La caída de los gigantes (87 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Sí.

—Por eso he venido a pedirle su opinión sobre cómo podría recibirse la propuesta alemana.

Ella reflexionó detenidamente. Sabía a quién representaba Gus. Era el presidente de Estados Unidos quien le hacía esa pregunta. Tenía que ser precisa. Pero se daba la circunstancia de que poseía una información clave.

—Hace diez días el gabinete debatió un informe de lord Lansdowne, antiguo secretario conservador del Foreign Office, en el que afirma que no podemos ganar la guerra.

A Gus se le iluminó la cara.

—¿De veras? Lo ignoraba.

—Es lógico, se hizo en secreto. En cualquier caso, se han propagado rumores, y Northcliffe ha mostrado una actitud fulminante contra lo que él denomina cháchara derrotista sobre la paz negociada.

—¿Y cómo han recibido el informe de Lansdowne? —preguntó Gus ansioso.

—Diría que hay cuatro hombres que podrían ponerse de su parte: el secretario del Foreign Office, sir Edward Grey; el canciller del Exchequer, McKenna; el presidente del Departamento de Comercio, Runciman, y el propio primer ministro.

El sentimiento de esperanza iluminó el rostro de Gus.

—¡Es una facción muy poderosa!

—Y más ahora que el agresivo Winston Churchill ya no está. Nunca se recuperó de la catástrofe de la expedición a los Dardanelos, el proyecto en el que más creía.

—¿Quién está en contra de Lansdowne en el gabinete?

—David Lloyd George, secretario de Guerra, el político más popular del país. Y lord Robert Cecil, ministro de Bloqueo; Arthur Henderson, tesorero general, que también es el jefe del Partido Laborista, y Arthur Balfour, primer lord del Almirantazgo.

—Leí la entrevista a Lloyd George en los periódicos. Dijo que quería ver un combate hasta el KO.

—Por desgracia, la mayoría de la gente conviene con él, aunque tampoco tiene muchas oportunidades de escuchar otro punto de vista, claro está. Aquellos que se muestran contrarios a la guerra, como el filósofo Bertrand Russell, se ven constantemente acosados por el gobierno.

—Pero ¿cuál fue la conclusión del gabinete?

—No hubo conclusión. Las reuniones de Asquith suelen acabar así. La gente se queja de su indecisión.

—Debe de ser frustrante. De cualquier modo, parece que la propuesta de paz no caería en saco roto.

Resultaba alentador, pensó Maud, hablar con un hombre que la tomaba en serio. Incluso aquellos que mantenían con ella conversaciones inteligentes tendían a tratarla con cierta condescendencia. En realidad, Walter era el único otro hombre que conversaba con ella de igual a igual.

En ese instante, Fitz entró en el salón. Llevaba ropa londinense de color negro y gris, y era evidente que acababa de apearse del tren. Lucía un parche en el ojo y caminaba con la ayuda de un bastón.

—Siento haberos defraudado a todos —dijo, dirigiéndose a los invitados—. Anoche tuve que quedarme en la ciudad. Hay mucho revuelo en Londres a consecuencia de los últimos acontecimientos políticos.

—¿Qué acontecimientos? Aún no hemos visto los periódicos de hoy.

—Ayer Lloyd George escribió a Asquith pidiendo un cambio en nuestra forma de conducir la guerra. Quiere un Consejo de Guerra todopoderoso, compuesto por tres ministros que se encargarían de tomar todas las decisiones.

—¿Y Asquith accederá? —preguntó Gus.

—Por supuesto que no. Contestó diciendo que si existiera tal organismo el primer ministro tendría que ser su presidente.

El pícaro amigo de Fitz, Bing Westhampton, estaba sentado junto a una ventana con los pies en alto.

—Eso garantizaría su fracaso —dijo—. Cualquier consejo presidido por Asquith será tan débil e indeciso como el gabinete. —Miró a su alrededor con aire humilde—. Suplico que me disculpen los ministros del gobierno aquí presentes.

—Sin embargo, tienes razón —convino Fitz—. La carta ciertamente supone un desafío al liderazgo de Asquith, más aún cuando Max Aitken, amigo de Lloyd George, ha filtrado la noticia a los periódicos. Ahora ya no hay posibilidad de compromiso. Es un combate hasta el KO., como diría Lloyd George. Si no se sale con la suya, tendrá que dimitir. Y si se sale con la suya, Asquith se marchará… y entonces tendremos que elegir a un nuevo primer ministro.

Maud miró a Gus y supo que ambos estaban pensando lo mismo. Con Asquith en Downing Street, la iniciativa de paz tendría una oportunidad. Si el beligerante Lloyd George ganaba ese combate, todo sería diferente.

El gong sonó en el vestíbulo, informando a los invitados de que había llegado la hora de cambiarse de ropa y vestirse de noche. La reunión se interrumpió. Maud se dirigió a su dormitorio.

