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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (26 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—¡Deteneos! —gritó Mohandas mientras aquella gente enloquecida derribaba una hilera de escáneres de alta resolución—. Necesitamos estas máquinas para tratar a las víctimas de la plaga. ¡Sin ellas la gente morirá!

Pero la chusma atacó con más empeño. Placas y sondas volaron contra las paredes y salieron disparadas por las ventanas. Aunque se habían volcado de lleno sobre las máquinas, podían volverse fácilmente contra los médicos.

Raquella cogió a Mohandas de la mano y corrió al tejado, donde una nave de evacuación les esperaba. Ya habían aparecido los primeros focos de incendio en el edificio. Algunos pacientes se levantaron como pudieron de la cama, tratando de huir, otros se quedaron tumbados, atrapados. Los médicos ya habían huido.

—Este lugar está perdido —gimió Mohandas—. ¡Y los pacientes!

—Solo tratábamos de ayudar. —La voz de Raquella estaba teñida de incredulidad—. ¿Es que no ven que lo único que hacíamos era salvar gente? ¿Dónde vamos a ir ahora?

Mohandas hizo despegar la nave de evacuación del tejado del hospital con los ojos llorosos, y se elevó con un gemido por encima del humo cada vez más denso.

—Hemos perdido la batalla en la ciudad, pero no pienso rendirme. ¿Y tú?

Ella le dedicó una débil sonrisa y le puso una mano en el brazo.

—No, no si podemos estar juntos. Hay muchos lugares en el campo donde la gente necesita nuestra ayuda y nuestros conocimientos. Por más que lo lamente, Niubbe tendrá que arreglarse sola.

28

La tecnología es de natural seductor. Damos por sentado que los avances en este campo son siempre una mejora, que benefician al humano. Nos estamos engañando.

R
AYNA
B
UTLER
,
Visiones verdaderas

El despacho con la orden llegó directamente del primero Quentin Butler, pero a Abulurd le decepcionó ver que no había ningún mensaje personal aparte de un comentario escueto.

—Debes ir a Parmentier, donde murió Rikov. Allí es donde se dieron los primeros casos de la enfermedad, y los investigadores de la Liga necesitan información desesperadamente. Si puedes verificar que la epidemia ha terminado su ciclo, al menos eso nos permitirá tener cierta esperanza. El comandante supremo Vorian Atreides desea acompañarte por motivos personales. Partirás de inmediato.

Unos momentos después de recibir el mensaje, su oficial de comunicaciones anunció que se acercaba una lanzadera con el comandante supremo a bordo. Abulurd se alegró. Al menos tendría a Vorian con él.

Cuando el oficial subió a bordo, Abulurd corrió a recibirle.

—En esta misión seré un simple pasajero —le dijo Vorian—. Tú estás al mando. Haz como si yo no estuviera.

—Oh, no puedo hacer eso, señor. Su rango me supera ampliamente.

—Por el momento considérame un civil. Esta es tu misión… yo viajo por motivos personales. Deseo comprobar cómo sigue mi nieta y su trabajo con los equipos médicos. Tú sabes mucho de… de responsabilidades familiares, ¿verdad, tercero Harkonnen?

Abulurd estaba seguro de haber oído bien.

—¿Tercero?

Vor no pudo contener la sonrisa.

—Oh, ¿no te lo había dicho? Acabo de autorizar un ascenso de campo. —Y se metió la mano en el bolsillo para sacar la insignia—. Sabe Dios que ya hemos perdido suficientes oficiales por culpa de esta maldita epidemia. No puedes seguir siendo cuarto para siempre.

—Gracias, señor.

—Y ahora deja de mirarme boquiabierto y pon en marcha esta nave. Nos espera un largo camino hasta Parmentier.

Más tarde, Abulurd recibió a Vorian Atreides en su camarote para tomar algo y charlar tranquilamente. No se habían visto desde que el joven anunció su deseo de limpiar el apellido de Harkonnen y restablecer el honor de los actos de Xavier.

—Abulurd, supongo que eres consciente de que has asestado un golpe fatal a tu carrera militar. Sí, los otros oficiales saben que eres hijo del primero Quentin Butler, pero el hecho de que cambies tu apellido para honrar a un hombre del que todos reniegan no es solo un desafío sino que demuestra muy poco sentido común por tu parte.

—O una capacidad de comprensión superior —dijo. Esperaba más apoyo de Vorian.

—Eso lo sabes tú, pero los otros no. Están más que satisfechos con lo que creen saber.

—Para mí esto significa más que avanzar en mi carrera militar. ¿Tú no quieres limpiar su nombre? Era tu amigo.

—Por supuesto que quiero… pero ha pasado más de medio siglo, ¿qué sentido tendría? Temo que no logres salir victorioso.

—¿Cuándo ha impedido la posibilidad del fracaso que un hombre de honor busque la verdad? ¿No fuiste tú quien me lo enseñó, comandante supremo? Y pienso seguir tu consejo.

Vor comprendió que Abulurd hablaba muy en serio y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ya iba siendo hora. Cuando esta epidemia termine, quizá sea el momento de hacerles tragar la verdad.

