La bóveda del tiempo (17 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

BOOK: La bóveda del tiempo
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—Cyro, Cyro, ¿qué anda mal? —preguntó—. ¿Qué puedo hacer? Dime qué puedo hacer para ayudarte. Haré lo que sea.

La criatura que ocupaba el lecho abrió la boca.

—Me repondré en un minuto —dijo con voz ronca. Las palabras no coincidieron del todo con el movimiento de los labios.

Con un esfuerzo, se puso en pie. Era una criatura corpulenta y sobrepasaba los siete pies de estatura. Gerund la miró como hipnotizado, pero se las arregló para no echar a correr.

—Es mi mujer —se dijo—; sólo mi mujer y nada más.

Pero cuando la criatura echó a andar hacia él, los nervios del hombre estallaron. El aspecto de aquel rostro era demasiado terrible… Se volvió, aunque demasiado tarde para escapar. La criatura extendió los brazos y lo alcanzó casi como quien juega.

En el vestíbulo, el aburrimiento de Jeffy iba en aumento. Pese a todo el afecto que pudiera sentir hacia su amo, encontraba que la vida de un esclavo estaba llena de tedio. Bajo la mirada de pescado del viejo guarda, se tendió a lo largo del banco y se dispuso a descabezar un sueñecito; Gerund no tardaría en llamarlo.

Un timbre sonó en la cabina de radio.

Lanzando una última mirada de sospecha sobre Jeffy, el viejo fue a atender la llamada, Jeffy no se movió. Al cabo de un minuto, ruidos de lucha y forcejeo le hicieron abrir un ojo. Una forma monstruosa, cuyos detalles se perdían a la débil luz que imperaba, se arrastraba sobre ocho o diez patas en dirección a la puerta y se perdió en la calle. Jeffy se puso en pie al instante, sacudida su piel por una oleada de horror frío. Corrió hacia la celda del enfermo, relacionando instintivamente al monstruo con cualquier amenaza sobre aquellos a quienes servía.

La celda estaba vacía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó una voz a su espalda; el de barba gris había seguido el ruido de pasos de Jeffy. Miró más allá del cuerpo de Jeffy. Nada más ver que la celda estaba vacía, sacó un silbato y comenzó a soplarlo salvajemente.

Juez
: Ofrece usted como explicación de la desaparición de su amo y de su ama la posibilidad de que puedan haber sido… devorados por ese monstruo que usted afirma haber visto, ¿no es así?

Jeffy
: No afirmo tal cosa, señor. Ignoro dónde puedan haberse ido. Sólo digo que vi salir aquel ser del hospital y que por entonces ellos habían desaparecido.

Juez
: Ya ha oído que nadie más en el subpuerto ha visto semejante monstruo. Ha escuchado la declaración de Laslo, el guarda del hospital, en la que afirma no haber visto a ese monstruo. ¿Por qué persiste, pues, en esa historia?

Jeffy
Yo sólo puedo decir lo que ocurrió, ¿no le parece?

Juez
: Lo que usted
supone
que ocurrió.

Jeffy
: Es que fue
eso
lo que ocurrió. ¡Estoy diciendo la verdad! No tengo secretos, no tengo nada que ocultar. Apreciaba a mi amo. Por nada en el mundo me habría deshecho de él… ni de mi ama.

Juez
: Otros siervos sometidos a esclavitud han expresado sentimientos semejantes en ocasiones parecidas, una vez muertos sus amos. Si es usted inocente de lo que se le acusa, ¿por qué intentó escapar cuando Laslo tocó el silbato para que acudiera la policía?

Jeffy
: Estaba desconcertado, señor, ¿no lo entiende? Estaba asustado. Había visto ese… ser, y luego había visto la celda vacía, y entonces ese viejo grosero se puso a soplar su silbato en mi oreja. Yo… lo hice sin pensar.

Juez
: Sí, sí. No se revela usted como hombre muy responsable. Ya hemos oído el informe del testigo Laslo sobre la manera en que usted lo amenazó violentamente nada más llegar al hospital.

Jeffy
: Y usted me ha oído explicar por qué hice aquello, señor.

Juez
: Espero que se dará cuenta de la seria situación en que se encuentra. Es usted un hombre sencillo, de manera que se lo diré con sencillez: según la ley mundial, está usted acusado del doble crimen de su amo y de su ama, y, hasta que sus cadáveres sean recuperados o nuevas evidencias salgan a la luz, permanecerá usted en prisión.

Había dos formas de ascender desde el subpuerto hasta la superficie del Lánico. Una era seguir la ruta del mar, por medio del
Bartlemeo
y el avión en que los Gyres habían llegado. La otra era una ruta terrestre. Un funicular subterráneo recorría tres mil pies de túnel rocoso desde la ciudad sumergida hasta la estación de Praia, capital de la isla de Satago. Por esta ruta fue conducido Jeffy a la prisión.

