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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (25 page)

BOOK: La Antorcha
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Su voz resonó como el trueno y ella se preguntó, con un retazo de conciencia, cómo era posible que los demás continuaran tranquilamente su trabajo.

Casandra, hija de Príamo, ¿me has olvidado? —Nunca, señor —susurró ella.

¿Has olvidado que puse mi mano sobre ti y que te llamé? —Nunca —murmuró ella, de nuevo. Tu lugar se halla en mi templo; ve allí, te lo ordeno. —Iré —contestó ella casi en voz alta, mirando la forma luminosa.

Entonces el despensero cruzó el patio y el joven rieló, ondeó en el sol, y éste nubló los ojos de Casandra...

La visión había desaparecido, y por un momento se preguntó si en efecto se le había ordenado ir al Templo del Señor del Sol. ¿Debería tomar su manto y su serpiente y ascender a la cima de los dioses al instante? Dudó; si en realidad lo había soñado y no había sucedido, ¿qué le diría a los sacerdotes y las sacerdotisas del templo? Con seguridad, existirían castigos para blasfemias de ese género...

No. Era la hija de Príamo, una princesa de Troya y sacerdotisa de la Gran Madre. Puede que estuviese equivocada, pero eso no era una blasfemia, ni algo que debiera quedar ignorado. Silenciosamente, entró en el palacio.

Si no he sido llamada, Señor del Sol, envíame una señal —rogó.

En la gran escalera se encontró con Hécuba, que vestía una bata. Las arrugas de su entrecejo la hacían parecer más vieja.

—Estás ociosa, hija —la censuró Hécuba—. Si no eres capaz de ocuparte en algo, yo te encontraré alguna tarea; a partir de ahora no abandonarás por la mañana el recinto de las mujeres hasta haber hilado y tejido. Dejas que tu hermana haga tu trabajo, y no te avergüenzas. ¿Fue sólo haraganería lo que aprendiste entre las mujeres de mi tribu?

—¡No estoy ociosa! —replicó airada Casandra. ¿Era ésta la señal que había pedido?—. He sido enviada por el dios, que me ha ordenado que acuda a su templo.

El entrecejo de Hécuba se arrugó aún más, y sus ojos se estrecharon.

—Casandra, los dioses eligen a sus sacerdotisas entre la gente común. No llaman a una princesa de Troya.

—¿Me crees de menor valía que cualquier otra? —estalló Casandra—. ¡Desde niña supe que Apolo deseaba que fuese suya, y ahora me ha convocado!

—Oh, Casandra —suspiró Hécuba—, ¿por qué dices semejantes desatinos?

Pero ella ya no la escuchaba. Dio media vuelta y bajó corriendo la escalera, cruzó las grandes puertas y se apresuró a subir la colina camino del templo de Apolo.

Casandra ascendió por los escalones de la calle que atravesaba la ciudad desde la parte más baja a la más alta, casi sin darse cuenta de que las mujeres que vivían en las casas que bordeaban apretadamente la calle de escalones habían salido con gran alboroto de vestidos teñidos de vivos colores, para contemplar su precipitado ascenso. Los latidos de su corazón la obligaron a disminuir la velocidad y después a detenerse.

Se inclinó, sintiéndose casi enferma. Había sido educada para guardar el decoro ante los desconocidos, oprimió una de las anchas mangas de su vestido contra sus labios, tratando de dominar las náuseas y el agudo dolor de su pecho, y buscó un escalón donde sentarse para recobrar el aliento. No quería aparecer en el umbral del dios como una fugitiva desastrada.

—Princesa —dijo una voz amable y alzó los ojos para ver a una mujer de edad que se inclinaba sobre ella con un tazón de barro en las manos—. Has subido mucho y muy aprisa, con este sol, ¿me permites que te ofrezca agua? ¿O prefieres entrar en mi casa para que te dé un poco de vino frío?

La idea de la fresca sombra del interior resultaba tentadora, pero a Casandra le avergonzaba mostrar o reconocer debilidad.

