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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (9 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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Antes de la mañana se disipó la tormenta, y la claridad irrumpió desde el oriente sin nubes. Aunque la manga de Aoyagi ocultaba el arrebol del crepúsculo a los ojos de su amante, éste no podía demorarse más. No obstante, no se resignaba a despedirse de la joven. Cuando todo estuvo dispuesto para el viaje, se dirigió a los padres con estas palabras:

—Aunque parezca ingrato solicitar más de lo que ya he recibido, una vez más quiero rogaros que me deis a vuestra hija por esposa. Ahora me sería difícil separarme de ella; y, puesto que ella está deseosa de acompañarme, si lo permitís, la llevaré tal como está. Si me la concedéis, siempre os veneraré como padres… y aceptad entretanto esta pobre señal de agradecimiento a vuestra amabilísima hospitalidad.

Hablando de este modo, puso a los pies de su humilde anfitrión una bolsa de
ryô
de oro. Pero el anciano, tras prosternarse reiteradas veces, le devolvió el presente con amabilidad, diciéndole:

—Bondadoso señor, de nada nos serviría el oro, y vos acaso lo necesitéis durante vuestra larga jornada. Aquí no compramos nada; y no podríamos bastar tanto tiempo aunque quisiéramos… En cuanto a la muchacha, ya os la hemos ofrecido como un regalo. Os pertenece: es innecesario que nos pidáis permiso para llevárosla. Ya nos ha confiado que desea acompañaros y ser vuestra sirvienta tanto tiempo como os dignéis mirarla. Con sólo aceptarla, nos colmáis de felicidad; os imploramos que no os preocupéis por nosotros. En este lugar no podíamos brindarle ropa adecuada… mucho menos una dote. Además, siendo viejos, pronto hubiésemos debido despedirnos de ella de cualquier modo. Es, pues, una suerte que vuestra voluntad sea llevárosla.

En vano intentó Tomotada persuadir a los ancianos de que aceptaran el presente: el dinero no les interesaba. Pero advirtió que tenían verdadera ansiedad por confiarle el destino de su hija, de modo que decidió llevársela consigo. La montó sobre el caballo y se despidió de los ancianos por el momento, expresándoles su sincera gratitud.

—Honorable señor —respondió el padre—, somos nosotros, no vos, quienes debemos estar agradecidos. Estamos seguros de que trataréis bien a nuestra niña y que no debemos temer por ella…

[Aquí, en el original japonés hay una extraña ruptura en el curso natural de la narración, que acusa por tanto una curiosa incoherencia. Nada más se dice sobre la madre de Tomotada o sobre los padres de Aoyagi o sobre el
daimyô
de Nôtô. Es obvio que el narrador se hartó aquí de su obra y apresuró el relato, llevándolo sin escrúpulo a su asombroso final. No puedo suplir tales omisiones o reparar sus fallas de construcción, pero me aventuraré a intercalar ciertos detalles aclaratorios que impidan la total disolución del resto del cuento… Parece que Tomotada se apresuró a ir a Kyôto con Aoyagi, y así se procuró problemas; pero no se nos informa de cómo vivió la pareja de ahí en adelante.]

…Ahora bien, un samurái no podía casarse sin consentimiento de su señor, y Tomotada no habría de obtenerlo antes de que su misión fuera cumplida. Tenía razones, en tales circunstancias, para temer que la belleza de Aoyagi le ganara enemigos que intentaran arrebatársela. En Kyôto, por tanto, procuró mantenerla oculta a los curiosos. Pero un servidor del señor Hosokawa vio un día a Aoyagi, descubrió cuál era su relación con Tomotada, e informó del asunto al
daimyô
.

El
daimyô
—un joven príncipe adepto a las caras bonitas— ordenó que la muchacha compareciera en palacio, adonde aquélla fue llevada en el acto y sin ceremonias.

