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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (27 page)

BOOK: La Antorcha
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El marino se volvió y gritó:

—¡Qué ramillete de bellezas, viejo amigo! No todas pueden ser hijas tuyas, ¿o lo son, Príarno? Me parece recordar que a ti te han gustado las mujeres más de lo habitual.

Príamo las atrajo con un gesto de su mano.

Casandra se vio envuelta en un enorme abrazo de oso.

—Tu segunda hija, ¿verdad? ¿Es la novia? Bien, ¿por qué no, en nombre de todos los demonios?

Olía a mar y tenuemente a vino. No pudo sentirse ofendida por el abrazo; había sido cordial y afectuoso como una ráfaga de viento.

—¿Verdad que buscabas una tan bella como ésta, querido Eneas?

Casandra advirtió que los ojos de Eneas se clavaban en ella, apreciando su belleza, y que Creusa parecía a punto de echarse a llorar.

Se apartó suavemente de Odiseo.

—No, señor. Yo no soy para hombre alguno. Soy una virgen de Apolo y satisfecha de serlo —aclaró.

—¡Fuego del infierno! —Su juramento fue enorme como todo lo que había en él—. ¡Qué despilfarro, preciosa! Yo mismo estaría dispuesto a casarme contigo si no fuese porque tengo esposa en Itaca y Hera, mi divinidad protectora, es la diosa de la fidelidad conyugal. Me vería en apuros con ella si rondase a otras mujeres. Y no es que sea muy casto, pero no podría casarme con ninguna otra. Además, lo que tú necesitas es algún joven bien parecido y no una vieja morsa como yo.

Se echó a reír. Con sus enormes bigotes parecía realmente una morsa.

—¿Y es ésta la esposa de Héctor? —preguntó volviéndose hacia Andrómaca—. ¿No te importará, Héctor, que un viejo bese a tu esposa? Es costumbre, ya sabes, en la parte del mundo de que procedo.

Tomó a Andrómaca entre sus brazos y palmeó su abultado vientre.

—No es posible acercarse bastante para darte un verdadero beso, ¿verdad, muchacha? Bueno, otra vez será.

—Traje algunas cosas en mi equipaje: el botín de un barco cretense. Son regalos de boda para tu hija, Príamo, y también para ese espléndido nieto que va á darte dentro de unos días esta joven tan bella. Y como ésta otra no se casará, haré en su nombre donaciones al templo del Señor del Sol.

—En el nombre de Apolo, te las agradezco, señor —dijo Casandra cortésmente, pero Odiseo la obligó a sentarse a su lado.

—Aquí, quédate junto a mí y bebe de mi copa. Eres de las presentes la única sin vínculos y nadie se ofenderá si te cortejo ante tu padre y tu madre.

—Mi hermana Polixena no está casada —dijo Casandra, con un atisbo de malicia.

—No por mucho tiempo —afirmó Odiseo, riendo—, si conozco a tu padre. Polixena es bastante atractiva pero, y que quede entre tú y yo, prefiero a las muchachas con más carne sobre sus huesos. Como tú.

Ella tomó su copa y aguó su vino y, cuando pasaron los domésticos, llenó su plato. Descubrió que simpatizaba con aquel hombre ya entrado en años.

—Y ahora, danos las noticias que tengas, Odiseo —solicitó Príamo—. Además, amigo, necesito tu consejo. Tengo una propuesta para Polixena de Aquiles, el hijo de Peleo, ¿la aceptarías de hallarte en mi lugar? Es noble y he oído que también es valiente...

—Valiente, sí lo es —manifestó Odiseo—, pero se complace en matar. Si yo tuviera una hija, le cortaría el cuello antes de permitir que se casara con ese loco.

—Posee la fuerza de Heracles... —empezó a decir Héctor, como disculpándolo.