Encontró su ropa preparada. El vestido era uno que había adquirido en París para la temporada de Londres de 1914. Desde entonces había comprado muy poca ropa. Se quitó el vestido que había llevado durante el té y se puso un salto de cama de seda. No avisaría aún a su doncella, quería unos minutos para sí. Se sentó al tocador y se miró en el espejo. Tenía veintiséis años, y los aparentaba. Nunca había sido guapa, pero todos la consideraban atractiva. Con la austeridad de los tiempos de guerra había perdido el último atisbo de ternura infantil, y sus facciones se habían vuelto más pronunciadas. ¿Qué pensaría Walter cuando la viera… si es que algún día volvían a verse? Se tocó los senos; al menos conservaban su turgencia. A él le complacería. Al pensar en su marido se le endurecieron los pezones. Se preguntó si tenía tiempo para…

Alguien llamó a la puerta y ella bajó las manos con cierto sentimiento de culpa.

—¿Quién es? —preguntó.

La puerta se abrió, y Gus Dewar entró en su dormitorio.

Maud se puso en pie, se ciñó el salto de cama y dijo con su voz más intimidatoria:

—Señor Dewar, por favor, ¡márchese de inmediato!

—No se asuste —dijo él—. Tengo que verla en privado.

—No se me ocurre ningún motivo…

—Vi a Walter en Berlín.

Maud guardó silencio, petrificada. Miró fijamente a Gus. ¿Cómo podía saber lo suyo con Walter?

—Me dio una carta para usted —añadió Gus. Se llevó una mano al bolsillo interior de la chaqueta de tweed y sacó un sobre.

Maud lo cogió con una mano trémula.

—Me dijo que no había escrito su nombre en la carta, por temor a que alguien la leyera en la frontera, pero nadie me registró el equipaje.

Maud sostuvo el sobre con inquietud. Había anhelado saber de él, pero en ese momento temía estar a punto de recibir malas noticias. Walter podía tener una amante y suplicarle en la carta que lo comprendiera. Tal vez se había casado con una chica alemana y le escribía para pedir que guardara silencio eterno sobre su anterior matrimonio. O, lo peor, quizá había iniciado los trámites del divorcio.

Abrió el sobre.

Y leyó:

Amada mía:

Es invierno en Alemania y en mi corazón. No encuentro las palabras para decirte lo mucho que te amo y te echo de menos.

Las lágrimas le anegaron los ojos.

—Oh —exclamó—. Oh, señor Dewar, ¡gracias por traerme esto!

Él dio un paso vacilante hacia ella.

—Tranquila, tranquila —le dijo, dándole suaves palmadas en el brazo.

Ella intentó leer el resto de la carta, pero no conseguía distinguir las palabras escritas en el papel.

—Estoy tan contenta… —sollozó.

Dejó caer la cabeza sobre el hombro de Gus, y él la abrazó.

—No pasa nada —le dijo él.

Maud cedió a sus sentimientos y rompió a llorar.

21

Diciembre de 1916

I

Fitz trabajaba en el Almirantazgo, en Whitehall. No era el puesto que deseaba. Ansiaba volver con los Fusileros Galeses a Francia. Por mucho que detestara la suciedad y la incomodidad de las trincheras, no podía sentirse bien estando a salvo en Londres mientras los demás arriesgaban la vida. Lo horrorizaba que lo consideraran cobarde. No obstante, los médicos insistieron en que aún no tenía la pierna lo bastante fuerte y que el ejército no le permitiría reincorporarse.

Dado que Fitz hablaba alemán, Smith-Cumming, de los servicios secretos —el hombre que se hacía llamar «C»—, lo había recomendado al servicio de espionaje de la Royal Navy, y lo habían destinado de forma temporal a un departamento conocido como Sala 40. Lo último que quería era un trabajo de despacho, pero, para su sorpresa, descubrió que su función era trascendental para el esfuerzo bélico.

El primer día de la guerra, un barco de correos llamado
CS Alert
zarpó en el mar del Norte, dragó del lecho marino todos los resistentes cables de telecomunicaciones alemanes y los cortó. Con ese astuto golpe, los británicos obligaron al enemigo a transmitir por radio la mayoría de los mensajes. Las señales de radio podían interceptarse, pero los alemanes no eran necios y enviaban todos los mensajes codificados. La Sala 40 era el lugar donde los británicos trataban de descifrar los códigos.

Fitz trabajaba con diversas personas —algunas de ellas ciertamente extrañas, la mayoría no muy militares— que pugnaban por interpretar los galimatías interceptados en estaciones de escucha repartidas por la costa. A Fitz no se le daba bien el desafío que suponía el rompecabezas de la decodificación —nunca había conseguido siquiera deducir quién era el asesino en ningún caso de Sherlock Holmes—, pero sí podía traducir al inglés los mensajes decodificados y, lo que era más decisivo, su experiencia en el campo de batalla lo capacitaba para juzgar cuáles eran importantes y cuáles no.

Aunque eso tampoco cambiaba demasiado las cosas. A finales de 1916, el frente occidental apenas se había movido de la posición que ocupaba al empezar el año, pese a los tremendos esfuerzos efectuados por ambos bandos: el implacable asalto alemán en Verdún y el ataque británico en el Somme, aún más costoso. Los aliados necesitaban perentoriamente un estímulo. Si Estados Unidos entraba en guerra, podría inclinar la balanza, pero por el momento no había indicios de que eso fuera a ocurrir.

