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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

La bóveda del tiempo (20 page)

BOOK: La bóveda del tiempo
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Art puso de manifiesto a los asiduos. Eran los únicos que se podían permitir el lujo de comprar soledad y una mujer que hiciera compañía a la soledad. Viajaban sobre quimeras por encima de las centelleantes avenidas, comían en restaurantes subacuáticos, asintiendo, como camaradas, a los tiburones que observaban a través de las paredes de cristal; bebían vino en cientos de tascas y se sentaban con los músculos tensos a las mesas de juego: y a la imperiosa señal de sus ojos había siempre un siervo de la gleba listo para acercarse a todo correr, un siervo que sudaba y temblaba mientras corría. He aquí cómo funciona una ciudad galáctica; el poder debe recordar siempre que es poderoso.

La escena había cambiado otra vez. La cámara recogió al Anciano Jandannager y comenzó a investigar la Gran Vía del Bósforo. La Gran Vía estaba en el corazón de Nunión. Aquí, la búsqueda de placeres era más tensa, más intensa. Los ladradores proclamaban sus atracciones rivales, los polihermafroditas hacían señas con la mano, los licores fluían como la pleamar, el cine competía con el pecado
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, mujeres de la noche ajetreadas como arañas que tejen su tela, miles de sensaciones —perversiones de una galaxia— siempre a un precio. El hombre, consciente como nunca de la consistencia de las células, había inventado una emoción diferente para cada célula.

Harsch Benlin no pudo resistir el deseo de abrir la boca.

—¿Habéis visto alguna vez tanto realismo, caballeros? —preguntó—. Aquí tenéis gente ordinaria, gente como vosotros, como yo, que desciende para pasarse un rato agradable. ¡Pensad en la maravilla que constituyen estas imágenes de nuestra pequeña vieja capital! ¿Y dónde han estado estos últimos veinte años? Vaya, enterradas en los sótanos, olvidadas, casi perdidas. Nadie las habría visto nunca si no las hubiese rescatado yo.

El señor Wreyermeyer habló.

—Yo las he visto, Harsch —dijo con voz ronca—. Pero, voto a mi dinero, son demasiado sórdidas para atraer al público.

Harsch se quedó completamente inmóvil. Un oscuro tinte afloró a su rostro. Aquellas pocas palabras le habían informado, a él y a todos, del lugar que ocupaba exactamente. Se apoyó sobre una pierna. Si insistía, como era su deseo, irritaría al jefe; si se echaba atrás, perdería lo adelantado, y allí había varios hombres a los que no agradaría semejante espectáculo. Estaba atrapado.

En el sólido que se alzaba tras Harsch, hombres y mujeres hacían cola para entrar a un espectáculo de horror, «Muerte en la Sexta Celda de la Muerte». Sobre ellos, empequeñeciéndolos, una gigantesca masa humana se debatía con la muerte, cabeza abajo, los ojos casi fuera de las órbitas, la boca buscando aire con ansiedad. El ahorcado podía mover incluso su epiglotis, lo que podía considerarse una obra maestra de realismo. Tal espectáculo había zos; Harsch también había tenido cierta participación en él.

—No tenemos necesidad de exhibir estas sordideces, Sonrisa, si así lo juzgas conveniente —dijo, haciendo una mueca de dolor—. Lo que hago es intentar darte una idea general de todo esto. Por supuesto, más tarde hablaremos… hablarás sobre los detalles finales.

Nada dijo el señor Wreyermeyer. Asintió una vez con la cabeza, neutramente. Recogiendo los vientos dominantes —haciendo más bien honor a su predisposición zorruna—, Ruddigori tomó la palabra.

—Admiras demasiado a Art Stayker, Harsch —dijo con intención—. A fin de cuentas no era más que un vagabundo vulgar con una cámara.