—Y muchos de sus defectos —le interrumpió Odiseo—. Como Heracles, no es hombre que convenga a una mujer. Se encapricha con alguna de vez en cuando y es probable que la mate en un momento de locura. Navegué con Heracles... sólo una vez. Con ésa tuve bastante. Me cansé del trato que dispensaba a sus amiguitos y de sus súbitos ataques de rabia. En mi opinión, Aquiles es muy semejante. Hay muchos jóvenes excelentes en Troya e incluso aqueos honorables y apuestos, si es eso lo que deseas para ella. Parece una buena muchacha. Búscale otro. Ése es mi mejor consejo.

Luego gritó a un doméstico y ordenó que trajeran sus cofres al salón. De cada uno de ellos extrajo cosas extrañas y bellas que ofreció pródigamente a Príamo y a sus hijos e hijas. Para Héctor hubo una pequeña copa, no mayor que un puño, de oro batido.

—De la Casa de los Toros en Creta —anunció—. Estuve en las ruinas de lo que fue antaño el Laberinto; los dioses sabrán cómo les pasó por alto a otros saqueadores. —Tal vez algún dios la preservó para ti. —Quizás —admitió Odiseo—. ¿Veis los toros? Hécuba admiró la copa y luego la pasó de mano en mano para que la contemplaran las demás mujeres. Cuando le llegó el turno a Casandra y vio la fina talla, un toro atrapado en una red minuciosamente cincelada, con unos jóvenes en un carro y una vaca para atraer al toro, exclamó:

—¡Pero esto es un tesoro inapreciable! Deberías guardarlo para tu esposa.

—También llevo cosas muy valiosas para mi esposa y para mi hijo —contestó Odiseo—. No regalo todo lo mejor. Para Andrómaca reservó un peine de oro y para Creusa un espejo de bronce con perlas doradas alrededor.

—Un espejo digno de la propia Afrodita —dijo—. Lo recibí de una ninfa marina. Nos amamos durante toda la noche en su gruta y, cuando al amanecer nos separamos, me lo entregó porque dijo que jamás volvería a mirarse si no era lo bastante bella para retenerme. —Guiñó un ojo y añadió—: Así que embellécete para tu marido ante este espejo. El regalo de Casandra fue un collar de cuentas azules que parecían de vidrio, con forma oblonga y de factura simple, que se cerraba con un sencillo broche de oro.

—Es una fruslería pero creo recordar que a las sacerdotisas no se les permite lucir joyas costosas y esto es bastante sencillo para que puedas llevarlo en recuerdo de un viejo amigo de tu padre.

Emocionada por aquellas palabras, Casandra le besó en la mejilla, gesto que difícilmente se hubiera atrevido a hacer con su propio padre.

—No necesito regalos para recordarte, Odiseo; pero lo llevaré siempre que se me permita. ¿De dónde es?

—De Egipto, el país que gobierna el Faraón y en donde los reyes construyen grandes tumbas junto a las que toda la ciudad de Troya parecería una aldea —explicó.

Estaba ya tan acostumbrada a sus fantásticas historias que no supo durante muchos años que, por una vez, había dicho la verdad.

Una vez entregados los regalos, preguntó a Príamo:

—¿Cuándo vas a otorgarme la libertad en los estrechos para que pueda pasar sin pagar los tributos que te entregan los otros aqueos?

—Eres desde luego distinto de los demás —reconoció Príamo—, y pecaría de ingratitud si después de tantos regalos, te exigiese aún más dinero. Pero no puedo permitir que nadie navegue por mis aguas. El tributo que te impongo es sólo que me digas lo que sucede en las regiones remotas. ¿Hay paz en las islas en donde reinan los aqueos?

—Allí habrá paz, quizá, cuando salga el sol por el Oeste —respondió Odiseo—. Como le sucede a Aquiles, para esos reyes la guerra es el mayor de los placeres. Yo guerreo sólo cuando mi propia tierra y mi gente se hallan amenazados; pero ellos consideran el combate como el pasatiempo mejor de todos... el gran juego al que consagrarían con gusto sus vidas. Me creen cobarde y afeminado por el hecho de que no quiera pelear aunque combata mejor que la mayoría de ellos.