Tomotada sufrió un ilimitado dolor, pero no ignoraba su impotencia. Era sólo un humilde mensajero al servicio de un lejano
daimyô
, y por el momento estaba a la merced de un
daimyô
mucho más poderoso, cuyos deseos eran irrecusables. Por lo demás, Tomotada sabía que había actuado como un necio, atrayendo su propio infortunio al iniciar una relación clandestina condenada por el código de la casta militar. Sólo le quedaba un recurso desesperado: huir con Aoyagi, siempre que ésta pudiera y quisiera. Tras largas reflexiones, decidió intentar enviarle un mensaje. El intento sería arriesgado, por supuesto: cualquier escrito que se le enviara podía caer en manos del
daimyô
, y mandarle una carta de amor a una residente en palacio era una ofensa imperdonable. Pero resolvió correr el albur y compuso una carta en forma de poema chino, que intentó hacerle llegar. El poema estaba escrito con sólo veintiocho caracteres. Pero en esos veintiocho caracteres pudo expresar toda la hondura de su pasión y sugerir todo el dolor de la ausencia[
4
]:

Kôshi ôson gojin wo ou;

Ryokuju namida wo tarété rakin wo hitararu;

Komon hitotabi irité fukaki koto umi no gotoshi;

Koré yori shorô koré rojin.

[El joven príncipe ahora sigue de cerca a la rutilante doncella;

las lágrimas de la bella, al caer, han humedecido todos sus vestidos.

Pero el augusto señor se prendó de ella…

y la profundidad de su anhelo iguala a la profundidad del océano.

Sólo yo, pues, padezco el olvido, sólo yo deambulo en la soledad.]

Al anochecer del día en que envió el poema, Tomotada fue requerido por el señor Hosokawa. El joven sospechó en el acto que lo habían descubierto; y, si el
daimyô
había visto su carta, no tenía esperanzas de rehuir la pena capital.

“Ahora ordenará ejecutarme”, pensó Tomotada, “pero no me importa vivir si no me devuelven a Aoyagi. Además, si determinan mi sentencia de muerte, al menos intentaré matar a Hosokawa”.

Echó sus espadas al cinto y se dirigió al palacio.

Al entrar en la sala de audiencias, vio al señor Hosokawa en cuclillas sobre el estrado, rodeado por samuráis de alto rango, con gorros y mantos ceremoniales. Todos estaban callados como estatuas, y mientras Tomotada avanzaba para tributar su homenaje, el silencio parecía tornarse denso y siniestro, como la quietud que precede al temporal. Pero Hosokawa descendió súbitamente del estrado y, tomando el brazo del joven, repitió las palabras del poema:
Kôshi ôson gojin wo ou
… Y Tomotada, al mirarlo, vislumbró bondadosas lágrimas en los ojos del príncipe.

Dijo entonces Hosokawa:

—Ya que tanto os amáis, me tomo la libertad de autorizar vuestro matrimonio, arrogándome un derecho que le corresponde al señor de Nôtô; y vuestra boda se celebrará en mi presencia. Los invitados están presentes, los regalos están dispuestos.

A una señal del señor, las mamparas corredizas fueron abiertas: Tomotada contempló un vasto salón donde múltiples dignatarios de la corte se habían congregado para la ceremonia, y Aoyagi lo aguardaba con un vestido nupcial. De tal modo la muchacha le fue devuelta; la boda fue espléndida y jovial, y la joven pareja recibió valiosos presentes tanto del príncipe cuanto de los miembros de la corte.

Después de la boda, Tomotada y Aoyagi compartieron cinco años de felicidad. Pero una mañana, Aoyagi, mientras comentaba con su esposo un problema doméstico, profirió un súbito alarido de dolor y luego quedó pálida y tiesa. Después de unos instantes, dijo con un hilo de voz:

—Discúlpame por ese grito brutal… ¡pero el dolor fue tan repentino! Querido esposo, nuestra unión ha de estar inscrita en nuestro karma desde una existencia anterior, gracias a lo cual, espero, volveremos a estar juntos en más de una de las vidas que nos aguardan. Pero en esta existencia, tal unión se ha quebrado… ha llegado el momento de separarnos. Repite en mi honor, lo imploro, la plegaria
Nembutsu
[
5
]… porque agonizo.

