La caída de los gigantes (63 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Lev tenía un instinto natural para las apuestas y por lo general ganaba a las cartas sin hacer trampas, pero eso era demasiado lento.

El reparto de cartas avanzaba hacia la izquierda con cada mano, por lo que Lev solo podía amañarlas de cuando en cuando. No obstante, había mil maneras de hacer trampas, y Lev había ideado un sencillo código mediante el que Rhys le indicaba cuándo tenía una buena mano. Lev seguía entonces apostando, al margen de lo que tuviera, para forzar que las apuestas subieran y aumentaran el bote. La mayoría de las veces los demás se retiraban, y Lev perdía frente a Rhys.

Mientras se repartía la primera mano, Lev decidió que aquella sería su última partida. Si desplumaba a los hermanos Ponti, probablemente podría comprar el pasaje. El domingo siguiente Spiria indagaría para averiguar si Lev seguía organizando timbas, pero para entonces Lev pretendía estar ya en el mar.

Durante las siguientes dos horas, Lev vio cómo las ganancias de Rhys iban aumentando y pensó que con cada penique América se acercaba un poco más. Por lo general no le gustaba desplumar a nadie, porque le interesaba que todos volvieran la semana siguiente. Pero ese día tenía que ir a por todas.

Cuando la tarde empezaba a oscurecer, le tocó repartir. Dio tres ases a Joey Ponti y un trío de treses a Rhys. En ese juego, los treses superaban a los ases. Con la pareja de reyes que tenía él, tenía excusa para apostar alto. Siguió apostando hasta que Joey casi estaba arruinado; no quería aceptar pagarés. Joey invirtió lo último que le quedaba en ver la mano de Rhys. El semblante de Joey cuando Rhys enseñó un trío de treses fue tan cómico como lastimoso.

Rhys recogió el dinero. Lev se puso en pie y dijo:

—Estoy pelado.

La timba concluyó y todos volvieron a la barra, donde Rhys pidió una ronda para templar los ánimos de los perdedores. Los hermanos Ponti volvieron a la cerveza, y Joey dijo:

—Ah, tal como viene se va, ¿verdad?

Minutos después, Lev salió del local y Rhys lo siguió. No había retrete en el Two Crowns, de modo que los hombres utilizaban el callejón que quedaba en la parte trasera del granero, apenas iluminado por una farola alejada. Rhys entregó rápidamente a Lev la mitad de sus ganancias, una parte en monedas y la otra en billetes nuevos de intensos colores, verdes los de una libra y marrones los de diez chelines.

Lev sabía exactamente lo que le debía. Tenía una facilidad pasmosa con la aritmética, como le ocurría con las apuestas. Después contaría el dinero, pero estaba seguro de que Rhys no lo engañaría. Lo había intentado en una ocasión. Lev vio que en su parte faltaban cinco chelines, una cantidad que cualquier hombre descuidado habría pasado por alto. Lev fue a casa de Rhys, le embutió el cañón del revólver en la boca y lo amartilló. Rhys se manchó los pantalones de puro terror. Después de aquello, jamás había faltado un solo penique en las cuentas.

Lev se guardó el dinero en el bolsillo del abrigo y volvió al local.

En cuanto entró, vio a Spiria.

Spiria se había quitado el hábito y llevaba el mismo abrigo que en el barco. Estaba en la barra, no bebiendo sino charlando animadamente con un grupo de rusos, entre ellos varios de los participantes en la timba.

Su mirada se cruzó por un instante con la de Lev.

Lev dio media vuelta y salió, pero sabía que era demasiado tarde.

Se alejó a paso ligero colina arriba, en dirección a Wellington Row. Spiria lo traicionaría, estaba seguro. Tal vez en aquel preciso instante estaría ya explicando cómo se las arreglaba Lev para hacer trampas a las cartas y aun así dar la impresión de que perdía. Los hombres se pondrían furiosos, y los hermanos Ponti querrían que les devolviera su dinero.

Ya cerca de su casa vio a un hombre que caminaba en la dirección opuesta con una maleta, y a la luz de la farola lo identificó como un joven vecino conocido como Billy de Jesús.

—¿Qué hay, Grigori?

El chico parecía estar a punto de marcharse de la ciudad, y Lev sintió curiosidad.

—¿Te vas a algún sitio?

—A Londres.

El interés de Lev se acrecentó.

—¿En qué tren?

—En el de las seis a Cardiff. —Los pasajeros con destino a Londres tenían que cambiar de tren en Cardiff.

—¿Qué hora es ahora?

—Menos veinte.

—Vale, hasta luego. —Lev entró en su casa. Decidió que cogería el mismo tren que Billy.

Encendió la luz eléctrica de la cocina y levantó la losa. Sacó los ahorros, el pasaporte con el nombre y la fotografía de su hermano, una caja con balas de latón y el revólver, un Nagant M1895 que le había ganado en una timba de cartas a un capitán del ejército. Inspeccionó el tambor para asegurarse de que en cada recámara hubiera una bala nueva; el revólver no expulsaba las usadas de forma automática, sino que había que retirarlas manualmente cuando se volvía a cargar. Se guardó el dinero, el pasaporte y el arma en los bolsillos del abrigo.