—Durante años han estado tratando de provocarnos para que entráramos en guerra —añadió Príamo—. Pero me esforcé por ignorar sus insultos e incitaciones, incluso cuando secuestraron a mi propia hermana. Tú vives entre los aqueos, amigo mío, ¿lucharás también contra nosotros si ellos nos atacan?

—Intentaré no verme envuelto en semejante contienda —afirmó Odiseo—. Sólo me hallo ligado por un juramento. Cuando se casó la mujer que es ahora reina de Esparta, eran tantos los pretendientes que no estaban dispuestos a ceder ante otro, que parecía que sólo una guerra podría zanjar la cuestión. Entonces fui yo quien propuso un arreglo del que me siento orgulloso.

—¿Qué hiciste? —inquirió Príamo.

Odiseo sonrió.

—Imagínate esto: la mujer quizá más bella que haya llevado el cíngulo de Afrodita y muchos hombres proclamando los regalos que entregarían a su padre y ofreciéndose a luchar por ella, para vencer, conseguir desposarla y recibir Esparta como dote. Entonces, propuse que eligiese ella misma, y que todos se comprometieran bajo juramento a respetar su decisión y a defender al marido que ella determinase.

—¿Y a quién escogió? —preguntó Hécuba.

—A Menelao, hermano de Agamenón, un pobre diablo; pero tal vez ella creyó que era prudente y fuerte como su hermano —explicó Odiseo—. O quizá fue por cariño hacia su hermana, que el año anterior se había casado con Agamenón. Dos hermanas casadas con dos hermanos... Eso crea confusión en una familia, o al menos así me lo parece.

—Pues si Eneas tuviera un hermano, yo estaría dispuesta a casarme con él —murmuró Polixena al oído de Casandra—. Aunque sólo fuese la mitad de apuesto y amable.

—Y yo también —le contestó Casandra, en el mismo tono.

Hécuba les advirtió, con sequedad:

—Muchachas, es una grosería cuchichear. Hablad en voz alta o permaneced calladas. Todo lo que no se puede decir de esa forma no se debe decir de ninguna.

Casandra estaba ya cansada de la rigidez de las normas de cortesía de su madre.

—No me avergüenzo de lo que hablábamos; comentábamos solamente que cualquiera de nosotras dos estaría dispuesta a casarse con un hermano de Eneas con tal de que se le pareciese —dijo, para que todos la oyeran.

Fue premiada por una rápida y ardiente mirada de Eneas, que afirmó sonriente:

—Ay, hija de Príamo, soy el único hijo varón de mi padre; pero me haces desear tener un mellizo o dos para poder compartir con vosotras tres la copa nupcial. ¿Qué opinas, señor? —preguntó, dirigiéndose a Príamo—. ¿Es lícito para mí tener tantas esposas como tienes tú? Si estás dispuesto a casar a tus hijas, de buen grado tomo a las tres, con tal de que Creusa me conceda permiso.

Polixena bajó los ojos y se ruborizó; Casandra se oyó a sí misma reír.

—Prefiero ser la primera y única esposa —dijo Creusa—. Aunque la ley te permita tener tantas como quieras.

—Ya está bien de bromas —intervino Príamo—. Las hijas de un rey, yerno, no están destinadas a ser concubinas.

Eneas sonrió amistosamente.

—No pretendía ofender a tus hijas, señor.

—Lo sé muy bien —contestó Príamo, que estaba un poco bebido—. Ya avanzado un banquete, cuando el vino ha corrido más de lo que sería prudente, pueden perdonarse bromas mucho más indecorosas que ésta. Y ahora quizá sea el momento de que las mujeres se lleven a tu novia antes de que la fiesta se torne demasiado grosera para los oídos de las doncellas.

Hécuba reunió a las mujeres y éstas rodearon a Creusa con sus antorchas. Casandra, que tenía la mejor voz, inició el himno nupcial. Creusa besó a su padre y tendió su mano a Eneas; luego las mujeres la condujeron escaleras arriba. Creusa, que se hallaba cerca de Casandra, le susurró:

—¿Puedes profetizar, buena fortuna para mi matrimonio, hermana?

