobijéis bajo este techo miserable… Sabríamos cuidar de vuestra cabalgadura.

Tomotada aceptó esta humilde propuesta, íntimamente feliz de disponer de más ocasiones de ver a la muchacha. Pronto le ofrecieron una comida tosca aunque abundante, y la joven regresó para servirle el vino. Se había cambiado de ropas y ahora lucía un vestido de confección casera, basto pero limpio; se había peinado y cepillado los largos cabellos. En cuanto ella se inclinó para llenar la copa, Tomotada comprobó con perplejidad que era más bella que todas las mujeres que había conocido; también lo asombraron sus gráciles movimientos. Pero los ancianos comenzaron a disculparse por ella, diciendo:

—Señor, nuestra hija, Aoyagi[
1
], ha sido criada aquí, en las montañas, prácticamente sola, e ignora los buenos modales. Os rogamos que disculpéis su estupidez y su ignorancia.

Tomotada alegó que se consideraba dichoso al ser servido por una doncella tan bonita. No podía apartar los ojos de ella, aunque advertía que su mirada de admiración la hacía sonrojar; no probó el vino ni la comida.

—Amable señor —dijo la madre—, esperamos que intentaréis comer y beber un poco, pues aunque nuestros alimentos sean de la peor calidad, ese viento espantoso os debe haber helado.

Entonces, para complacer a los ancianos, Tomotada comió y bebió cuanto pudo, pero los encantos de la muchacha no dejaron de seducirlo. Habló con ella y descubrió que sus palabras eran tan dulces como su rostro. Acaso la hubiesen criado en las montañas, pero, en tal caso, sus padres debían haber sido gente de rango en otro tiempo, pues hablaba y gesticulaba como una dama de alcurnia. Súbitamente, Tomotada le dirigió un poema —que también era una pregunta— inspirado por el deleite de su corazón:

Tadzunétsuru

Hana ka toté koso,

Hi wo kurasé

Akénu ni otoru

Akané sasuran?

[Yendo a hacer una visita,

hallé algo que creí una flor:

por tanto, aquí pasaré el día…

¿Por qué, antes del alba,

han de encenderse los tintes del alba?

Eso en verdad lo ignoro][
2
].

Sin vacilar un instante, ella le respondió con estos versos:

Izuru hi no

Honoméku iro wo

Waga sodé ni

Tsutsumaba asu mo

Kimiya tomaran

[Si con la manga oculto el lánguido

y hermoso color del sol crepuscular,

entonces es posible que mi señor

aún permanezca aquí por la mañana][
3
].

Entonces Tomotada supo que ella aceptaba su admiración; y el asombro que le causó la sutileza con que ella hilvanara en versos sus sentimientos no fue inferior al deleite que le ocasionó la respuesta que éstos implicaban. Ahora estaba seguro de que en todo este mundo jamás podría encontrar, y menos conquistar, a una muchacha más bella y sagaz que esta rústica doncella; y en su corazón, una voz parecía gritarle: “¡Aprovecha la suerte que los dioses han puesto en tu camino!” En otras palabras, estaba hechizado, y lo estaba a tal punto que, sin dilación, le pidió a los ancianos la mano de su hija, no sin detallarles su propio nombre y linaje, y su rango en la corte del señor de Nôtô.

Ellos se inclinaron ante él, proclamando su sorpresa y gratitud. Pero, tras unos instantes de aparente vacilación, dijo el padre:

—Honorable señor, sois persona de alto rango y tenéis posibilidad de elevaros más todavía. Muy grande es el favor que os dignáis ofrecernos, y por cierto que no hay modo de expresar o medir la hondura de nuestra gratitud. Pero esta muchacha es sólo una estúpida campesina, nacida en cuna humilde y sin educación de ningún tipo, y no es adecuado que se convierta en esposa de un noble samurái. Ni siquiera es correcto mencionar tal posibilidad… Pero, puesto que la halláis a vuestro gusto y habéis condescendido a disculpar sus rústicos modales y a pasar por alto su grosería, os la ofrecemos con gusto para que os sirva con humildad. Dignaos, pues, actuar como mejor convenga a vuestro augusto placer.

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