La ventana de la celda de Jeffy daba a un polvoriento patio protegido por un baobab y le permitía cierto atisbo del mar. Le aliviaba encontrarse de nuevo sobre el nivel del mar, pese a la nubosa atmósfera que se hacía particularmente opresiva tras haber frecuentado los fríos aires del subpuerto: Jeffy sudaba todo el tiempo. Atosigado por el calor, pasaba casi todo el día tumbado en el jergón. Otros convictos eran sacados al patio para realizar ejercicios y hablaban bajo su ventana en la
lingua crioula
local, pero Jeffy no entendía una palabra de ella.

Hacia el anochecer de su segundo día de confinamiento, se encontraba en su lugar habitual cuando se levanto el viento. Soplaba tórridamente por toda la prisión y no parecía amainar. Las densas nubes se estaban desperdigando y mostraban el azul del cielo por vez primera después de varios días. El carcelero jefe, un tipo carinegro con inmensos bigotes, salió al patio, olfateó el aire, lo aprobó y se dirigió hacia un banco de piedra que había bajo el baobab. Lo limpió cuidadosamente con su pañuelo, se tumbó y se relajó.

Algo se movió sobre el muro que había detrás del carcelero. Algo parecido a un pitón se desenroscó y se introdujo en el patio. Parecía reptar por el muro como una mancha que se extiende, pero dada la espesura del follaje del baobab se hacía difícil ver lo que estaba ocurriendo. Ahora, Jeffy tenía la impresión de que por el muro se desplegaba una cortina de caucho remachada con joyas y estrellas de mar. Tocó tras el carcelero.

Fuera lo que fuere, aquel ser alzó una especie de látigo dispuesto a golpear el rostro del carcelero. Entonces, el resto del volumen del ser se desparramó sobre el cuerpo del hombre, amortiguando sus forcejeos y cubriéndolo como una capa. Jeffy gritó con furia, pero nadie le contestó, a nadie le importó; la mayor parte del personal se encontraba junto al mar, entretenido por las muchachas.

Cuando el ser se apartó del carcelero jefe, sobre el banco sólo quedaba un cuerpo flexible y desinflado El viento tórrido jugueteó con los bigotes. El ser despuntó dedos y cogió con pericia el juego de llaves que colgaba del cinturón del muerto. Destacóse un segmento de la protuberancia mayor, la cual quedó en las sombras en tanto el segmento se desplazaba por el patio portando las llaves. Parecía un escabel animado.

—¡Dios mío! —exclamó Jeffy—. ¡Viene hacia aquí!

Mientras retrocedía hasta la puerta de la celda, la criatura, de un salto, apareció por entre los barrotes y arrojó las llaves al interior de la celda. A continuación saltó la criatura.

Poco a poco, el ser acortaba las distancias, mientras tomaba forma ante la petrificada mirada de Jeffy y se convertía en Gerund o una intolerable réplica de éste.

Gerund extendió una mano y rozó a su siervo, casi como si estuviese experimentando.

—Todo va bien, Jeffy —dijo al cabo, pronunciando con esfuerzo evidente—. Nada tienes que temer. Nadie va a hacerte daño. Toma esas llaves, abre tu celda y condúceme hasta el gobernador de la prisión.

Pálido, tembloroso como una hoja de papel, Jeffy se las arregló para recomponerse y obedecer la orden. Las llaves tintinearon en su mano y las probó una por una hasta que dio con la que encajaba en la cerradura de su puerta. Como hombre magnetizado, echó a andar por el pasillo seguido muy de cerca por el pseudo-Gerund.

No había nadie a la vista. En cierto lugar, un carcelero dormía en una silla de respaldo móvil, los pies en alto, apoyados en el encalado muro. No se molestaron con él. Abrieron la gran puerta de barrotes que daba a una escalera privada y a la estancia del gobernador.

Unas puertas abiertas les mostraron el camino que conducía a una balconada desde la que se dominaba la bahía y los picachos centrales de la isla.

En la balconada, solitario como de costumbre, bebiendo vino como de costumbre, un hombre permanecía sentado en una silla de mimbre. Parecía empequeñecido y —¡sí, por Dios!— infinitamente cansado.

—¿Es usted el gobernador de la prisión? —preguntó Gerund, irrumpiendo en la estancia.

—Yo soy —dije.

Me miró durante largo rato. Pude apreciar entonces que no era (¿cómo decirlo?) un humano ordinario. Tenía apariencia de lo que era: una falsificación de un ser humano. Aun así, lo reconocí como Gerund Gyres por las fotografías que la policía había hecho circular—. ¿No tomarán asiento? —ofrecí—. Me cansa verles de pie. Ni amo ni criado se movieron.

—¿Por qué ha… cómo ha liberado a su hombre? —pregunté.

—Lo he traído ante usted —dijo Gerund— para que usted pueda oír lo que tengo que decir y entienda que Jeffy es un buen siervo que jamás me ha hecho daño alguno. Quiero que sea puesto en libertad.

De modo que se trataba de una criatura razonable y capaz de sentir compasión. Humana o no, podía dirigirme a ella. ¡Tantos hombres con los que había tenido que tratar no disponían ni de razón ni de compasión!

—Le escucho —dije, escanciándome más vino—. Como puede ver, no tengo mucho que hacer. Escuchar puede incluso resultar más placentero que hablar.