—Claro, Ruddy, claro —replicó Harsch; siempre sabía cuándo sonaba el momento de retroceder y volver a sumergirse en la opinión dominante—. ¿Acaso no acabo de decir al señor Wreyermeyer que se trata de sordideces? Nuestra tarea será, de todos modos, aprovechar lo que de bueno podamos encontrar.

—Nadie haría eso mejor que tú, H. B. —dijo Pony Caley.

—Gracias, Pony —dijo Harsch, asintiendo con cordialidad. Pony era el principal de sus hombres de apoyo; el bastardo iba a sentir el hacha luego por no haberle prodigado mejor respaldo.

La ciudad de Art Stayker se estaba vaciando ahora. En las cloacas se veían paquetes arrugados de erotosalutíferos, programas, entradas, condones, facturas y flores. Los jaraneros se encaminaban a sus casas para dormir.

—¡Esto, mirad esto! —dijo Harsch, enfatizando la voz y apretando los puños—. He aquí un
auténtico
documento humano. Aquí es donde Stayker entrada
auténticamente
en la genialidad.

Una capa de neblina iba cayendo sobre la Gran Vía del Bósforo, haciendo hincapié en la progresiva soledad del lugar. Un tipo gordo salió de un lupanar y echó a andar hacia la parada de metro más próxima. Se metió en ella como objeto que cayera por un desagüe.

En la Catedral del Santo Bósforo dieron las tres y media y las tres y media dieron en la Corte Plat-Onica. Las luces se apagaron en un restaurante vacío, dejando sobre la retina una imagen póstuma de sillas puestas del revés. Agitando su bolso, una furcia tardía echó a andar pesadamente hacia su casa.

Sin embargo, la Gran Vía no estaba del todo vacía en humanidad. El incompungido ojo de la cámara puso de manifiesto, en diversos soportales, a los últimos contempladores de la escena. Habían permanecido allí inmóviles y sin participar cuando la noche estuvo en su cenit; y allí estaban cuando apareció el primer lechero. Observando la muchedumbre, observando la quietud, observando la última puta que se iba a casa, permanecían apostados en sus portales como en bocas de conejera. Desde las sombras, los rostros acechaban con una tensión terrible e inexpresable. Sólo sus ojos se movían.

—Esos hombres —dijo Harsch— fascinaban totalmente a Stayker. Os dije que de algún modo estaba loco. Consideraba que si alguien podía conducirlo hasta el núcleo de esta ciudad que deseaba disecar eran esas personas, esos entes de los portales. Ahí permanecen, noche tras noche. Sólo Él sabe lo que querrán. Stayker los llamaba «espectros impotentes del fasto».

—Todavía están ahí —dijo Ruddigori inesperadamente—. Puedes encontrarlos acechando en los portales de cualquier gran ciudad. Más de una vez me han preocupado.

Era insólito. No era educado interesarse por nada no conectado directamente con Supernova. Harsch alzó una mano a Cluet, recobrada cierta esperanza nuevamente.

La pantalla sólida quedó en blanco y se llenó a continuación de formas. Una cámara-grúa transportaba a dos hombres sobre un paseo con canal lateral; los dos hombres eran Art Stayker y su ayudante Harsch Benlin.

—En esta toma —dijo a su auditorio el Harsch maduro— me veis con Stayker yendo hasta la casa de uno de esos pájaros nocturnos; casi me dio risa.

Las dos figuras se detuvieron frente a una sastrería y se quedaron mirando dubitativamente el cartel exterior que decía sencillamente: «A. WILLITTS SASTRE».

—Tengo la impresión de que vamos a descubrir algo grande —dijo tenso Art cuando fue dado el sonoro— Vamos a oír lo que es realmente una ciudad, vamos a oírlo de labios de alguien que sin duda capta su atmósfera con mucha sutileza. Estamos escarbando derechamente hacia su núcleo. Pero te advierto, Harsch, que no va a ser muy agradable. Puedes quedarte aquí si lo deseas.

—Vamos, Art —protestó el joven—, si vamos a descubrir algo grande quiero estar presente.

