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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (7 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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Y la cabeza del
aruji
, seguida por las otras cuatro, se arrojó en el acto sobre Kwairyô. Pero el vigoroso sacerdote había arrancado un árbol joven para defenderse, y lo esgrimió contra ellas, golpeándolas con tenacidad. Cuatro cabezas huyeron, pero la del
aruji
, pese a los golpes recibidos, atacaba con desesperación al monje, y al fin le mordió la manga izquierda de su túnica. Kwairyô, no obstante, la apresó sin vacilar por los cabellos y le pegó una y otra vez. La cabeza no le soltó la manga, pero emitió un largo gemido y al fin abandonó la lucha. Estaba muerta. Pero los dientes aún mordían la manga; y Kwairyô, pese a su vigor, no pudo abrir las mandíbulas.

Con la cabeza aún aferrada a la túnica regresó a la casa, donde vio a los otros Rokuro-Kubi en cuclillas, con las cabezas maltrechas y ensangrentadas ya unidas a sus cuerpos. Pero, al verlo entrar por la puerta trasera, gritaron al unísono:

—¡El monje! ¡El monje!

Y salieron por la otra puerta, huyendo hacia el bosque.

Hacia el este se aclaraba el cielo; estaba a punto de romper el alba; y Kwairyô sabía que el poder de los espectros se limita a las horas de oscuridad. Examinó la cabeza que le colgaba de la túnica, con el rostro embadurnado de sangre, barro y espuma. Y riéndose en voz alta, pensó para sí:

—¡Vaya
miyagé!
[
4
] ¡La cabeza de un duende!

Luego recogió sus escasas pertenencias y perezosamente descendió por la montaña para proseguir el viaje.

Siguió adelante hasta llegar a Suwa, en Shinano; y caminó con solemnidad por la calle principal de Suwa, con la cabeza colgada del codo. Las mujeres se desvanecían, los niños gritaban y salían corriendo; y hubo tumultos y clamores hasta que la
torité
(así denominábase a la policía en aquellos tiempos) capturó al sacerdote y lo llevó a prisión. Pues suponían que ésa era la cabeza de un hombre asesinado, quien, en el instante de su muerte, había apresado con los dientes la manga del asesino. En cuanto a Kwairyô, se limitó a sonreír y a guardar silencio ante los interrogatorios. Así, luego de pasar la noche en la cárcel, fue conducido ante los magistrados del distrito. Éstos lo exhortaron a explicar cómo él, un sacerdote, había sido sorprendido con la cabeza de un hombre sujeta a su túnica, y por qué se había atrevido a exhibir su crimen ante el pueblo con tan poco pudor…

Kwairyô se rió sin reservas ante estas preguntas; al fin declaró:

—Señores, yo no sujeté esta cabeza a mi túnica: se sujetó sola y contra mi voluntad. Y no he cometido crimen alguno. Pues ésta no es la cabeza de un hombre, sino la de un duende, y si causé la muerte de un duende, no fue sólo por derramar sangre, sino para tomar los recaudos necesarios para mi propia seguridad…

Y prosiguió con el relato de toda la aventura; al narrar el encuentro con las cinco cabezas, profirió otra carcajada.

Pero los magistrados no se reían. Lo juzgaron un criminal sin miramientos, y su historia un insulto a la inteligencia de los jueces. Por tanto, sin más interrogatorios, decidieron ordenar su ejecución de inmediato. Sólo un anciano osó disentir. Este hombre no había hecho ninguna observación durante el juicio, mas, al escuchar la opinión de sus colegas, se incorporó y les dijo:

—Primero examinemos cuidadosamente la cabeza, pues creo que esto aún no se hizo. Si el monje ha dicho la verdad, la cabeza misma le servirá de testigo… ¡Traed la cabeza!

Y la cabeza, con los dientes aún hincados en la
koromo
de Kwairyô, que éste se quitó de sus hombros, fue puesta a consideración de los jueces. El anciano la volvió una y otra vez, la observó escrupulosamente, y descubrió que había en la nuca extraños caracteres rojos. Llamó la atención de sus colegas al respecto, y también destacó que los bordes del cuello no presentaban huellas del filo de ningún arma. Al contrario, la línea divisoria era tan suave como la que separa una hoja amarilla del tallo que la sostiene. Dijo, pues, el anciano:

—Estoy seguro de que el sacerdote no nos ha dicho sino la verdad. Ésta es una cabeza de Rokuro-Kubi. En el libro
Nan-hô-î-butsu-shi
está escrito que siempre han de hallarse ciertos caracteres rojos en la nuca de un auténtico Rokuro-Kubi. Observad los caracteres: podéis ver por vosotros mismos que éstos no han sido pintados. Por lo demás, se sabe que hace tiempo que estos duendes habitan las montañas de la provincia de Kai… Pero vos, señor —exclamó, volviéndose a Kwairyô—, ¿qué clase de sacerdote sois? Por cierto disteis prueba de un coraje que pocos monjes poseen; y antes tenéis el aire de un soldado que el de un religioso. ¿Acaso habéis sido samurái?

