Read Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón Online

Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (6 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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] Literalmente, “piedra de cinco círculos (o cinco zonas)”, monumento funerario que consiste en cinco partes superpuestas —cada una de diversa forma—, que simbolizan los cinco elementos místicos: el Éter, el Aire, el Fuego, el Agua, la Tierra
(N. del A.)

MUJINA

En el camino de Akasaka, en Tokio, hay una cuesta llamada Kii-no-kuni-zaka, es decir, la Cuesta de la Provincia de Kii. Ignoro por qué se llama la Cuesta de la Provincia de Kii. A un lado de la cuesta hay un antiguo foso, muy profundo y muy ancho, cuyas verdes orillas se elevan hasta una zona de jardines; y al otro lado del camino se extienden las largas e imponentes murallas de un palacio imperial. Antes de la época de los faroles callejeros y las
jinrikishas
, este paraje era muy solitario durante la noche; y los peatones que viajaban a horas tardías preferían desviarse varias millas antes de ascender el Kii-no-kuni-zaka a solas, después del crepúsculo.

Todo a causa de una Mujina que solía pasearse por el lugar.

El último hombre que vio a la Mujina fue un viejo mercader del barrio Kyôbashi, muerto hace treinta años. Ésta es la historia tal como él la refirió:

Una noche, a horas tardías, el mercader ascendía el Kii-no-kuni-zaka, cuando vio a una mujer en cuclillas junto al foso; estaba sola y lloraba con amargura. Temiendo que la mujer quisiera ahogarse, él se detuvo para ofrecerle cuanta ayuda o consuelo estuviera en sus manos. Ella vestía con elegancia, y tenía un aspecto grácil y ligero; llevaba el cabello peinado como el de una joven de buena familia.


O-jochû
[
1
] —exclamó el mercader, acercándose—,
O-jochû
, no lloréis de ese modo… Decidme qué os aqueja, y si hay algún modo de ayudaros, yo me ofreceré gustoso.

(El mercader era sincero en sus palabras, pues era hombre de buen corazón). Pero ella continuó llorando y ocultaba el rostro en una de sus amplias mangas.

—O-jochû —repitió el mercader con dulzura—, os ruego que me escuchéis. Este lugar, a estas horas, no conviene a una dama. ¡No lloréis, os lo imploro! ¡Sólo decidme cómo puedo ayudaros!

Ella se incorporó con lentitud, pero le volvió la espalda y prosiguió con sus gemidos y sollozos. Él le puso la mano sobre el hombro, rogándole:


¡O-jochû! ¡O-jochû! ¡O-jochû!

Entonces la
O-jochû
se volvió, apartó la manga y se golpeó la cara con la mano; y el hombre vio que en ese rostro no había ojos ni boca ni nariz… y se alejó con un alarido.

Subió por el Kii-no-kuni-zaka, corriendo sin cesar, cercado por la desierta tiniebla. Corría sin atreverse a mirar atrás; y al fin vio una luz, tan distante que parecía el destello de una luciérnaga; se dirigió hacia ella. No era sino el farol de un vendedor ambulante de
soba
[
2
], quien había acampado junto al camino; pero cualquier luz y cualquier compañía humana era bienvenida después de semejante experiencia; y el mercader se arrojó a los pies del vendedor de
soba
, sin dejar de gemir.


¡Koré! ¡Koré!
—exclamó el vendedor—. ¡Basta! ¿Qué le ocurre? ¿Alguien le atacó?

—No… nadie me atacó —jadeó el otro—… sólo que… ¡Ah! ¡Ah!

—¿Sólo lo asustaron? —preguntó el vendedor con brusquedad—. ¿Salteadores?

—No, salteadores no, salteadores no —musitó el aterrado mercader—. Vi… vi una mujer… junto a la fosa… y me mostró… ¡Ah!, no puedo decirle lo que me mostró…

—¡Eh! ¿Era algo parecido a esto lo que le mostró? —gritó el vendedor de
soba
, golpeándose la cara. Ésta se transformó en un Huevo. Y, simultáneamente, se apagó la luz.