Art miró especulativamente a su ayudante.

—No creo que haya ningún dinero en esto, hijo —dijo.

—Lo sé, Art. No pienso sólo en el dinero; ¿por quién me tomas? Esto es más bien filosófico, ¿no te parece?

—Sí, supongo que sí.

Entraron juntos en la pequeña tienda.

La oscuridad reinaba en el interior. Éste parecía estar tapizado con los trajes negros que eran la especialidad del sastre; y, ciertamente, colgaban de todas las paredes, fúnebres entre tanta oscuridad. El sastre, Willitts, era una lagartija de hombre; reconocieron sus facciones como las de uno de los observadores nocturnos de la Gran Vía. Los hombres de Art lo habían seguido hasta su guarida.

Los ojos de Willitts sobresalían y relampagueaban como los de una rata ahogada. Era melancólico y negó desde el principio haber ido a la Gran Vía del Bósforo. Como Art insistiera, el sastre, guardó silencio, batiendo sus dedos contra el mostrador.

—No soy policía —dijo Art—. Sólo un curioso. Quiero saber por qué está usted en aquel lugar todas las noches.

—No es nada de lo que uno tenga que avergonzarse —murmuró Willitts, bajando los ojos—. No hago nada.

—De eso se trata —dijo Art con apremio—. Usted no hace nada. ¿Por qué usted y otros como usted están allí sin hacer nada? ¿En qué piensa entonces? ¿Qué es lo que mira? ¿Qué lo que siente?

—Tengo trabajo, oiga —protestó Willitts—. Mucho trabajo. ¿No puede entender eso?

—Conteste mi pregunta y me iré.

—Podemos ponerle un precio a su tiempo, Willitts —insinuó el joven Harsch, tocándose el bolsillo.

Los ojos del hombrecillo eran furtivos. Se humedeció los labios. Parecía tan cansado que se hubiera dicho que no corría sangre por sus venas.

—Déjenme solo —dijo—. Eso es lo que les pido: que me dejen solo. No les ofende, ¿verdad? Puede venir un parroquiano en cualquier momento. No voy a contestar a sus preguntas. Ahora, por favor, lárguense de aquí.

—Disponemos de formas y medios de obtener las respuestas que queremos —amenazó Harsch.

—Lárguese, matonéte. Si me toca, llamaré a la policía.

Inesperadamente, Art saltó sobre él, lo tendió de espaldas sobre el mostrador y lo agarró por los hombros. De ambos, la cara de Art era la más exasperada.

—Vamos, Willitts —dijo—. Tengo que saberlo.
Tengo
que saberlo. He estado horadando en esta basura de ciudad semana tras semana y usted es la cucaracha que he encontrado en el fondo. Va a decirme lo que ocurre allí o, así aúlle, le romperé el pescuezo.

—¿Cómo voy a decírselo? —exigió Willitts con repentina furia ratonil—. No puedo decírselo. No puedo, no tengo palabras para ello. Tendría que ser de mi clase para entenderlo.

Y aunque Art se puso a golpear al sastre y a zarandearlo de aquí para allá, no obtuvo más palabras de él. Por fin, salieron del local y dejaron a Willitts jadeando, tendido en tierra tras el mostrador.

—No me gusta perder el control de esta manera —dijo Art apretándose la frente y frotándose los nudillos al salir de la tienda. Debió haber tenido en cuenta que estaba siendo enfocado por la cámara, pero estaba demasiado preocupado para eso—. Se me formó dentro una cosa negra. Tan cerca que estábamos. Bueno,
tenemos
que descubrir…

Su rostro enfocado se hizo más y más grande, llenando la pantalla y eclipsando todo lo demás. Un párpado se agitaba incontrolablemente. Salió de la pantalla, hablando aún.

La pantalla quedó en blanco.

—¡Soberbio! —exclamó Pony Caley, poniéndose de pie de un salto—. ¡Ha estado a un palmo de la genialidad! ¡De la verdadera genialidad!