—¡Oh! ¡Qué extrañas y ridículas fantasías! —exclamó el asombrado esposo—. No te sientes bien, querida… eso es todo… Reclínate un rato y descansa, pronto pasará.

—¡No, no! —respondió Aoyagi—. ¡Agonizo! No es mi imaginación… lo sé. Y ahora sería en vano, esposo mío, ocultarte la verdad por más tiempo: no soy un ser humano. Mi alma es el alma de un árbol, la savia del sauce es mi vida. Y alguien, en este instante cruel, derriba mi árbol y causa mi muerte… Ni siquiera tengo fuerzas para llorar… ¡Rápido, rápido! Repite el
Nembutsu
para mí… rápido… ¡Ah!

Con otro alarido apartó la cabeza, e intentó ocultarla detrás de la manga. Pero en ese mismo instante todo su cuerpo pareció ceder del modo más extraño y caer hasta alcanzar el nivel del piso. Tomotada dio un salto e intentó aferrarla, pero no había nada que aferrar. En el piso sólo quedaban las ropas vacías de la hermosa criatura y los ornamentos con que se había tocado el cabello: el cuerpo había dejado de existir.

Tomotada se rasuró el cráneo, prestó juramento ante el Buda y se convirtió en monje viajero. Recorrió todas las provincias del imperio y, en todos los lugares sacros que visitaba, ofrecía plegarias por el alma de Aoyagi. Al llegar a Echizen, en el curso de su peregrinación, buscó el hogar de los padres de su amada. Pero cuando llegó a ese solitario paraje entre los montes, comprobó que la choza había desaparecido. No había señal alguna que precisara el lugar donde había estado, salvo los tocones de tres sauces (dos árboles viejos y uno joven), talados mucho antes de su llegada.

Junto a los tocones de los sauces erigió un monumento funerario, en el que inscribió diversos textos sagrados; y allí ofició muchas ceremonias budistas en memoria de los espíritus de Aoyagi y sus padres

[
1
] El nombre significa “sauce verde”; aunque es infrecuente, todavía está en uso
(N. del A.)

[
2
] El poema puede ser leído de dos maneras, pues hay diversas frases con doble significado. Pero el arte de su construcción requeriría una explicación extensa, que acaso no interese al lector occidental. El significado que deseaba expresar Tomotada puede verterse de este modo: “Mientras viajaba para visitar a mi madre, hallé una criatura tan adorable como una flor, y por causa de esa adorable persona, aquí he de pasar el día. Oh hermosa, ¿por qué ese arrebol crepuscular antes de la hora del crepúsculo? ¿Acaso significa que me amas?”
(N. del A.)

[
3
] Es posible otra lectura, pero ésta da el significado de la
respuesta
requerida
(N. del A.).

[
4
] De ello quisiera persuadirnos el narrador japonés, si bien es cierto que los versos parecen vulgares en una traducción. Sólo intenté ofrecer su significado general: una traducción literal eficaz requeriría cierta erudición
(N. del A.)

[
5
] “La palabra
Nembutsu
—explica L.H. en el artículo ‘Buddhist Names of Plants and Animals’
(A Japanese Miscellany)
— es el nombre de la invocación
Namu Amida Butsu!
(‘¡Salutación al Buda Amitabha!’), que los piadosos de muchas sectas emplean como plegaria, y especialmente como plegaria para los muertos”
(N. del T.)