[
1
]
O-jochû
(honorable damisela): una fórmula de cortesía empleada al dirigirse a una joven desconocida
(N. del A.)

[
2
]
Soba
es una comida preparada a base de alforfón, algo parecida a los fideos
(N. del A.)

ROKURO-KUBI

Hace casi quinientos años había un samurái, llamado Isogai Hêîdazaêmon Takétsura, al servicio del señor Kijuki, de Kyûshû. Este Isogai había heredado, de múltiples ancestros guerreros, una aptitud natural para los ejercicios militares, así como un extraordinario vigor. Ya en la infancia excedía a sus maestros en el arte de la espada, en el manejo del arco y de la lanza, y hacía gala de todas las virtudes de un soldado diestro y audaz. Más tarde, en épocas de la guerra de los Eikyô[
1
], se distinguió a tal punto que fue merecedor de grandes honores. Mas, al abatirse la ruina sobre la estirpe de los Kijuki, Isogai se quedó sin amo. Pudo haber entrado sin dificultad al servicio de otro
daimyô;
pero como jamás había procurado la gloria en beneficio propio, y como su corazón permanecía fiel a su antiguo señor, prefirió abjurar del mundo. Se rasuró el cabello y se hizo monje viajero, adoptando el nombre budista de Kwairyô.

Pero, bajo la
koromo
[
2
] del sacerdote, Kwairyô conservó siempre un ardiente corazón de samurái. Si anteriormente había desdeñado las asechanzas del enemigo, también ahora se burlaba del peligro; y viajó, bajo cualquier clima y en cualquier estación, para predicar la buena Ley en regiones donde ningún sacerdote se habría aventurado. Pues eran épocas de violencia y desorden; y en los caminos no había seguridad para el viajero solitario, aunque se tratara de un monje.

En el curso de su primer viaje largo, Kwairyô tuvo ocasión de visitar la provincia de Kai. Una noche, mientras atravesaba las montañas de esa provincia, la oscuridad lo sorprendió en un paraje muy solitario, a varias leguas de cualquier aldea. De modo que se resignó a pasar la noche a la intemperie; halló un pastizal apropiado junto al camino, y se preparó para dormir. Habituado a una vida rigurosa, aun la roca desnuda era un buen lecho para él, a falta de algo mejor, y la raíz de un pino, una almohada excelente. Su cuerpo era de hierro, y jamás lo inquietaban el rocío, la lluvia, el granizo o la nieve.

Acababa de acostarse cuando un hombre apareció en el camino, con un hacha y un haz de leña recién cortada. El leñador se detuvo al ver a Kwairyô en el suelo y, después de observarlo un instante sin decir palabra, exclamó con enfático tono de asombro:

—¿Qué clase de hombre sois, buen señor, que os atrevéis a dormir solo en semejante lugar? Aquí abundan los espectros… ¿No teméis a las Criaturas Velludas?

—Amigo mío —respondió animosamente Kwairyô—, soy sólo un monje errabundo, un “Huésped del Agua y de las Nubes”, como dice la gente:
Un-sui-noryokaku
. Y no temo en absoluto a las Criaturas Velludas… si te refieres a las zorras, los tejones, o duendes de esa especie. En cuanto a los lugares solitarios, me gustan: son propicios a la meditación. Estoy acostumbrado a dormir al aire libre: y he aprendido a no padecer ansiedades.

—Sin duda sois hombre de coraje, señor monje —respondió el leñador—. ¡Acostaros aquí! Este sitio tiene mala reputación… muy mala. Pero, como dice el proverbio,
Kunshi ayakuki ni chikayorazu
(El hombre superior no se expone innecesariamente al peligro), y os aseguro, señor, que dormir aquí es muy peligroso. Por tanto, aunque mi hogar es sólo una choza maltrecha y desvencijada, permitidme rogaros que me acompañéis en el acto. Nada puedo ofreceros para comer, pero al menos tendréis un techo bajo el cual dormiréis sin riesgo.