Casandra oprimió su mano y le respondió también en voz baja:

—Me agrada tu marido, ya me oíste decir que de buena gana me casaría con alguien como él. Tendréis con seguridad toda la buena fortuna que pueda llegar a cualquier matrimonio contraído este año. Veo larga vida y fama para tu marido y para el hijo que le darás.

Andrómaca tocó en el hombro a Casandra y cuchicheó:

—¿Por qué no hiciste tal profecía para mí, Casandra? Somos amigas y te quiero.

Casandra se volvió hacia ella.

—No profetizo lo que deseo, Andrómaca, sino lo que el dios me encarga decir. Si pudiese elegir las profecías, te desearía una vida larga y grandes mercedes, muchos hijos e hijas que os rodeasen a Héctor y a ti en una honrosa ancianidad en el trono de Troya.

Y sólo los dioses saben cuánto hubiera deseado que me hubiese sido enviada esa profecía...

Andrómaca sonrió y tomó la mano de Casandra.

—Tal vez tu buena voluntad llegue a contar más que tus profecías —declaró—. ¿Y puedes penetrar lo suficiente en el futuro para ver cuánto tiempo queda para que nazca el hijo de Héctor... y para saber si será un varón? Mi madre hubiese deseado que diera a luz una hija pero Héctor no habla más que de su hijo, así que yo también quiero un niño. ¿Viviré hasta después del parto para ver su cara?

Con enorme alivio, Casandra oprimió con su mano los finos dedos de su amiga.

—Oh, es un varón —declaró—. Tendrás un hijo hermoso y robusto y vivirás para guiarle hacia la virilidad...

—Tus palabras me proporcionan valor —dijo Andrómaca.

Casandra sintió agarrotada su garganta al recordar los incendios que vio en la boda de Andrómaca. Tal vez, pensó, se tratase de una locura y no de una verdadera profecía; así lo consideró mi madre. Preferiría estar loca a creer, en este sereno lugar y bajo las apacibles estrellas, que el fuego v el desastre caerán sobre todos los que quiero.

—Casandra, otra vez estás sumida en tus ensoñaciones; ven y ayúdanos a desvestir a la novia —le rogó Andrómaca—. No podemos desatar los nudos que hiciste en el pelo de Creusa.

—Voy —dijo Casandra, con presteza.

Y acudió para ayudar a las otras mujeres a preparar a su hermanastra para la llegada de su marido. Con todo su corazón se alegraba de no haber visto para ella un desastre futuro.

Tras todo el ruido y la excitación de la boda, la casa del dios le pareció aún más silenciosa y serena, más aislada de la algarabía de la vida ordinaria. Diez días después de la boda de Creusa, Casandra fue convocada de nuevo al palacio para celebrar el nacimiento del hijo de Héctor y de Andrómaca, primer nieto de Príamo.

—Pero no es el primer nieto de Príamo —dijo Casandra—. Ya ha nacido el hijo de Paris y Enone.

—Puede que así sea —repuso el mensajero—, pero Príamo ha decidido considerar al hijo de Héctor como su primer nieto y, por lo que sé, el rey tiene derecho a designar al que será el segundo en la línea de sucesión tras el príncipe Héctor.

Casandra pensó que era cierto, pero resultaría muy duro para Enone ver cómo se marginaba a su hijo de la misma forma que se marginó a su esposo.

Se había acostumbrado a gozar de la paz y de la calma del templo y le irritaba que se alterasen, pero obtuvo permiso para visitar a Andrómaca. La halló en aquellas espléndidas estancias entre los murales de seres marinos, aún sobre almohadas, con el bebé de carita enrojecida en una cesta de mimbre, a su lado. Parecía sana y dichosa, con buen color en las mejillas. Casandra se sintió aliviada ya que eran muchas las mujeres que morían de parto o poco después, pero Andrómaca tenía un aspecto excelente.

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