—Estáis en lo cierto, señor —respondió Kwairyô—. Antes de ser sacerdote, me dediqué largo tiempo al servicio de las armas, y en esos días jamás temí a hombre o demonio alguno. Llamábame entonces Isogai Hêîdazaêmon Takétsura, de Kyûshû: acaso haya entre vosotros alguno que lo recuerde.

Ante el sonido de ese nombre, un murmullo de admiración colmó el tribunal, pues había muchos que lo recordaban. Y Kwairyô inmediatamente se vio rodeado de amigos en lugar de jueces, amigos que ansiaban demostrarle su admiración mediante una gentileza fraterna. Lo escoltaron con honor hasta la morada del
daimyô
, que lo recibió con festejos y no lo dejó ir sin ofrendarle un valioso presente. Kwairyô, al irse de Suwa, era tan feliz como puede serlo un monje en este mundo transitorio. En cuanto a la cabeza, la llevó consigo, insistiendo jocosamente en que se trataba de un
miyagé
.

Sólo nos queda referir lo que sucedió con la cabeza.

Uno o dos días después de alejarse de Suwa, Kwairyô se enfrentó con un salteador, quien lo detuvo en un paraje solitario y lo obligó a desnudarse. Kwairyô se quitó en el acto la
koromo
y se la ofreció al salteador, que entonces advirtió lo que colgaba de la manga. El ladrón, aunque no carecía de audacia, quedó estupefacto: dejó caer la túnica y saltó hacia atrás. Luego exclamó:

—¿Pero qué clase de sacerdote sois? ¡Sois peor hombre que yo! Es verdad que cometí asesinatos, pero jamás anduve con la cabeza de nadie sujeta a mi manga… Bien, señor sacerdote, veo que somos de la misma calaña, y debo declarar que os admiro… Ahora bien, esa cabeza me sería útil: con ella podría atemorizar a la gente. ¿Me la vendéis? Os doy mi ropa a cambio de vuestra
koromo
, y os daré cinco
ryô
por la cabeza.

Respondió Kwairyô:

—Te dejaré la cabeza y la túnica, si insistes; pero debo advertirte que ésta no es una cabeza de hombre. Es una cabeza de duende. De tal modo que, si la compras y luego te trae problemas, recuerda que no tuve intención de engañarte.

—¡Buen sacerdote sois! —exclamó el salteador—. Matáis hombres y luego lo tomáis a broma… Pero yo hablo en serio. Aquí está mi túnica y aquí está el dinero; dadme, pues, la cabeza… ¿De qué vale bromear?

—Tómala —dijo Kwairyô—. Yo no bromeaba. Lo único gracioso de todo esto, si es que hay algo gracioso, es que seas tan necio como para pagar por una cabeza de duende.

Y Kwairyô siguió su camino con grandes carcajadas.

Así obtuvo el salteador la cabeza y la
koromo;
y durante un tiempo jugó al monje fantasma en las carreteras. Pero, al llegar a las vecindades de Suwa, se enteró de la auténtica historia de la cabeza, y temió que el espíritu del Rokuro-Kubi pudiese perturbarlo. De modo que resolvió devolver la cabeza al sitio de donde provenía, y sepultarla con su cuerpo. Se abrió paso hasta la solitaria choza de los montes de Kai; pero allí no había nadie, y no pudo descubrir el cuerpo. Sepultó entonces la cabeza en el huerto y erigió una lápida sobre la tumba; luego hizo oficiar un servicio
Ségaki
por el espíritu del Rokuro-Kubi. Y esa lápida —conocida como la Lápida del Rokuro-Kubi— se conserva (así al menos lo declara el cronista japonés) aún en el día de hoy.

[
1
] El periodo de Eikyô duró de 1429 a 1441
(N. del A.)

[
2
] Tal es el nombre de la túnica de los monjes budistas
(N. del A.)

[
3
] Trátase de una especie de pequeño hogar practicado en el suelo de una habitación. El
ro
suele ser una cavidad cuadrada, poco profunda, revestida de metal y medio cubierta de cenizas, en la que se enciende el carbón de leña
(N. del A.)