Entonces, Gerund se puso a contarme todo lo que yo estoy plasmando aquí lo mejor que sé. Jeffy y yo escuchábamos en silencio; aunque el esclavo entendía poco, sin duda, yo capté lo bastante como para que se me helaran las tripas. Al fin y al cabo, ¿no tenía junto al codo un ejemplar de la obra de Pamlira sobre la Para-evolución?

En el silencio que siguió al final del relato, escuchamos la llamada al ángelus en un campanario de Praia; no me procuró ningún alivio, y el fuerte y tórrido viento dispersó sus notas. Sabía ya que estaba cerniéndose una oscuridad que ningún rezo iluminaría.

—Así pues —dije, aclarándome la voz—, como gobernador, lo primero que debo tomar en cuenta es que usted, Gerund Gyres, si así debo llamarlo, ha cometido un asesinato: por voluntad propia mató usted a mi carcelero jefe.

—Eso fue un error —dijo Gerund—. Debe usted advertir que soy un compuesto de Je Regard, Cyro Gyres y Gerund Gyres, por no mencionar los peces absorbidos en mi ascenso desde el subpuerto. Yo creía poder absorber cualquier humano. Ello no representaría la muerte; nosotros tres estamos vivos. Pero su carcelero rechazó la absorción. Lo mismo hizo Jeffy, cuando probé a tocarlo.

—¿A qué lo atribuye usted? —pregunté.

Sobre su rostro se extendió una sonrisa. Desvié la mirada.

—Aprendemos con rapidez —dijo—. No podemos absorber humanos que no son conscientes de sí como parte del proceso natural. Si viven la desfasada concepción del hombre como especie aparte, sus células son opuestas a las nuestras y la absorción no puede tener lugar.

—¿Quiere usted decir que ustedes sólo pueden… absorber hombres cultos? —pregunté.

—Exacto. Con los animales es diferente: su conciencia es sólo un proceso natural; no nos presenta ningún obstáculo.

Creo que fue entonces cuando Jeffy saltó la baranda del balcón y se dejó caer sobre los matorrales que abajo crecían. Se levantó indemne y pudimos ver cómo evitaba la carretera mientras se alejaba. Ninguno de nosotros pronunció palabras; yo esperaba que hubiera ido en busca de ayuda, pero, si Gerund pensó lo mismo no lo manifestó.

—En conjunto, creo no haber entendido lo que me ha dicho —dije, intentando ganar tiempo; no creo que mi intención fuera muy firme en aquel momento; para decir verdad, me sentía tan enfermo que la prisión entera parecía dar vueltas a mi alrededor. El colosal pseudo-hombre me daba más miedo de lo que jamás hubiera creído. Aunque no temo ni a vivos ni a muertos, ante aquel medio-vivo me recorría un escalofrío de horror.

—No entiendo lo de absorber sólo gente culta —dije, casi al azar.

Esta vez no se molestó en abrir la boca para responder.

—La cultura implica un más alto entendimiento. Hoy en día no hay sino una forma de materializar ese entendimiento: Galingua. Yo sólo puedo liberar las células de aquellos que son capaces de utilizar esta herramienta semántica, de aquellos cuya cadena bioquímica total ha devenido ya maleable a través de ese idioma. El accidente que sufrió Je Regard revela facultades ya latentes en toda persona galingua-parlante que se encuentre en la galaxia. Aquí y ahora, en Yinnisfar se ha dado un gigantesco paso adelante: inesperado, no obstante el clímax inevitable ubicado en galingua.

—Así pues —dije, sintiéndome mejor a medida que iba entendiendo—, ¿es usted el siguiente paso evolucionario, que predijo Pamlira en
Para-evolución
?

—A grosso modo, sí —dijo—. Tengo plena conciencia de lo que dijo Pamlira. Todas mis células poseen ese don; sin embargo, me mantengo independiente en la fijación de forma, esa ruina de diversas criaturas multicelulares que antes fui.

Sacudí la cabeza.

—No me parece usted un avance, sino una regresión —le dije—. El hombre es, a fin de cuentas, una compleja colmena genética; usted afirma que puede transformarse en conjunto de células simples, pero las células simples constituyen una forma de vida muy primitiva.

—Todas mis células son conscientes —dijo con énfasis—. Ahí radica la diferencia. Los genes se convierten en células, y las células en la colmena genética llamada hombre, a fin de desarrollar sus potencialidades, no las del hombre. La idea de que el hombre es capaz de sufrir desarrollo era un concepto puramente antropomórfico. Las células han acabado ahora con esa forma llamada hombre; han agotado sus posibilidades y se encaminan hacia algo distinto.

Esto no parecía tener réplica, de manera que me quedé tranquilo, sorbiendo mi bebida y contemplando el avance de las sombras que, procedentes de las montañas, iban ganando el mar. Aún sentía frío, pero ya no temblaba.

—¿No tiene nada más que preguntarme? —inquirió Gerund, casi con desconcierto. Difícilmente podría esperarse ver desconcertado a un monstruo.

—Sí —dije— Sólo una cosa. ¿Es usted feliz?

El silencio, como las sombras, se extendió hacia el horizonte.

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