Abulurd sonrió.

—Mejor tener una persona que te apoye que no tener ninguna.

Cuando la jabalina solitaria llegó a Parmentier, las estaciones de vigilancia que recorrían interminables rutas orbitales estaban vacías y silenciosas: los tripulantes habían muerto o se habían rendido a su destino y habían regresado a la superficie.

En el puente, en compañía de Abulurd, Vor contemplaba el planeta de aspecto plácido.

—Han pasado casi cuatro meses desde que me fui —dijo—. Ahora buena parte de la Liga está sufriendo las consecuencias de la epidemia. ¿Crees que algún día volveremos a ser lo que éramos?

Abulurd alzó el mentón.

—Bajemos al planeta, señor, y veamos lo que les espera a los otros planetas afectados.

El recién nombrado tercero y un grupo de soldados escogidos tomaron una fuerte dosis preventiva de melange para protegerse de los últimos coletazos de la plaga y fortalecerse frente a los horrores que pudieran encontrar en Parmentier.

En lugar de ponerse el pesado y aparatoso traje especial que había utilizado en Ix, Abulurd optó por una mascarilla estéril que solo le cubría la cara. Los análisis habían demostrado que el retrovirus se debilitaba rápidamente después del impulso inicial, y allá abajo ya habría pasado el tiempo suficiente. Era una brizna de esperanza para la Liga.

Abulurd dirigió la lanzadera hacia una elevación desde donde se divisaba la ciudad de Niubbe, cerca de la mansión fantasmal del gobernador. Aunque ya sabía lo que le esperaba en la casa de Rikov, tenía que entrar.

—Lo entiende, ¿verdad, señor? —le preguntó a Vorian.

—Yo también tengo asuntos personales que atender —dijo Vor, nervioso y preocupado—. Voy a la ciudad, al Hospital de Enfermedades Incurables. Espero que mi nieta siga allí.

El comandante supremo se fue solo, y Abulurd entró con sus hombres en la casa de su hermano. Los soldados se dispersaron para registrar las habitaciones de aquel edificio grande y vacío. Si otra cosa no, al menos la familia de su hermano tendría un funeral digno. Abulurd recorrió con rapidez los pasillos, comprobando las cámaras, la capilla familiar de Kohe, las zonas para el ocio que recordaba de sus visitas ocasionales a su hermano.

En el dormitorio principal, encontró los cadáveres de un hombre y una mujer en avanzado estado de descomposición. Seguramente su hermano y su esposa. Los soldados encontraron a varios sirvientes muertos, pero no había rastro de su sobrina. Después de tantos meses viendo la muerte tan de cerca, no sintió pavor ni repugnancia al ver los restos de los cuerpos. Solo una profunda tristeza por no haber tenido ocasión de conocer mejor a su hermano.

—¿Qué habrías pensado de mi decisión, Rikov? —musitó en la habitación—. ¿Habrías entendido por qué quiero hacerme llamar Harkonnen? ¿O tus prejuicios te habrían hecho mirarme con desdén?

Más tarde, cuando llegaron a la ciudad, les sorprendió comprobar que la mayor parte del daño se debía a la acción de la chusma, no a la epidemia. Muchos edificios ya no eran más que una carcasa calcinada y un montón de escombros, las ventanas estaban rotas, había desechos por las calles, las plazas, los parques.

Los soldados se dispersaron entre las ruinas, y Abulurd siguió el rastro de destrucción que habían dejado las masas hasta un grupo de edificios quemados. En los escalones de la entrada del Hospital de Enfermedades Incurables encontró a Vorian Atreides, desanimado, junto a un cartel derribado con el nombre del hospital.

—No está aquí —dijo Vor—. Dentro no hay nadie. Todo está destrozado.

Abulurd sintió pena por su amigo. En medio de aquella terrible guerra, incluso el comandante supremo no era más que un ser humano preocupado por la seguridad de su familia.

Abulurd se aventuró a entrar y vio que el edificio había sido saqueado.

—¿Por qué destruir un centro médico? —preguntó en voz alta, como si los fantasmas de los pacientes muertos pudieran contestarle. ¿Estaba furiosa la población porque los médicos no podían curarles? Qué desperdicio, destruir una de las pocas instalaciones que podía encontrar una defensa contra la epidemia y aliviar los últimos días de los moribundos—. Cuando terminemos con la misión que nos trae aquí, enviaremos equipos en su busca —le dijo a Vorian—. Usted mismo los dirigirá.

El comandante supremo asintió.

—Gracias.

Y salió para seguir recorriendo las calles. Los dos sabían perfectamente que entre tanta destrucción sería muy difícil seguir el rastro de una persona concreta.

Más tarde, en una colina a las afueras de la ciudad, Abulurd y sus mercenarios descubrieron una multitud que se había reunido para compartir la comida que habían conseguido en sus saqueos. Todos parecían cansados, y miraban con reverencia a una pequeña figura que estaba en pie en la cima.

Abulurd y sus hombres se acercaron, y vieron que se trataba de una niña sin pelo y con una piel tan clara que parecía leche translúcida. La niña se dirigió a ellos.