En el piso de arriba encontró la maleta de cartón de Grigori con el orificio de bala. La abrió y dentro puso la munición junto con su otra camisa, una muda y dos barajas de cartas.

No tenía reloj, pero calculó que habían transcurrido cinco minutos desde que había visto a Billy. Eso le dejaba quince minutos para llegar a pie a la estación; era suficiente.

Oyó las voces de varios hombres, procedentes de la calle.

No quería un enfrentamiento. Él era duro, pero los mineros también. Aunque ganara en la pelea, perdería el tren. Podría emplear el arma, claro, pero en aquel país la policía se tomaba muy en serio el apresamiento de los asesinos, incluso cuando las víctimas no eran nadie. Cuando menos, revisarían a los pasajeros en la estación y tendría problemas para comprar el billete. En todos los sentidos, era preferible abandonar la ciudad sin violencia.

Salió por la puerta trasera y echó a caminar rápidamente por el sendero con todo el sigilo que le permitían las pesadas botas que llevaba. El suelo estaba embarrado, como ocurría prácticamente siempre en Gales, por lo que afortunadamente sus pasos hacían poco ruido.

Al final del sendero dobló por un callejón y salió a las luces de la calle. Los retretes en mitad de la calle le ocultaban de la vista de quien estuviera frente a su casa. Se alejó de allí a toda prisa.

Dos calles más adelante cayó en la cuenta de que el camino a la estación le haría pasar junto al Two Crowns. Se detuvo y pensó unos instantes. Conocía el trazado de la ciudad y que la única ruta alternativa lo obligaba a retroceder. Pero los hombres cuyas voces había oído podían seguir cerca de su casa.

Tenía que arriesgarse con el Two Crowns. Dobló por otro callejón y enfiló el sendero que pasaba por detrás del pub.

Mientras se acercaba al granero donde habían jugado a las cartas, oyó voces y divisó a dos o más hombres, cuyo tenue perfil iluminaba la luz de la farola que había al final del sendero. Se le acababa el tiempo, pero aun así se detuvo y esperó a que los hombres volvieran adentro. Se quedó junto a una cerca alta de madera para pasar inadvertido.

Los hombres parecían demorarse eternamente.

—Vamos —susurró—. ¿Es que no queréis volver a entrar en calor? —La gorra le goteaba, empapada por la lluvia, y le mojaba el cuello.

Al fin entraron, y Lev emergió de las sombras y reemprendió el camino a paso ligero. Pasó junto al granero sin incidentes, pero al dejarlo atrás oyó más voces. Maldijo para sí. Los clientes llevaban bebiendo cerveza desde el mediodía, y a esas horas de la tarde necesitaban visitar a menudo el callejón. Oyó que alguien le decía:

—¿Qué hay, compañero?

Era la palabra que empleaban cuando no reconocían a alguien.

Fingió no oírles y siguió andando.

Oyó una conversación entre murmullos. La mayoría de las palabras eran ininteligibles, pero Lev creyó oír que uno de los hombres decía: «Parece un russki». La indumentaria rusa era diferente de la británica, y Lev supuso que habían atisbado la forma de su abrigo y de su gorro bajo la luz de la farola a la que se acercaba rápidamente. No obstante, las necesidades fisiológicas solían ser apremiantes para los hombres que salían de un pub, y pensó que no lo seguirían antes de haberlas satisfecho.

Dobló por el siguiente callejón y desapareció del campo de visión de los hombres. Por desgracia, dudó de si habría desaparecido también de sus pensamientos. Spiria debía de haber aireado ya su historia, y pronto alguien sospecharía de un hombre ataviado con ropa rusa y caminando hacia el centro de la ciudad con una maleta en la mano.

Tenía que subir a aquel tren.

Echó a correr.

La línea ferroviaria transcurría por la vaguada del valle, por lo que todo el camino a la estación era en descenso. Lev corría con soltura, a grandes zancadas. Alcanzaba a ver, por encima de los tejados, las luces de la estación, cada vez más próximas, y el vapor de la chimenea de un tren detenido en las vías.

Cruzó la plaza y entró en el vestíbulo. Las manecillas del gran reloj marcaban uno o dos minutos para las seis. Se precipitó a la ventanilla y rebuscó el dinero en el bolsillo.

—Un billete, por favor.

—¿Adónde desea ir esta tarde? —preguntó afablemente el expendedor.

Lev señaló hacia el andén con un gesto perentorio.

—¡Ese tren!

—Ese tren para en Aberdare, Pontypridd…

—¡Cardiff! —Lev alzó la mirada y vio la manecilla de los minutos saltar el último segmento y detenerse, trémula, en las doce.

—¿Solo ida, o ida y vuelta? —preguntó el expendedor con parsimonia.

—¡Solo ida! ¡Deprisa!

Lev oyó el pitido. Desesperado, barajó las monedas que tenía en la mano. Conocía la tarifa —había ido a Cardiff dos veces en los últimos seis meses— y dejó el dinero sobre el mostrador.