[
4
] Ése es el nombre que recibe un regalo hecho a los amigos o parientes al regresar de un viaje. Por lo común, el
miyagé
consiste, como es natural, en algún producto de la localidad a la que se ha viajado: de ahí la broma de Kwairyô
(N. del A.)

EL SECRETO DE LA MUERTA

Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O-Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyôto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O-Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O-Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un
tansu
, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O-Sono declaró:

—Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O-Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo… a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O-Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.

Todos estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible. A la mañana siguiente, por tanto, vaciaron los cajones y llevaron al templo las ropas y los adornos. Pero O-Sono regresó la próxima noche y contempló el
tansu
tal como la vez anterior. Y también volvió la noche siguiente, y todas las noches se repitió su visita, que transformó esa casa en una morada del temor.

La madre del esposo de O-Sono acudió entonces al templo y le contó al sumo sacerdote lo que había sucedido, pidiéndole que la aconsejara al respecto. El templo pertenecía a la secta Zen, y el sumo sacerdote era un docto anciano, conocido como Daigen Oshô.

Dijo el sacerdote:

—Debe haber algo que le causa ansiedad, dentro o cerca del
tansu
.

—Pero vaciamos todos los cajones —replicó la anciana—; no hay nada en el
tansu
.

—Bien —dijo Daigen Oshô—, esta noche iré a vuestra casa y montaré guardia en el cuarto para ver qué puede hacerse. Dad órdenes de que nadie entre a la habitación mientras monto guardia, a menos que yo lo requiera.

Después del crepúsculo, Daigen Oshô fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él. Permaneció allí a solas, leyendo los sûtras; y nada apareció hasta la Hora de la Rata[
1
]. Entonces la imagen de O-Sono surgió súbitamente ante el
tansu
. Su rostro denotaba ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el
tansu
.

El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y luego, dirigiéndose a la imagen por el
kaimyô
[
2
] de O-Sono le dijo:

—Vine aquí para ayudarte. Quizá haya en ese
tansu
algo que despierta tu ansiedad. ¿Quieres que te ayude a buscarlo?

La sombra pareció asentir mediante un leve movimiento de cabeza; el sacerdote se incorporó y abrió el cajón de arriba. Estaba vacío. A continuación, abrió el segundo, el tercero y el cuarto cajón; hurgó detrás y encima de cada uno de ellos; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen permanecía erguida, con tanta ansiedad como antes. “¿Qué querrá?”, pensó el sacerdote. De pronto se le ocurrió que acaso hubiera algo oculto debajo del papel que revestía los cajones. Levantó el forro del primer cajón: ¡nada! Pero debajo del forro del cajón inferior halló algo: una carta.

—¿Era esto lo que te inquietaba? —preguntó.

La sombra de la mujer se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara.

—¿Quieres que la queme? —preguntó Daigen Oshô.

Ella se inclinó ante él.

—Esta misma mañana será quemada en el templo —prometió el sacerdote—, y nadie la leerá salvo yo.

La imagen sonrió y se disipó.

Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante.

—Calmaos —les dijo—, no volverá a aparecer.

Y la sombra, en efecto, jamás regresó.

La carta fue quemada. Era una carta de amor redactada por O-Sono en la época de sus estudios en Kyôto. Pero sólo el sacerdote se enteró de su contenido, y el secreto murió con él.

[
1
] La Hora de la Rata (
Né-no-Koku
) era, según el antiguo método japonés de medición del tiempo, la hora primera. Correspondía, para nuestro código, al tiempo transcurrido entre medianoche y las dos de la mañana; para los antiguos japoneses cada hora equivalía a dos horas modernas
(N. del A.)

[
2
]
Kaimyô
: nombre budista póstumo, o nombre religioso, dado a los muertos. Estrictamente hablando, el significado de la palabra es “nombre de sîla”. Véase mi artículo “The Literature of the Dead” en
Exotics and Retrospectives (N. del A.)

YUKI-ONNA

En una aldea de la provincia de Musashi vivían dos leñadores: Mosaku y Minokichi. En la época a la que aludo, Mosaku era un anciano, y Minokichi, su aprendiz, un joven de dieciocho años. Todos los días iban juntos a un bosque que distaba unas cinco millas de la aldea. Camino de ese bosque hay que vadear un ancho río, y hay una balsa. Varias veces se construyó un puente en el sitio donde cruza la balsa, pero cada vez el puente fue arrastrado por una inundación. No hay puente que resista la corriente cuando crece ese río.

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