Todos estaban hablando, salvo el jefazo; la paliza les había entusiasmado.

—De veras —decía Janzey—, esa última escena tenía algo. Retomada con actores apropiados y aderezada con esto y aquello sería un sólido de cuidado. Podría acabar con una zambullida del fulano en el canal.

Calcular sus salidas era una especialidad de Harsch. Había conseguido despertar la atención de todos y no iba a proporcionarle más exhibiciones. Con las manos en los bolsillos bajó lentamente los escasos escalones del escenario.

—Así que aquí tenéis, a vuestra disposición, la historia de un espasmo llamado Art Stayker —dijo cuando su pie derecho abandonó el último peldaño—. No pudo terminarla. El negocio de los sólidos era demasiado malo para.él. En aquel momento y lugar, justo después de atizar al sastrecillo, lo dejó estar todo y desapareció en la jungla de Nunión. Ni siquiera se quedó para acabar su película y Unidad Dos abandonó el proyecto. Era un
verdadero
culo de mal asiento, era Art.

Ruddy le salió al paso y dijo a Harsch:

—Has acabado por interesarme. No obstante, ¿cómo es que han tenido que pasar veinte años para llegar a oír esto?

Con suma delicadeza, Harsch abrió los brazos y sonrió.

—Porque Stayker era un don nadie cuando dejó el oficio —dijo, apuntando con sus palabras, no a Ruddy, sino al señor Wreyermeyer—; luego fue olvidado, y su trabajo quedó apartado a un rincón. Después… bueno, me encontré con Stayker hace un par de días y eso me dio la idea de ponerme a trabajar en los archivos de Unidad Dos.

Intentó colocarse frente al señor Wreyermeyer para hacerle más fácil la captación de la sagacidad a que era tan aficionado, pero Ruddy siguió en mitad de los dos.

—¿Quieres decir que Stayker está vivo todavía? —prosiguió Ruddy—. Debe ser ya un hombre bastante viejo. ¿A qué se dedica, por el amor De?

—Al vagabundeo, está sin blanca —dijo Harsch—. No tenía interés en hablar con él, de manera que me alejé lo antes que pude. ¡Muchacho, olía mal!

Apartó a Ruddy y se plantó ante el jefazo.

—Bien, Sonrisa —dijo lo más tranquilamente que pudo—, no me digas que no has olido ahí un buen sólido: algo con lo que llenar las taquillas a más y mejor.

Como prolongando el suspenso deliberadamente, el señor Wreyermeyer dio otra calada a su erotosalutífero antes de quitárselo de la boca.

—Tendremos que poner un par de enamorados —dijo tácitamente.

¡El viejo bruto estaba interesado!

—Claro —exclamó Harsch, arrugando la cara para ocultar su alegría—. ¡Dos parejas de enamorados! Lo que tú digas, Sonrisa. Sólo lo que tú quieras, ¿no?

Pony Caley también se acercó, intentando entrometerse en el éxito de su patrón.

—Y esos fulanos de los portales, señor Wreyermeyer —dijo con apremio—, ¿no podrían ser espías galácticos para convertir la película en cinta de intriga?

—Sí, eso pega —dijo el corifeo de Pony, golpeando con el puño la palma de la otra mano—. Y el Art Stayker ese, tan refinado, ¿eh?, podría ser la víctima y podríamos cerrarle el pico al final, ¿eh?

—No tanto embrollo —interrumpió Janzey—. Lo veo más como una saga del hombre ordinario, y podríamos titularla «Nuestra Ciudad» o algo parecido si es que este título no está ya registrado.

—¿Qué tal «Aceras Rutilantes» como título? —sugirió otro.

—¡Eso suena a Eddi Expusso! —exclamó Pilloi.

Los chicos tenían la mano. Harsch había ganado la partida; ¡cuánto se amaba a sí mismo!

Estaba ya para salir del pequeño cine cuando Ruddy le tocó en el brazo.

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