El tren empezó a moverse.

El expendedor le dio el billete.

Lev lo cogió y se dio la vuelta.

—¡No olvide el cambio! —dijo el hombre.

Lev recorrió el corto espacio que lo separaba de la barrera.

—Billete, por favor —le dijo el revisor, aunque acababa de ver cómo Lev lo compraba.

Lev vio que, tras la barrera, el tren ganaba velocidad.

El revisor perforó el billete y dijo:

—¿No quiere usted el cambio?

La puerta del vestíbulo se abrió de golpe y los hermanos Ponti irrumpieron en él.

—¡Allí está! —gritó Joey, y se precipitó hacia Lev.

Lev lo sorprendió embistiéndolo y le asestó un puñetazo en plena cara. Joey se detuvo en seco. Johnny se estampó contra la espalda de su hermano, y ambos cayeron de rodillas al suelo.

Lev arrebató el billete al revisor y salió corriendo al andén. El tren avanzaba ya deprisa. Corrió junto a él un momento. De pronto, una puerta se abrió y Lev vio la simpática cara de Billy de Jesús.

—¡Salta! —gritó Billy.

Lev saltó al tren y posó un pie en el estribo. Billy lo agarró de un brazo. Ambos titubearon un instante mientras el ruso trataba de subir a bordo. Entonces Billy tiró de él hacia dentro.

Lev se desplomó agradecido en un asiento.

Billy cerró la puerta y se sentó frente a él.

—Gracias —dijo Lev.

—Has apurado mucho —dijo Billy.

—Pero lo he conseguido —repuso Lev sonriendo—. Eso es lo único que cuenta.

III

La mañana siguiente, en la estación de Paddington, Billy preguntó las señas para ir a Aldgate. Un afable londinense le ofreció un raudal de instrucciones detalladas, pero hasta la última palabra le resultó al joven del todo incomprensible. Dio las gracias al hombre y salió de la estación.

Nunca había estado en Londres, pero sabía que Paddington se encontraba en la zona oeste y que los pobres vivían en el este, de modo que se encaminó hacia el sol de media mañana. La ciudad era incluso más grande de lo que había imaginado, mucho más bulliciosa y desconcertante que Cardiff, pero lo deleitó: el ruido, el tráfico, el gentío y, sobre todo, las tiendas. No tenía idea de que hubiese tantas en el mundo. ¿Cuánto se gastaba a diario en las tiendas de Londres?, se preguntó. Debían de ser miles de libras… tal vez millones.

Lo invadió una sensación de libertad vertiginosa. Nadie allí lo conocía. En Aberowen, o incluso en sus viajes ocasionales a Cardiff, siempre cabía la posibilidad de que lo vieran amigos o parientes. En Londres podría caminar por la calle de la mano de una chica bonita y sus padres nunca llegarían a saberlo. No tenía intención de hacerlo, pero la sola idea de saber que podía —y el hecho de que hubiera tantas chicas bonitas y bien vestidas a su alrededor— resultaba embriagadora.

Al rato vio un autobús en cuya parte frontal se leía «Aldgate», y subió a él. Ethel mencionaba Aldgate en su carta.

Cuando acabó de decodificar la carta, se quedó consternado. Obviamente, no podía hablar de aquello con sus padres. Había esperado hasta que se marcharon para acudir al servicio vespertino en el templo de Bethesda —al que él ya no asistía— y luego había escrito una nota.

Querida mamá:

Estoy preocupado por Eth y me voy a buscarla. Siento marcharme así, pero no deseo discutir.

Tu hijo que te quiere,

BILLY

Como era domingo, ya se había bañado, afeitado y vestido con su mejor ropa. El traje, ya raído, lo había heredado de su padre, pero tenía una camisa blanca limpia y una corbata negra de punto. Había dormitado en la sala de espera de la estación de Cardiff y tomado el tren lechero a primera hora de la mañana.

El conductor del autobús lo avisó cuando llegaron a Aldgate, y Billy se apeó. Era una barriada pobre, con casuchas ruinosas, tenderetes callejeros en los que se vendía ropa de segunda mano, y niños descalzos jugando en malolientes huecos de escalera. No sabía dónde vivía Ethel; en su carta no figuraba dirección alguna. La única pista de la que disponía era: «Trabajo doce horas al día en el taller del explotador de Mannie Litov».

Estaba impaciente por compartir con Ethel todas las noticias de Aberowen. Ella sabría por los periódicos que la Huelga de las Viudas había fracasado. A Billy le hervía la sangre al pensar en eso. Los jefes podían comportarse de forma indignante porque tenían todas las cartas en su poder. Eran dueños de las minas y las casas, y actuaban como si también lo fueran de la gente. Debido a varias y complejas reglas del sufragio, la mayoría de los mineros no tenían derecho a voto, de modo que el parlamentario de Aberowen era un conservador que invariablemente secundaba a la compañía. El padre de Tommy Griffiths dijo que nada cambiaría nunca sin una revolución como la que habían tenido en Francia. El padre de Billy dijo que necesitaban un gobierno laborista. Billy no sabía cuál de ellos tenía razón.

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