¿Cómo puede debilitarme el sol? Soy la amada de Apolo... Pero no pronunció estas palabras sino que murmuró unas frases de agradecimiento, antes de llevar el recipiente a sus labios. El agua sabía un poco a cieno y estaba tibia pero le hizo bien a sus labios y a su garganta resecos.

—¿Quieres descansar unos momentos dentro de mi casa, princesa?

—No, gracias —mantenía apartados los ojos—. Me encuentro bien; me sentaré aquí y descansaré un instante.

La luz hería sus ojos. Hizo pantalla con una mano para proporcionarles sombra, miró hacia abajo, al deslumbrante reflejo del puerto. Durante un momento, el sol le nubló la vista; después vio con claridad y estuvo a punto de gritar: «El azul del mar se ha oscurecido con las velas de muchas naves.»

¡Muchas! ¿De dónde procedían?

No eran naves de su padre. Cuando trató de centrar su mirada en una de ellas, dudó de repente de que se hallasen allí. Al cabo de unos pocos momentos, las azules aguas del puerto volvieron a resplandecer vacías, excepto por un viejo navío cretense, portador de pinturas y madera. Había sido sólo una visión, una alucinación. Apartó sus ojos doloridos del engañoso mar, se puso en pie lentamente y reanudó la subida. Mantenía los ojos entrecortados a causa del sol, que resplandecía como fuego sobre las murallas de Troya. Siguió ascendiendo, poco a poco, mientras iba tomando conciencia de que aquella huida era una locura, que no se corre hacia un dios como una cabra escapa del rebaño. Debería haber acudido, pero con la dignidad de una princesa de Troya, acompañada adecuadamente y portadora de las ofrendas precisas para la casa del dios.

Sin embargo, sería un error regresar ahora. A no ser que la falsa visión de las naves le hubiera sido enviada como advertencia... No, ni aun así, no podía retrasar el cumplimiento de su compromiso con el dios.

Remontó la cuesta, acercándose al templo del Señor del Sol.

Un estallido de luz, desencadenado por el resplandor de un relámpago veraniego, atrajo su atención a las alturas, donde se alzaba el templo de Palas Atenea y, de repente, la asaltaron dudas. Había sido iniciada como sacerdotisa de la diosa, enviada al Más Allá en su busca y aceptada por ella. ¿Acaso no fue la Madre Tierra quién la llamó en su temprana niñez y le habló con la voz de la profecía? ¿Estaba entonces mostrándose desleal con la Madre Divina, Doncella y protectora de las doncellas, desdeñándola por el bello Señor del Sol?

Fue presa de un súbito pánico, tan extremado que creyó que iba a vomitar. Luego tragó saliva entre espasmos. Todo su cuerpo rebosaba de un miedo cuyo sabor podía paladear. Oyó fuertes pasos tras ella y, por un momento, el cielo se oscureció sobre su cabeza. Una idea dominó su mente anegada en las oscuras aguas: tengo que llegar al templo de la Doncella; sólo allí estaré a salvo... Ningún hombre osaría poner sus manos en quien ella protege...

Casandra parpadeó, incrédula. No había peligro, ni llamaradas ni perseguidor. El puerto relucía vacío y azul; en aquella calle sólo había unas cuantas mujeres que observaban su lenta ascensión hacia las grandes puertas del templo de Apolo.

¿Es el dios quién me envía esta locura? Hizo una pausa para recobrar el aliento y cruzó el umbral del templo.

Sintió una súbita ráfaga de viento, como si una mano gigantesca la hubiese empujado hacia el interior. Se arregló maquinalmente el cabello y miró en torno de sí, casi decepcionada de que nadie pareciese haber reparado en ella. ¿Qué esperaba? ¿Qué saliera el propio dios a darme la bienvenida?

Una mujer de cierta edad, con el vestido normal de sacerdotisa, blanca túnica y un velo teñido de azafrán, alzó la cabeza y miró a Casandra. Luego se puso en pie y se dirigió hacia ella.