—¿Venís a uniros a nuestra causa, a difundir el mensaje de lo que ha de hacer la humanidad para sobrevivir?

Abulurd trató de pensar, porque la joven le resultaba familiar. Aunque ya no tenía pelo, a pesar de la extrema delgadez de su cuerpo, solo tardó unos instantes en reconocerla.

—¿Rayna? ¿Rayna Butler? —Corrió hacia ella—. ¡Estás viva! Soy Abulurd… tu tío.

La niña le miró.

—¿Vienes de tan lejos para ayudarnos contra las máquinas pensantes? —Y extendió los brazos para señalar a la ciudad herida.

—La epidemia se ha extendido por todas partes, Rayna. Tu abuelo me ha enviado a buscaros.

—Todo el mundo ha muerto —dijo la niña—. Casi la mitad murieron por la epidemia, y muchos otros después. No sé cuánta gente queda con vida en Parmentier.

—Con un poco de suerte, si el virus ha completado su ciclo, lo peor ya ha pasado. —Le dio un abrazo, y le pareció tan poca cosa…, como si pudiera partirse.

—Nuestra lucha no ha hecho más que empezar. —Su voz era fuerte, como acero templado—. Mi mensaje ya ha salido de estas fronteras. En el puerto espacial de Niubbe el Culto a Serena encontró naves que han partido hacia otros mundos para difundir la nueva de nuestra misión.

—¿Y qué nueva es esa, Rayna? —Abulurd sonrió. Aún la veía como la jovencita tímida que tanto tiempo había pasado entregada a la oración en compañía de su madre—. ¿Qué es el Culto a Serena? Nunca lo he oído mencionar. —En aquel momento comprendió que la epidemia no solo la había dejado sin pelo, también le había hecho ganar años de pena y madurez. Por lo visto, era ella quien dirigía a aquella gente.

—Serena misma destruyó máquinas pensantes —dijo Rayna—. Cuando Erasmo mató a su bebé, arrojó a un robot centinela por el balcón. Fue el primer golpe de la humanidad contra los perversos siervos de Omnius. Mi causa es destruir todas las máquinas.

Abulurd estudió a su sobrina con creciente preocupación. No pudo evitar pensar en las maquinaciones y las medidas oportunistas de Iblis Ginjo, contra las que Xavier Harkonnen luchó. Sin embargo, Rayna no parecía tener aspiraciones personales. La gente se arremolinaba a su alrededor en la colina, gritaba su nombre.

Abulurd miró atrás, a toda aquella destrucción, y habló haciéndose oír por encima del gentío.

—¿Tú… tú has provocado todo eso, Rayna?

—Era necesario. Serena me dijo que debíamos limpiar nuestros planetas y destruir cualquier artefacto tecnológico. Debemos eliminar todo cuanto esté informatizado para que las máquinas no puedan volver a dominarnos. No debemos dejar ningún asidero al enemigo, porque de lo contrario la raza humana volverá a caer en el abismo. Hemos sufrido mucho, pero estamos vivos —siguió diciendo, mirándolo con aquellos ojos penetrantes y encendidos—. Podemos apañarnos sin unas pocas… comodidades.

Era como un modelo de sacrificio, y manifestaba un total desinterés por las posesiones materiales. Seguramente solo había cogido lo mínimo, lo había dejado casi todo en la mansión de su padre.

Con gran turbación, Abulurd estiró el brazo para tocar el hombro huesudo de su sobrina.

—Quiero que vuelvas a Salusa conmigo, Rayna. Te reunirás con el resto de la familia. —También quería alejarla de aquella chusma.

—Salusa Secundus… —murmuró Rayna con aire soñador, como si hubiera visto en sus sueños aquel lugar—. Es cierto, aquí mis seguidores ya saben lo que tienen que hacer. Mi trabajo en Parmentier ha terminado. —Abulurd percibió un desconcertante brillo en sus ojos—. Es hora de que siga con mi misión en otra parte.

29

El ejército de la Yihad puede tratar de prepararse para el siguiente plan de Omnius, pero siempre estaremos por detrás de las máquinas, porque ellas pueden desarrollar sus ideas a la velocidad de un ordenador.

P
RIMERO
Q
UENTIN
B
UTLER
, correspondencia
privada con Wandra

Mientras Abulurd estaba en Parmentier con el comandante supremo Vorian Atreides, Quentin Butler se sentía cada vez más responsable de la seguridad del mundo capital de la Liga. Por disposición del Consejo, el primero se convirtió en el oficial de más alto rango del sistema salusano. Nunca se tomaba un momento para sí mismo, o un día de descanso. Durante meses, desde que recibieron el mensaje fatídico de Rikov anunciando la plaga, había sentido que la humanidad corría un grave peligro.

Así pues, Quentin se conducía con dureza cada día, aceptando misiones innecesarias, tratando de estar en todas partes a la vez. Los yihadíes a los que tenía a su mando podían hacer lo que quisieran con su tiempo libre, pero él no. Y su hijo Faykan era del mismo parecer. En lugar de aprovechar un merecido descanso, se ofrecía para pasar días en patrullas estándar en los límites del sistema salusano.

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