Habló con firmeza, y Kwairyô, conmovido por la amabilidad de este hombre, aceptó su modesta oferta. El leñador lo guió por un estrecho sendero que salía del camino principal para internarse en la foresta de la montaña. Era un sendero áspero y peligroso: ya bordeaba profundos precipicios, ya se limitaba a una red de resbaladizas raíces, ya afrontaba rocas filosas y abruptas. Pero al fin Kwairyô se halló en el claro de la cima de un monte, bajo el esplendor de la luna; y vio ante él una choza pequeña y desvencijada, en cuyo interior brillaba una luz alegre. El leñador lo condujo a un establo detrás de casa, donde el agua de un arroyo cercano afluía mediante canales de bambú; y los dos hombres se lavaron los pies. Detrás del establo había un huerto y un bosquecillo de cedros y bambúes; y detrás de los árboles relucía una cascada, despeñándose desde las rocas para mecerse a la luz de la luna como un tenue sudario.

Al entrar a la cabaña, Kwairyô vio cuatro personas —hombres y mujeres— que se calentaban las manos ante una pequeña hoguera que ardía en el
ro
[
3
] del cuarto principal. Todos se inclinaron ante el sacerdote, saludándolo con sumo respeto. Sorprendiose Kwairyô de que gentes tan humildes y apartadas conocieran las fórmulas de la cortesía.

“Ésta es gente bondadosa —pensó para sí—, y alguien que conocía las normas de la hospitalidad ha de habérselas enseñado”.

Luego, volviéndose a su anfitrión —el
aruji
o señor de la casa, como lo llamaban los demás—, dijo Kwairyô:

—De la delicadeza de tu lenguaje, así como de la cordial bienvenida que me ofrece tu gente, infiero que no siempre has sido leñador. ¿Acaso serviste alguna vez a un señor de rango?

El leñador, sonriente, respondió:

—No os equivocáis, señor. Aunque ahora vivo en las condiciones que veis, fui en otro tiempo persona de cierta distinción. Mi historia es la historia de una vida arruinada, y arruinada por mi propia culpa. Yo estaba al servicio de un
daimyô
, y ocupaba un puesto nada desdeñable. Pero amaba en exceso las mujeres y el vino; e, incitado por la pasión, actué con malevolencia. Mi egoísmo provocó la ruina de nuestra casa, y también innumerables muertes. Mis males pronto se vieron compensados, y durante mucho tiempo fui un fugitivo en la tierra. Hoy ruego con frecuencia para expiar mi maldad, e intento erigir una vez más el hogar de mis ancestros. Aunque temo que jamás halle el modo de lograrlo. Trato, no obstante, de superar el karma de mis errores mediante un sincero arrepentimiento, y mediante la ayuda que pueda brindar a quienes padecen infortunio.

Kwairyô, a quien agradó esta resolución de hacer el bien, díjole al
aruji
:

—Amigo mío, he tenido ocasión de observar que los hombres, víctimas del frenesí en la juventud, pueden alcanzar en años posteriores una vida recta. En los sûtras sagrados está escrito que quienes abrazan el mal con más fervor pueden convertirse, si cuentan con una firme voluntad, en quienes con más fervor ejerzan el bien. No dudo de tu buen corazón; y espero que te aguarde una fortuna más favorable. Esta noche recitaré los sûtras en tu honor, y rogaré para que obtengas la fuerza que te permita superar el karma de tus errores pretéritos.