—Bienvenida seas, hija de Príamo. ¿Llegas en busca de un oráculo, de un augurio o para ofrendar un sacrificio?

—le dijo.

—No, por nada de eso —contestó con firmeza, pero le faltaban palabras para revelar su propósito—. He venido... porque el dios me dijo que viniese... para ser sacerdotisa suya...

Y calló, sintiéndose estúpida. Pero la mujer le sonrió con amabilidad. —Sí, claro. Recuerdo el día en que nos visitaste cuando eras sólo una niña y te mostraste tan satisfecha de estar aquí... Pensé que quizás un día el Señor del Sol te llamaría. Así que pasa y háblame. En primer lugar, ¿qué edad tienes? Me parece que ya eres toda una mujer.

—Mi madre me ha dicho que cumpliré dieciséis años después del solsticio de verano —respondió Casandra mientras entraban.

Recordó la estancia donde había comido sandía mientras su madre aguardaba el oráculo, y le pareció increíble que hubiese cambiado tan poco en tantos años. Se preguntó por las serpientes que vio y acarició entonces. Eran de una especie de corta vida; probablemente haría ya mucho tiempo que murieron. El pensamiento la entristeció. La sacerdotisa le indicó con un gesto que se sentara. —Háblame de ti —le pidió—. Dime lo que te hace pensar que has sido llamada a nuestro templo.

Cuando Casandra hubo concluido su relato, la sacerdotisa dijo:

—Bien, Casandra. Si deseas ser una de nosotras, tendrás que vivir durante un año en el templo para aprender a interpretar los oráculos y los presagios y a hablar con el dios. —Me alegrará vivir en la casa del dios —contestó Casandra, llena de felicidad.

—Entonces debes enviar a una dé las servidoras del templo para que traiga tus cosas; sólo unas cuantas mudas y tal vez un manto de abrigo. Porque llevarás el vestido normal de sacerdotisa. Todas somos aquí hermanas. Y no lucirás joyas ni otra clase de adornos mientras mores en el templo.

—Nada me atraen las joyas —manifestó Casandra—, ni tengo muchas. Pero, ¿por qué no están permitidas?

La mujer sonrió.

—Es una regla del templo e ignoro por qué existe. Quizá sea porque muchas de las gentes que llegan a consultarnos son pobres y, si nos viesen cargadas de joyas, podrían considerar que estábamos enriqueciéndonos con sus ofrendas.

»Me llamo Caris. Es uno de los nombres de la Señora de la Tierra. He morado en la casa del Señor del Sol desde que tenía nueve inviernos, y ya cumplí cuarenta y siete. Vivimos largo tiempo aquí a no ser que optemos por tener un hijo para el dios y muramos en el parto; pero eso no sucede con frecuencia, puesto que muchos de nuestros hermanos y hermanas son curanderos. ¿Tienes el permiso de tu madre o de tu padre para residir en la casa del dios?

—Creo que mi madre accederá —contestó Casandra—. Por lo que a mi padre se refiere, tiene numerosos hijos e hijas. No creo que le importe si estoy en la casa del dios o en la suya. Nunca he sido una de sus favoritas.

»Pero dime, ¿puedo conservar a mi serpiente en el templo? Fue un regalo de Imandra, reina y sacerdotisa de Colquis y nadie en Troya la estima. Temo que la descuiden en mi ausencia.

—Será bienvenida —manifestó Caris—. Puedes decir que la traigan.

La sacerdotisa llamó entonces a una doméstica, y Casandra le dio instrucciones acerca de qué debería recoger del palacio.

—Y acude a mi madre, la reina Hécuba, y dile que imploro su bendición.

La sirviente se inclinó y partió.

—Y ahora, si lo deseas —añadió Caris—, te mostraré las estancias en donde duermen las vírgenes de Apolo.