JIU-ROKU-ZAKURA

En Wakégôri, un distrito de la provincia de Iyo, se yergue un cerezo famoso y antiguo, llamado
Jiu-roku-sakura
, “el Cerezo del Día Decimosexto” porque todos los años florece el día decimosexto del primer mes (según el antiguo calendario lunar), y sólo ese día. De modo que la época de su florecimiento es durante el Gran Frío, pese a que el hábito natural de un cerezo consiste en aguardar hasta la primavera antes de aventurarse a florecer. Pero el
Jiu-roku-sakura
florece gracias a una vida que no es la propia, o que, al menos, no lo era originalmente. El espíritu de un hombre habita ese árbol.

Era un samurái de Iyo, y ese árbol crecía en su jardín y solía dar flores en la época habitual, o sea, hacia fines de marzo y principios de abril. El samurái había jugado bajo ese árbol cuando niño; y sus padres y abuelos y ancestros habían colgado en esas ramas, estación tras estación, durante más de cien años, brillantes tiras de papel de colores donde habían escrito poemas de alabanza. El samurái envejeció, a tal punto que sobrevivió a sus propios hijos, y nada le quedaba en el mundo digno de su amor, salvo ese árbol. Mas, ¡ay!, un incierto verano el árbol se marchitó y murió.

El anciano no hallaba consuelo por la pérdida de su árbol. Entonces, unos cordiales vecinos hallaron un cerezo joven y hermoso y lo plantaron en el jardín del samurái, con la esperanza de confortarlo. Él demostró gratitud y simuló alegría. Pero lo cierto es que su corazón estaba ebrio de dolor, pues tanto había adorado al viejo árbol que nada podía compensar esa pérdida.

Al fin tuvo una feliz ocurrencia: recordó que había un modo de salvar al árbol seco. (Era el día decimosexto del mes primero.) Entró en el jardín, se inclinó ante el árbol marchito y le habló de esta manera:

—Ahora dígnate, te lo imploro, florecer una vez más, porque voy a morir en tu lugar.

(Pues se cree que uno en verdad puede ofrecer la propia vida a cambio de la de otra persona, de la de una criatura, o aun de la de un árbol, por mediación de los dioses; el acto de transferir la propia vida se expresa con el giro
migawari ni tatsu
, “actuar como sustituto”.) Entonces tendió un manto blanco y varios edredones bajo el árbol, se sentó sobre los edredones y realizó un hara-kiri al estilo samurái. Y su espíritu penetró en el árbol y lo hizo florecer en esa misma hora.

Y todos los años sigue floreciendo en el día decimosexto del mes primero, en la estación de la nieve.

EL SUEÑO DE AKINOSUKÉ

En el distrito Toîchi de la provincia de Yamato, vivía un
gôshi
llamado Miyata Akinosuké…

[Debo aclarar al lector que en el Japón feudal había una clase privilegiada de soldados-granjeros, propietarios de sus fincas, semejantes a la clase de los
yeomen
(“pequeños propietarios rurales”) de Inglaterra; y a éstos se los llamaba
gôshi
].

En el jardín de Akinosuké había un cedro enorme y antiguo, cuyo amparo él procuraba en los días de bochorno. Una tarde muy tórrida Akinosuké estaba sentado bajo el árbol con dos
gôshi
, ambos amigos suyos, charlando y tomando vino, cuando súbitamente lo invadió una irresistible somnolencia, a tal punto irresistible que rogó a sus amigos que lo excusaran por permitirse una siesta en presencia de ellos. Luego se recostó al pie del árbol, y soñó este sueño:

Creyó estar echado allí en el jardín y ver que una procesión, semejante al cortejo de un gran
daimyô
, descendía por la cercana colina y él se incorporaba para observarla. La procesión era fastuosa e imponente (jamás había visto una similar) y marchaba hacia su propia casa. Precedíanla hombres jóvenes con ricas vestiduras, que arrastraban un palanquín lacado o
gosho-guruma
, cubierto con brillantes colgaduras de seda azul. Cuando la procesión llegó a corta distancia de la casa se detuvo; y un hombre de rica vestimenta —obviamente una persona de rango— abandonó el cortejo, se acercó a Akinosuké, le hizo una profunda reverencia y le dijo:

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