Con estas declaraciones Kwairyô se despidió de su anfitrión; el
aruji
lo guió hasta un pequeño cuarto lateral, donde habían preparado una cama. Todos se durmieron salvo el sacerdote, quien comenzó a leer los sûtras a la luz de un farolillo de papel. Persistió en sus lecturas y plegarias hasta horas tardías; luego abrió una ventana de su pequeño dormitorio para contemplar por última vez el paisaje antes de acostarse. La noche era hermosa: no había nubes en el cielo, no había viento, y los acerados rayos lunares proyectaban nítidas y negras formas desde el bosque, y destellos de rocío desde el jardín. Grillos y cigarras ofrecían un unánime concierto, y el sonido de la cascada vecina se ahondaba con la noche. Kwairyô sintió sed al escuchar el rumor del agua; recordó el acueducto de bambú que había al fondo de la casa, y pensó que podía ir hasta allí para beber un sorbo sin perturbar a los que dormían. Corrió con suavidad la mampara que separaba su cuarto del aposento principal; y vio, a la luz de la lámpara, cinco cuerpos recostados… ¡sin cabeza!

Por un instante quedó rígido de asombro, imaginando un crimen. Pero luego advirtió que no había sangre, y que los cuellos decapitados no tenían aspecto de haber sufrido un corte. Pensó entonces:

“O bien se trata de una ilusión de origen diabólico, o bien me trajeron a la morada de un Rokuro-Kubi… En el libro
Sôshinki
está escrito que si uno hallare el cuerpo de un Rokuro-Kubi sin la cabeza, y trasladare el cuerpo a otro lugar, la cabeza jamás podrá volver a unirse al cuello. Y también dice el libro que cuando la cabeza vuelva y descubra que cambiaron su cuerpo de lugar, golpeará tres veces en el suelo, rebotando como una pelota, con jadeos de temor, y morirá al instante. Ahora bien, si éstos son Rokuro-Kubi, querrán hacerme daño; de modo que se justifica que siga las prescripciones del libro”.

Tomó el cuerpo del
aruji
por los pies, lo arrastró hacia la ventana y lo arrojó fuera de la casa. Luego se dirigió a la puerta trasera, que halló cerrada con una tranca; y advirtió que las cabezas habían salido a través de la chimenea del techo, que estaba abierta. Abrió la puerta con todo sigilo, salió al jardín y con suma cautela se dirigió hacia el huerto. En el huerto oyó un rumor de voces, y avanzó hacia ellas, al amparo de las sucesivas sombras, hasta que llegó a un buen escondite. Oculto detrás de un tronco, vio las cabezas —cinco en total— que revoloteaban y conversaban entre sí. Comían los gusanos y los insectos que hallaban en el suelo o en los matorrales. De pronto la cabeza del
aruji
dejó de comer y dijo:

—¡Ah, ese monje viajero que vino esta noche! Cuando lo hayamos comido, nuestros estómagos quedarán colmados… Fui tonto al hablarle de ese modo; así lo induje a recitar los sûtras por mi alma. Acercársele mientras recita sería difícil; y no podemos tocarlo mientras ore. Pero como ya está por amanecer, es posible que se haya dormido… Que uno de vosotros vaya a la casa y vea qué está haciendo.

Otra cabeza —la cabeza de una joven— se elevó y voló hacia la casa con la agilidad de un murciélago. Poco después regresó, y gritó con voz ronca y alarmada:

—El monje viajero no está en la casa. ¡Se fue! Pero eso no es lo peor. Se ha llevado el cuerpo de nuestro
aruji
; y no sé dónde lo ha puesto.

Entonces la cabeza del
aruji
—claramente visible a la luz de la luna— asumió un aspecto espantoso: los ojos se abrieron desmesuradamente, los cabellos se erizaron, los dientes castañetearon. Profirió un alarido brutal y —con lágrimas de furia— exclamó:

—¡Si se ha llevado mi cuerpo, no es posible volver a unirme a él! ¡Entonces debo morir!… ¡Y todo por culpa de ese monje! ¡Pero antes de morir lo encontraré, lo partiré en pedazos, lo devoraré!… Allí está… ¡detrás de ese árbol! ¡Está oculto detrás de ese árbol! ¡Ved al muy cobarde!

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