Así comenzó la época que Casandra recordaría más tarde como la más feliz y serena de toda su vida. Aprendió a consultar los oráculos, a leer los augurios y a servir al templo con las ofrendas aportadas. Cuidó de las serpientes sagradas y se instruyó en el arte de interpretar los significados de sus movimientos y de su conducta.

Como había previsto, su madre no formuló objeción alguna; envió con la sirviente todo lo solicitado y un mensaje: Di a mi hija Casandra que la bendigo y apruebo lo que hace; dile además que le envío muchos besos y abrazos.

Halló muy pronto amigas en el templo y, al cabo de unos pocos meses, eran numerosos los fieles y orantes que acudían en su busca y que preferían que fuese ella quien aceptara sus ofrendas y quien les diese consejo.

—No comprendo por qué vienen al dios con preguntas tan estúpidas para las que no necesitarían de la palabra de un inmortal sino sólo el preciso sentido común —le dijo un día a un sacerdote, ya anciano.

—Porque muchos de ellos son estúpidos de nacimiento o, peor aún, creen que los dioses no tienen nada mejor que hacer que resolver los asuntos de los hombres —le dijo él—. Yo pienso que los dioses poseen suficientes preocupaciones propias en la tierra de los inmortales para atender a las minucias de los hombres vulgares. Tal vez se ocupen de los reyes y de los héroes pero... —Bajó los ojos y disminuyó el tono de su voz hasta convertirla casi en un murmullo—. Incluso de eso he visto muy pocas pruebas, hija de Príamo.

Casandra se sintió un poco asombrada ante aquella blasfemia, pero consideró que si el sacerdote tenía escasa fe en el dios, más le perjudicaba a él que a otros. Por lo que a sí misma atañía, mientras permaneció en el templo, experimentó una sensación grande y con frecuencia abrumadora de la presencia de su dios, como cuando la llamó por primera vez.

Eso no significaba que su vida en el templo estuviese exenta de cuidados. Algunas de las vírgenes se mostraban manifiestamente envidiosas porque la consideraban favorita de sacerdotes y sacerdotisas mayores, y le hablaban o se referían a ella ante otros con dureza y rencor. Pero nunca había despertado muchas simpatías entre las muchachas de su edad, ni siquiera en su hermana y medio hermanas, excepto entre las amazonas, y se había resignado a tal circunstancia incluso antes de salir de la niñez.

Pero en general, se sentía objeto de cariñosas atenciones. ¿Qué otra cosa podía suceder cuando moraba en la casa del dios? Eran muchas las mujeres del templo que hablaban del Señor del Sol como otras hablan de un marido o de un amante; en realidad, una de las designaciones habituales de las sacerdotisas era la de «esposas del dios». De una de las mujeres, Filida, se consideraba que había sido realmente esposa del dios: había dado a luz un niño que fue aceptado como hijo de Apolo.

Cuando Casandra lo supo, se sintió incomodada y disgustada ante lo que le pareció una tonta superchería.

¿Es esa muchacha una estúpida, engañada por un vulgar seductor? ¿O había inventado aquello para disimular una aventura prohibida?, se preguntó Casandra; Porque a las vírgenes del dios les estaba vedada toda relación con hombres. Eran cuidadosamente vigiladas y a ninguna se le permitía recibir visitas ni regalos o ver a su padre o a sus hermanos varones excepto en presencia de una de las tutoras que cuidaban y escoltaban a las doncellas del Señor del Sol. Si yo deseara ser la novia de cualquier mortal, pensó, a mi padre le encantaría disponer mi matrimonio. A veces, Casandra pasaba casi toda la noche en vela, escuchando la inconfundible voz del dios cuando le hablaba, un inmortal resplandeciente que era algo más que un simple hombre. Más de una vez soñó que yacía desmayada en los brazos de su dios, un éxtasis sobrenatural que dominaba todos sus sentidos: al oír hablar a otras muchachas (aunque su timidez le impidiera participar en esas confidencias) supo que no era la única favorecida con tales sueños.

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