Los comandantes de todos los ejércitos emitían sus órdenes entrada la noche o a primera hora de la mañana, por lo que Fitz empezaba temprano y trabajaba sin respiro hasta el mediodía. El miércoles, después de la cacería, salió del Almirantazgo a las doce y media y volvió a casa en taxi. El paseo cuesta arriba desde Whitehall hasta Mayfair, si bien corto, era excesivo para él.

Las tres mujeres con las que vivía —Bea, Maud y tía Herm— acababan de sentarse a almorzar. Fitz tendió el bastón y la gorra del uniforme a Grout y se reunió con ellas. Procedente del entorno funcional del despacho, disfrutaba de la calidez de su hogar: el opulento mobiliario, los silenciosos sirvientes, la loza francesa sobre el mantel níveo.

Preguntó a Maud por las novedades políticas. Asquith y Lloyd George estaban librando una batalla. El día anterior, Asquith había dimitido histriónicamente como primer ministro, algo que preocupó a Fitz: no admiraba al liberal Asquith, pero ¿y si su sustituto era seducido por la solución simplista de las conversaciones de paz?

—El rey se ha visto con Bonar Law —dijo Maud.

Andrew Bonar Law era el jefe de los conservadores. El último bastión del poder regio en la política británica era el derecho del monarca a nombrar a un primer ministro, aunque el candidato que elegía tenía que obtener el apoyo del Parlamento.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Fitz.

—Bonar Law ha rehusado ser primer ministro.

Fitz se refrenó.

—¿Cómo ha podido rechazar la propuesta del rey? —Fitz creía que un hombre debía obedecer a su monarca, especialmente un conservador.

—Considera que tiene que serlo Lloyd George, pero el rey no quiere a este en el cargo.

—Confío en que así sea —intervino Bea—. Ese hombre no es mejor que un socialista.

—En efecto —convino Fitz—, pero su agresividad supera a la de todos los demás juntos. Cuando menos inyectará algo de energía al esfuerzo bélico.

—Me temo que no aprovecharía ninguna oportunidad de paz.

—¿Paz? —dijo Fitz—. No creo que debas preocuparte demasiado por eso. —Intentó no parecer airado, pero la cháchara derrotista sobre la paz le hacía pensar en todas las vidas que se habían perdido: el pobre teniente segundo Carlton-Smith, muchos otros jóvenes de Aberowen que habían combatido con los Fusileros Galeses, incluso el desdichado Owen Bevin, muerto a manos de un pelotón de fusilamiento. ¿Iba a ser en vano su sacrificio? La mera idea le parecía blasfema. Obligándose a hablar con un tono coloquial, añadió—: No habrá paz hasta que uno u otro bando haya ganado.

Aunque la ira refulgió en los ojos de Maud, también ella se controló.

—Debemos aprovechar lo mejor de los dos mundos: el liderazgo enérgico de la guerra por parte de Lloyd George como presidente del Consejo de Guerra, y un primer ministro con talante de estadista como Arthur Balfour para negociar la paz si decidimos que es eso lo que queremos.

—Hum. —A Fitz no le gustaba en absoluto esa idea, pero Maud tenía una forma de plantear las cosas que hacía difícil discrepar con ella. El conde cambió de tema—: ¿Qué tenéis previsto hacer esta tarde?

—Tía Herm y yo vamos a ir al East End. Hemos creado un Club de Viudas de Soldados. Les damos té y pastel… sufragados por ti, Fitz, lo cual te agradecemos, e intentamos ayudarlas con sus problemas.

—¿Como por ejemplo?

Fue tía Herm quien contestó:

—Conseguir un lugar decente donde vivir y encontrar niñeras de fiar son los más habituales.

A Fitz le hizo gracia aquello.

—Me sorprende, tía. Antes reprobaba las aventuras de Maud en el East End.

—Estamos en guerra —replicó lady Hermia, desafiante—. Tenemos que hacer todo cuanto podamos.

En un arrebato, Fitz contestó:

—Quizá vaya con vosotras. Será positivo para ellas ver que a los condes nos disparan con la misma facilidad que a los estibadores.

Maud se quedó perpleja, pero dijo:

—Bien, por supuesto, si te apetece…

Él advirtió su falta de entusiasmo. Era evidente que en su club se debatían estupideces típicas de la izquierda: el derecho a voto de las mujeres y paparruchas por el estilo. Sin embargo, ella no podía negarse a que las acompañara, pues era él quien lo sufragaba.

Cuando acabaron de almorzar, fueron a arreglarse. Fitz se dirigió al vestidor de su esposa. La doncella de pelo cano de Bea, Nina, la ayudaba a quitarse el vestido que había llevado en el almuerzo. Bea musitó algo en ruso y Nina le respondió en el mismo idioma; Fitz se sintió irritado al considerar que la intención de ambas era excluirlo. Habló en ruso, confiando en que creyeran que lo había entendido todo:

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